domingo, 3 de septiembre de 2023

Historias quesadeñas de la Inquisición en el siglo XVIII.

 

Auto de fe de la Inquisición. Francisco de Goya. Museo del Prado.




        La mañana del lunes día 28 de diciembre de 1705, festividad de los Santos Inocentes, en la sacristía de la parroquia mayor de Quesada se desató una fuerte discusión poco antes de las diez, hora en la que debía comenzar la misa mayor, que se tuvo que retrasar por esta causa. En las naves de la iglesia estaba congregado todo el pueblo, encabezado por el corregidor D. Tomás de Puga y Rojas,[1] los regidores, diputados, personas principales y todos los hombres y mujeres mayores de doce años. Habían sido llamados mediante pregón para asistir a la publicación y lectura pública de un edicto de fe por orden de la Inquisición de Córdoba, de la que dependía Quesada y todo el reino de Jaén.

        Los edictos de fe eran una proclamación solemne por la que se conminaba a los fieles para que denunciasen, con pena de anatema en contrario, a todos los vecinos de los que sospechasen que incurrían en prácticas heréticas y contrarias a la fe. Tras el edicto se recibían las denuncias de los vecinos, se hacía información de las mismas y, cuando se juzgaban graves, se prendía a los reos que eran enviados a Córdoba donde eran sometidos a un proceso inquisitorial.

        Volviendo a ese día de los Inocentes de 1705 en Quesada, lo normal era que estos edictos se publicasen en domingo. En esta ocasión se pospuso al lunes porque el domingo 27 se reservó para celebrar una procesión que ponía fin a un novenario en rogativa a Su Majestad Divina por la felicidad y éxito de Su Majestad Felipe V. La guerra civil (y europea) por la sucesión de Carlos II no estaba ni mucho menos decidida y las cosas no iban del todo bien para el aspirante francés, nieto del Rey Sol (Felipe de Borbón y Anjou, el ya proclamado Felipe V). Solo un año antes ingleses y holandeses habían tomado Gibraltar. La compañía de milicias de Quesada había sido enviada a Cádiz para reforzar aquel frente y tampoco lo estaba pasando bien.[2] Quesada estaba en zona borbónica y nadie (clérigos, nobles, personas principales) se podía permitir quedar, siquiera por sospecha, como partidario del bando austracista. Por eso el edicto se pospuso y fue publicado un lunes, que también era festivo por celebrarse los Santos Inocentes.

        Aquel día discutían en la sacristía, casi como los ejércitos en la guerra, de un lado el licenciado don Pedro Zamorano, comisario del Santo Oficio en Quesada y encargado de presidir la publicación del edicto. Estaba don Pedro acompañado por don Juan Jerónimo de Rivera, notario del Santo Oficio en la villa y por el familiar de la Inquisición don Juan Cano de Padilla. Los tres con sus manteos, bonetes y las insignias del Santo Oficio. Frente a ellos el prior y cura propio de la parroquia de los Santos Apóstoles, don Francisco Hilario Jiménez Valero. Don Francisco Hilario estaba rodeado (que no necesariamente apoyado) por el resto de presbíteros y clérigos de sus parroquias. También estaban presentes, y seguramente bastante espantados por ser simples empleados y no clérigos, el sochantre y sacristán mayor Francisco Fernández Ortega, el sacristán menor Juan Ramírez y Francisco Dueñas, antiguo sacristán mayor que ya de viejo solo ejercía de ministril.

        La acalorada discusión, con graves amenazas cruzadas de una y otra parte, tenía su origen en las diferencias por cuestiones de preeminencia y protocolo. Defendía Zamorano que los ministros del Santo Oficio debían situar sus sillas y sitiales en el lado del Evangelio, izquierda del altar mayor visto de frente, que era el principal (porque visto por Dios desde el altar quedaba a la derecha). Dice el acta que levantó el notario Rivera que “arrimadas al testero que da a la nave de la puerta de San Ildefonso”. Pero ese era el lugar donde normalmente se sentaba el párroco acompañado de dos diáconos. Ahora se pretendía que sus sitiales se situaran en el lado de la Epístola, junto al arco que da a la nave donde estaba la puerta principal de la iglesia (la que actualmente da a la Lonja).[3] Don Francisco Hilario, el prior, se oponía a este cambio argumentando toda clase de razones y precedentes.

        Se trataba en último extremo de escenificar delante de los fieles si la preeminencia correspondía al Santo Oficio o a la jurisdicción eclesiástica ordinaria, al clero. Tras una larga negociación el prior se avino a los deseos de Zamorano y se sentó en la Epístola, no sin advertir que iniciaría procesos judiciales eclesiásticos en defensa de sus derechos. Con retraso se inició la misa mayor y tras la lectura del Evangelio, antes del sermón, el notario de la Inquisición subió al púlpito y, “en voz alta e inteligible”, leyó el edicto. Pero a continuación, en el momento de dar la paz y por orden del prior, no salió a darla el sacristán, para evitar tener que hacerlo en primer lugar a los ministros de la Inquisición. Se complicó todavía más el problema protocolario y hubo, según el acta, escándalo y murmuraciones entre los fieles que habían sido testigos de los inconvenientes.

        Zamorano decretó que se hiciera una información sumaria sobre lo sucedido y que se remitiese al Santo Tribunal de Córdoba. A su vez el prior pidió al vicario, representante del arzobispado de Toledo, que iniciase otra información en paralelo para que su Eminencia tuviera conocimiento. El pleito fue complicándose y dio lugar a un largo expediente en el que acabaron interviniendo personalmente el Inquisidor General (por entonces el obispo de Ceuta, que residía en Madrid) y el cardenal Portocarrero, arzobispo de Toledo. Al final se llegó al acuerdo de que en lo sucesivo la Inquisición respetase al clero el lado del Evangelio y se sentase en la Epístola, pero que a la hora de dar la paz salieran dos sacristanes que la dieran simultáneamente a ambas partes. Es de suponer que hubo también rivalidades y antipatías personales en esta discusión, porque don Pedro Zamorano, antes de ser comisario de la Inquisición, fue teniente de cura de la parroquia mayor, a las órdenes del prior don Francisco Hilario, ocasión de oro para estar por encima de su jefe y que este no podía consentir precisamente por eso.

        El expediente que se formó es largo y pesado, con casi doscientos folios.[4] En él se describe con detalle la publicación de otro edicto de fe en 1698. Entonces también hubo graves inconvenientes, sobre todo porque los protagonistas eran de más rango. Estaba entonces en Quesada el vicario visitador don Pedro Joseph Romero y Vargas, persona de mucho rango, como representante y delegado del arzobispo. Por el Santo Oficio era comisario el de Iznatoraf, por no haberlo entonces ni en Quesada ni en Cazorla. Se daba la circunstancia de que Iznatoraf pertenecía a la diócesis de Jaén, no a la de Toledo (solo dependía de la jurisdicción del arzobispo en asuntos temporales, por ser señorío suyo, pero no en los eclesiásticos). En aquella ocasión el lío fue tal que la misa mayor de las 10 de la mañana no empezó hasta pasada la una de la tarde. El problema era el mismo (lado del Evangelio, lado de la epístola) y no merece la pena repetir argumentos, pero sí hacer referencia a la procesión que se celebró la tarde anterior para convocar a los fieles para oír el edicto.

        El estricto protocolo de la procesión se negoció entre el notario de la Inquisición y el prior, que por entonces ya lo era don Francisco Hilario. Se llegó a un acuerdo que no funcionó el día de la lectura, pero sí en la procesión. Según el acta que se levantó, el día anterior, sábado 17 de mayo de 1698, “como a las tres de la tarde poco más o menos”, salió la comitiva de la iglesia del convento de San Juan. La abría el vicario visitador portando el estandarte con las insignias de la Inquisición. Inmediatamente después el comisario de la Inquisición al que seguían, en el estricto orden previamente pactado, el prior del convento de San Juan, el corregidor don Tomás de Puga, el venerable clero, los frailes dominicos, familiares de la Inquisición, hidalgos y personas principales de la villa. Así dispuestos recorrieron las calles y plazas principales: Alcaraz, Adentro, Nueva, Plaza Vieja (Lonja), Plaza del Mercado (la Plaza actual)… Iban acompañados de músicos y ministriles y mientras caminaban un pregonero convocaba a los vecinos para que acudieran el día siguiente a misa mayor para oír el edicto.

        Hay que imaginar el auténtico terror con el que el pueblo, o muchos de sus vecinos, vivirían la tétrica procesión y la lectura del edicto de fe. Sabían que tras estos actos se iniciaba un periodo de denuncias indiscriminadas, denuncias anónimas que se aceptaban sin valorar los motivos personales que pudiera tener el denunciante para hacerlas. A (casi) cualquiera le podía tocar esta macabra lotería sin saber nunca quién fue su denunciante. Y siempre con el riesgo de que el comisario se tomase en serio la denuncia y de acabar en Córdoba con el correspondiente proceso, en el que todavía era de oficio el tormento, que podía acabar en condena a la hoguera, a galeras o al destierro. Cuando menos en confiscación de bienes, exposición y deshonra pública del penitente.


Antigua puerta principal de la parroquia, dando a la Lonja
y que hoy debe seguir debajo del enlucido. Foto Carriazo.



        Como resultado de un edicto y del proceso inquisitorial, los reos eran juzgados y condenados en un auto de fe, normalmente público como los castigos. Los de Quesada y todo el reino de Jaén se celebraban en Córdoba. Las historias que siguen se refieren a vecinos y vecinas de Quesada que pasaron por estos autos de fe. No son con seguridad todos los que sufrieron este trance, sino solo aquellos de los que he encontrado noticia.[5]

        El 13 de junio de 1723, en el convento dominico de San Pablo (Córdoba) se celebró un auto público de fe. En él resultó condenado a muerte el vecino de Quesada Gaspar Enríquez, de 44 años, natural de Cuenca. Se le acusó de “judaizante negativo, convicto y pertinaz”. Junto al resto de condenados fue conducido en procesión a la plaza de la Corredera “portando insignias de relajado”, es decir, vestido con un sambenito (especie de saco) amarillo y una coroza (capirote como los de Semana Santa). Una vez puesto sobre el tablado para ser quemado, el terror pudo con él y dio muestras de arrepentimiento: “pidió misericordia” y la obtuvo. La ejecución fue suspendida y Gaspar devuelto, de por vida, a la cárcel.

        Casi un año después, el 23 de abril de 1724, y en el mismo convento, se celebró otro auto de fe en el que hubo una relajada y dos reconciliados procedentes de Quesada. Los relajados eran los condenados a muerte para cuya ejecución se transferían o “relajaban” a la justicia real. Los reconciliados eran aquellos reos que confesaban y abjuraban de sus delitos y se reintegraba a la Iglesia, se “reconciliaban” con ella, pero sufriendo sus correspondientes penas de prisión, confiscación, azotes… La mujer relajada se llamaba Isabel de Tapia, natural de Medina del Campo y vecina de la villa de Quesada. Tenía 71 años y era viuda de Francisco Méndez de Castro (del que no he encontrado referencia alguna). Esta mujer había sido reconciliada por la Inquisición de Murcia el año 1682. Ahora había sido llevada al Santo Oficio por “los mismos delitos de judaísmo”. Por relapsa (reincidente) fue condenada a la hoguera. Aunque murió “confitente” (confesando su culpa) y “con muchas señales de arrepentimiento”, no fue suspendida la ejecución por esa condición de relapsa. Sus bienes fueron confiscados.

        El mismo día confesó sus delitos como judaizante y fue reconciliado el joven médico de 31 años Gabriel de Anavia. Era natural de Murcia, pero vivía en Quesada, donde ejercía. Fue condenado a cárcel “irremisible” (perpetua), confiscación de bienes y doscientos azotes. Estos azotes eran públicos; en el caso de hombres, desnudos de cintura para arriba para que se viera la sangre.

        El mismo día María de la Trinidad Villar, natural de la ciudad de Úbeda y vecina de Quesada, de edad de 27 años, fue reconciliada tras abjurar de su delito de bigamia (“por casada dos veces”). Fue condenada a 200 azotes y destierro, no pudiendo acercarse a menos de 8 leguas a Quesada, Úbeda y Madrid. Siempre se incluía Madrid, aunque el reo no tuviera relación con el lugar, para que los condenados “no molestasen” en la Corte. Hay poca información sobre estos vecinos. Podríamos pensar, por edad, y circunstancias, que Trinidad vivía con Gabriel, el médico, y que la investigación sobre él tiró de ella. Quién sabe.

        A las pocas semanas, el domingo 2 de julio de 1724, fueron reconciliadas las hermanas Josefa e Isabel Enríquez de Terrazas. La primera, viuda de Manuel Fernández, de 52 años y natural de Cuenca; la segunda, natural de Cartagena de Levante. Ambas fueron condenadas por judaizantes a cárcel irremisible, confiscación de bienes y doscientos azotes. Parece evidente que eran hermanas de Gaspar Enríquez (coincide su origen conquense en Josefa y en él). La familia Enríquez no desapareció de Quesada con estas condenas, de hecho fue un Enríquez quien vendió al Ayuntamiento la casa en la Plaza donde sigue a fecha de hoy. Volveremos a hablar de este apellido en otro caso, y también reaparecerán los bienes que se le confiscaron a Josefa.

        El 12 de mayo de 1726, abjuró del delito de judaísmo Juana Bárbara de Castro, natural de Albacete y “vecina de la villa de Quesada, soltera, sin oficio, de edad de 38 años”. Fue condenada a confiscación de bienes y cárcel irremisible.

        Cinco años más tarde, el 4 de mayo de 1731, sufrió auto de fe Luis Antonio de Castro, también natural de Albacete y vecino de Quesada, casado, de 53 años. Estaba establecido en Quesada, donde tenía abierta botica. Fue condenado a confiscación de la mitad de sus bienes, destierro y dos años en una casa de penitencia, vistiendo hábito de penitente y “encargado a persona docta que le desengañe, instruya y fortifique en nuestra Santa Fe”. Además, los consabidos doscientos azotes. Luis Antonio aparece en una relación de delitos de fe pendientes en la Inquisición de Llerena en 1735, seguramente porque vivía su destierro en Extremadura.[6] Se da la circunstancia de que este Luis de Castro no era un don nadie en Quesada. En el preámbulo de elogios en verso del “Compendio Militar” impreso en 1707 por el corregidor Don Tomás de Puga, participan las personas más principales del pueblo. Uno de ellos es don Luis de Castro, “vecino de la villa de Quesada”, que aporta un soneto dedicado al corregidor.

        Castro es un apellido inexistente en Quesada por aquel tiempo. Por eso cabe relacionar a estos dos hermanos, Juana Bárbara y Luis Antonio, con Francisco Méndez de Castro, de quien era viuda Isabel de Tapia, la quemada por relapsa. Si esto fuera así, serían al menos dos familias las que destrozó la Inquisición en pocos años, Enríquez y Castro. Todos eran residentes en Quesada, pero nacidos fuera. Esto parece indicar que estaban en el pueblo escondidos o mejor, alejados, del tribunal de la Inquisición con el que hubieran tenido problemas. En el caso de Isabel de Tapia, viuda de Castro, se sabe que fue el de Murcia. En el caso de los Enríquez, los hermanos mayores era nacidos en Cuenca, pero la hermana menor era natural de Cartagena, lo que parece sugerir que la familia pasó por aquellas tierras antes de recalar en Quesada. No había demasiada coordinación entre los distintos tribunales territoriales; por eso, pasar la “frontera” entre la Inquisición de Murcia y la de Córdoba procuraba cierta seguridad.

        Todas estas personas iniciaron su calvario con la publicación de un edicto de fe en la parroquia mayor de Quesada, precedida de una procesión como la que antes vimos. Como desgraciadamente ocurre tantas veces, el forastero, el de fuera, es por naturaleza sospechoso y en ellos se cebaron las denuncias anónimas. Estos fueron los casos quesadeños más graves de los que he encontrado datos. Una vez eliminado cualquier hereje, judaizante o morisco que pudiera quedar, la Inquisición dedicó sus oraciones a otros delitos de menor cuantía, generalmente relacionados con la moral y las costumbres. Las penas fueron más livianas y el Santo Oficio menos temido. Y por eso mismo fue perdiendo poder. Todo esto en términos relativos, como tendencia, porque el último ajusticiado por la Inquisición lo fue en 1826, cien años después.

Portada del resumen del auto de fe de 1923
en Córdoba. Biblioteca Sefarad



        1734 fue un año terrible en Quesada. Se venía de una gran sequía y esa primavera tampoco llovió, la cosecha de cereal fue muy mala. En otoño continuó la sequía y los vecinos vieron en peligro la sementera. El precio del trigo se disparó y el pan de dos libras, amasado con trigo del Pósito y vendido en los hornos municipales, alcanzó el increíble precio de 22 maravedíes, más de medio real. Algunos datos ayudan a comprender las terribles dificultades del año. A petición de un grupo de labradores y vecinos, el 7 de enero se trajo de su santuario a la Virgen de Tíscar para implorarle la lluvia tan necesaria. En noviembre todavía seguía en el pueblo y el clero pidió que fuera devuelta a su santuario, pero el Ayuntamiento, 20 de noviembre, dijo que no se movería de la parroquia hasta que no mejorase la situación.

        Por otra parte el día 1 de mayo, ante la pérdida de la cosecha, el Ayuntamiento ordenó que en todas las huertas se sembrase maíz a fin de que, tras el verano, se pudiese atender el abasto público de grano. Pero es que para colmo Su Majestad Felipe V estaba por entonces empeñado en una campaña militar en Italia mediante la que recuperó Nápoles y Sicilia (que cedió a su hijo, el futuro Carlos III). En la consiguiente movilización a Quesada tocaron 19 soldados para el regimiento provincial de milicias. Su armamento y vestuario, por cuenta del municipio, se valoró en 2.520 reales. Al escandaloso precio citado de 22 maravedíes la hogaza se hubieran podido comprar con este dinero casi 3.900 panes, que repartidos a la población resultarían a más de uno por habitante. Para aprontar la cantidad el Ayuntamiento tuvo que recurrir a un censo (préstamo). El futuro Carlos III reinó en Nápoles y Sicilia casi 25 años con el nombre de Carlos VII, pero no se acordó de mandar algo a Quesada en agradecimiento por los sacrificios.

        Estando así las cosas, a principios de año el Santo Oficio de Córdoba publicó otro edicto de fe en la iglesia parroquial. Una de las que lo escuchó y se sintió obligada a denunciar fue Rosa Martínez, vecina de 26 años, soltera, que solía acudir para sus devociones a la iglesia del convento de San Juan Evangelista. Allí había elegido como confesor, hacía como cinco años, a fray Martín Troyano, uno de los frailes del convento, de unos 40 años. Rosa, para descargo de su conciencia y tras escuchar el edicto, acudió al comisario de la Inquisición, el presbítero don Antonio de Zafra. Le contó que como un año después de empezar a confesar con él, fray Martín empezó a tener una conducta inapropiada.

        Según Rosa, varias veces le dijo que si necesitaba algo se lo dijese pues lo haría “como si fueras mi hermana”. En otra ocasión le dijo: “yo no quiero que pases necesidad y así pide lo que se te ofrezca”, añadiendo que si le faltaban zapatos o medias se lo dijera. Durante la delación el comisario Zafra le preguntó una y otra vez si estas cosas se las dijo antes, durante o después de la confesión, estando de rodillas en el confesionario o “sobre sus pies” una vez confesada. Y es que ahí estaba la clave del asunto, pues si el comportamiento del fraile hubiese sucedido durante el sacramento habría incurrido en delito eclesiástico de solicitación, calificado de muy grave. La solicitación consiste en aprovechar la intimidad del confesionario para hacer proposiciones deshonestas.

        Rosa no conseguía acordarse, o no quería, de si estas insinuaciones ocurrieron durante la confesión o inmediatamente antes o después. De lo sucedido fuera del confesionario sí se acordaba perfectamente. Así dijo que una vez que fue a la iglesia del convento, pero solo para oír misa, no para confesar, se cruzó con fray Martín, que, haciendo un aparte con ella, le dijo: “tú te casarás pero yo no quiero que otro te gozare, que si yo no tuviera estos hábitos me casaba contigo”. Llegó a cogerla de la mano y a confesarle que pensaba mucho en ella. En otro encuentro de ambos en la iglesia, fray Martín “anduvo con su pie meneando el de la declarante” y, cuando esta lo retiró abruptamente, fray Martín, temeroso de haberse pasado y de que lo denunciase, le dijo que se estuviese quieta y “no fuera embustera”.

        El comisario Zafra remitió las diligencias a Córdoba. Allí el fiscal del Santo Tribunal ordenó que se volviese a requerir a la delatante para que dijese si “las palabras amorosas y tocamiento de mano pasaron en el confesionario”. Interrogada de nuevo el 25 de agosto, contestó que no podía exactamente decir si fueron antes o después de la confesión. El fiscal también pidió al comisario que informase “de la fe y crédito de la declarante” (del fraile no se pidió informe similar). El comisario Zafra informó de Rosa que era piadosa y de buena conducta. También por orden del fiscal se revisaron los registros de causas anteriores en busca de antecedentes, pero no se encontró nada, por lo que “quedó suspensa esta sumaria”. Suspensa por ahora, porque como veremos fray Martín era un rijoso incorregible y no tardó en meterse en problemas.

        El bienio 1743-1744 no fue tan malo en Quesada como el de diez años antes. La fanega de trigo se vendía a 13 reales y el pan de dos libras a 10 maravedíes, menos de la mitad que en 1734. Como se ha visto en otro artículo de este blog (El Ayuntamiento viejo de Quesada), se estaba reconstruyendo la fachada de lo que sería el Ayuntamiento viejo, en la Plaza. A principios de 1743 don Rodrigo de Urrutia, natural de Quesada, tuvo un comportamiento destacado en la batalla de Cabo Sicié al mando del navío Poder. Su actuación frente a la escuadra inglesa fue recompensada con el ascenso capitán de la Compañía de Guardiamarinas de Cádiz.

        En la primavera de 1744 se extendió por el pueblo el rumor de que a “alguno que se llama Cornejo le atribuían algunas proposiciones que había dicho contra la pureza de la Virgen”. Faltaban todavía casi cien años para que Pio IX promulgase el dogma después de siglos de dura polémica teológica, pero en estos reinos la virginidad de María era un asunto de Estado y a mediados del siglo XVII la Inmaculada había sido declarada patrona de España. Aunque teóricamente se podía opinar libremente, por no ser todavía una verdad dogmática, hacerlo suponía en la práctica atentar contra el sentir oficial de la Corona y de la Iglesia españolas.

        El Cornejo al que se refería el rumor era Vicente Gómez Cornejo, joven clérigo de órdenes menores de 22 años de edad. La familia Cornejo era muy conocida en el pueblo. Su hermano Antonio ejercía como escribano del número (notario) y Juan, su otro hermano, era maestro de sastre. Vivían en la calle Alcaraz (actual de los Arcos), por entonces calle muy principal. El 23 de mayo de aquel año Vicente Cornejo acudió, por su propia voluntad, “a delatarse” ante el comisario de la Inquisición, que lo seguía siendo don Antonio de Zafra. Que él mismo se delatara hay que interpretarlo como un intento, una vez extendido el rumor en la calle, de que la noticia llegara al Santo Oficio de su boca y no de alguna denuncia maliciosa.

        Declaró Cornejo que haría como un mes, estando en casa de don Diego Pulido y presente la mujer de este, Rodrigo García y Simón Barba, se estuvo hablando sobre “la concepción en gracia de María Santísima”. Diego Pulido era natural de Marmolejo, pero tenía propiedades en Quesada. Rodrigo García era vecino de Pulido y Simón de la Barba tenía en la calle Nueva una tienda de “especiería y quincalla”. Llama un poco la atención que en estas reuniones, se supone que de amigos y vecinos, se hablase como si tal cosa de cuestiones teológicas ¡cosas de otras épocas! El caso es que don Diego dijo “que habían tenido poca razón los padres dominicos” en oponerse a la virginidad de María y que con razón “estaban penitenciados” (los dominicos nunca fueron muy partidarios de esta idea). Vicente le replicó que no era verdad que estuvieran penitenciados, “porque la Iglesia nada tenía declarado en este punto”, que sus razones estaban muy fundamentadas y que él opinaba de la misma manera. Pulido le intentó rebatir citando un libro de ejercicios que tenía, pero Vicente lo descalificó diciendo “ese será juanista o escotista y yo sigo a los que defendieron que María Santísima fue concebida en pecado original”. La reunión y junta empezó a resultar incómoda. Los presentes intentaron, “con mucha ternura”, que se acabara la conversación. Vicente no lo hizo y Simón Barba, “impaciente de oírla”, salió de la casa para no verse comprometido en las opiniones de Cornejo.

        No era este el único avispero en el que se había metido Vicente Cornejo. A oídos del comisario Zafra llegó otro asunto igual o quizás más inquietante, porque se refería a la Trinidad. Fue durante una conversación teológica (debían ser unas ligas apasionantes) con Tomás Fernández Enríquez, de la que fue testigo Juan Gutiérrez, otro propietario forastero, natural de Baeza (como se puede ver estamos hablando de gente acomodada). Este Tomás Fernández Enríquez fue el que vendió al Concejo la casa de la Plaza que acabó siendo ayuntamiento. Su apellido, infrecuente en Quesada, inmediatamente trae al recuerdo a los hermanos Enríquez, de una generación anterior y que, como se ha visto, sufrieron auto de fe. Si esto es así, resultan comprensibles su temor y opiniones ortodoxas y que fuera él, conocedor de la investigación que se había abierto, quien acudiera al comisario para denunciar el asunto.

        Tomás le contó a Zafra que habían estado discutiendo sobre la Trinidad, sobre la esencia y diferencias entre el Padre y el Hijo. Vicente defendía posturas un tanto heterodoxas y no llegaron a un acuerdo. Por eso decidieron escribir en un papel las opiniones de uno y otro, para que dirimiese la disputa fray Manuel de Montilla, dominico de 37 años del convento de San Juan. El fraile, cuando leyó el papel, “vio en él algunos términos impropios para la explicación del misterio de la Santísima Trinidad”, más en la opinión de Vicente que en la de Tomás. Sin embargo no se pronunció con el pretexto de que Vicente no lo había firmado y lo debía hacer. Enterado el comisario Zafra, le pidió a Cornejo que le trajese ese papel que llevaron al fraile, así como un manuscrito sobre Beda el Venerable que Vicente decía tener y en el que al parecer se inspiraba. Entregó el manuscrito, pero el papel “por más que lo había buscado no había podido encontrarlo”.

        Las diligencias levantadas por Zafra fueron remitidas al Santo Tribunal de Córdoba, donde tres calificadores dijeron que contenía “proposiciones falsas y escandalosas” y que el manuscrito, ”cuyo título es de divinatione mortis et vita”, estaba prohibido “in totu” por el Santo Oficio. Estas noticias proceden del informe del fiscal de Córdoba, antes de que se dictara sentencia que no consta cual fue. Pero hay un dato indirecto que permite sospechar que la cosa no fue muy bien para Vicente. Entre las declaraciones de bienes que hicieron los vecinos poco después, para el conocido como catastro de Ensenada, con el número 246 y firmada el 8 de marzo de 1752, está la de doña Francisca Antonia de Lara. El escribano recogió sus palabras a la letra: “Soy viuda de, digo, soy mujer de D. Vicente Cornejo ausente en el presidio de Melilla”. Cornejo solo estaba ordenado de menores y parece que se casó y no continuó (no pudo, más bien) su carrera eclesiástica. Estaba ausente en Melilla, por entonces un peñón fortificado en la costa de Berbería (lo que hoy se llama Melilla la Vieja). Apenas había allí más que soldados y desterrados por alguna condena. Militar no era Vicente porque, serlo era cosa de mucha honra, se hubiera añadido, presumiendo, algo del tipo: “sirviendo las armas de Su Majestad”. No debía estar allí por nada bueno y por eso a su mujer se le escapó decirse viuda, lo que rectificó inmediatamente quizás porque alguno de los presentes le dijera que de viuda, nada.

        No habían pasado tres años cuando tenemos de vuelta al fraile rijoso, fray Martín Troyano. El 19 de junio de 1747, ante el mismo comisario don Antonio Zafra, compareció de propia voluntad, “para descargo de su conciencia”, la monja dominica del convento de nuestra señora de los Remedios, sor Catalina de San Francisco, de 31 años. Dijo la monja que desde hacía unos seis o siete años fray Martín iba al convento a confesar a las religiosas, a ella también. En cuatro o cinco ocasiones, aunque no siempre sucedía, el fraile le había pasado por el tornillo de confesión “la caja de tabaco” y le apretó la mano mientras le decía que la quería mucho y que si no fuera por ella no iría a confesar. Sabía la monja (o quien estuviera animándola) lo que era la solicitación y por eso, seguramente para no cargar las tintas, dejó claro que estas cosas ocurrían inmediatamente antes o después de la confesión pero nunca durante la misma.

        Si en el caso anterior parece claro el acoso por parte de fray Martín, ahora no sería tan evidente, porque sor Catalina en cierta ocasión le hizo “un agasajo” (un regalo) al fraile que incluía un corazón de alcorza (un dulce recubierto de crema azucarada, como un rosquillo). Cuando vio aquello el fraile le replicó “que él no quería aquel corazón sino el de la declarante”. No es de extrañar que la cosa fuera subiendo de tono y que el fraile llegara a pedirle que “le mostrase sus pechos” (dijo ella que se negó). La monja añadió que, aunque sabía que era malo, no lo había denunciado antes porque no “se le ofrecía ser delatora”, pero que, habiendo cambiado de confesor, este le dijo que era su obligación hacerlo.

        Remitidos los autos a Córdoba fueron estudiados por el fiscal del Santo Tribunal. Según su informe, la denuncia de sor Catalina se hizo mediante una carta que escribió y entregó al comisario Zafra el prior del convento de San Juan, fray Francisco Gay, el jefe de fray Martín. A la vista de que fraile y monja habían reconocido los hechos, el fiscal pidió, y así se hizo, que el fraile fuera conducido preso al “convento de su religión de Córdoba” (el convento de su orden, San Pablo). El Santo Tribunal ordenó, octubre de 1748, que se recabase la ratificación de sor Catalina en su declaración, que se mirasen antecedentes (apareció el caso de Rosa que antes hemos visto) y que se preguntase de nuevo a la monja si estas cosas (el regalo qué hizo al reo, la insinuación de este para descubrirse los pechos y la acción de tocarle la mano) habían sucedido durante la confesión, antes o después.

        El comisario Zafra contestó a Córdoba que no podía volver a interrogar a sor Catalina porque había muerto unos meses después de su denuncia, el 30 de octubre de 1747. No hay que interpretar con mentalidad cinematográfica tan repentina defunción, porque la mortalidad por entonces era grande y la enfermedad acechaba de continuo. El caso es que en Córdoba fray Martín reconoció ante el Santo Tribunal que había tenido “varias chanzas con las religiosas en el locutorio y puerta de la Iglesia, procurando siempre guardar el debido respeto al sacramento de la penitencia”. Pero va a ser inevitable que pensemos en el guion de una película, porque añadió que estaba convencido de que sus problemas venían de otra monja, la veterana sor Antonia Serrano.[7]

        El fraile declaró al Santo Tribunal que con sor Antonia había tenido en el locutorio del convento “chanzas y palabras deshonestas”. La relación entre ambos la había roto fray Martín (según él), que “tuvo motivos para dejarla”, y que no dudaba que era la auténtica denunciante, “sentida” por el abandono. La mano en la sombra de este enredo era, según el fraile, el prior de su convento, “su enemigo” fray Francisco Gay, lo que le habían advertido otros frailes antes de su salida para Córdoba. Cuando el comisario Zafra interrogó a sor Antonia, “nada contestó”. En el expediente no hay mención a la sentencia y nos quedamos sin saber cómo acabó la cosa. Seguramente fray Martín pasó sus días apartado de Quesada, en el convento de San Pablo de Córdoba, de bastante más lustre que el quesadeño de San Juan Evangelista.

        El día primero de septiembre del año de 1757 don Juan Francisco Esmenota y Vargas, notario del Santo Oficio y dignidad de arcipreste de las parroquias de Cazorla, La Iruela y Quesada, escapaba a caballo de esta última villa acosado por un grupo de clérigos y vecinos que querían prenderlo. Consiguió llegar a salvo a Baeza, pero hasta que pasó Toya no se sintió seguro. Don Juan era natural de Baeza, clérigo de menores y notario del Santo Oficio. No tengo información de cuándo fue nombrado arcipreste, pero ya lo era en 1752 cuando todavía vivía en Baeza. Por entonces la prebenda arciprestal le rentaba anualmente 500 ducados (unos 5.500 reales). En este año de 1757 del que hablamos ya tenía su casa y habitación en Quesada. El arciprestazgo no le daba autoridad efectiva sobre las parroquias, que dependían del vicario del muy poderoso arzobispo de Toledo, sino solo la distinción, el honor y sobre todo los ingresos. El arcipreste era en realidad un cuerpo extraño, un intruso, en el mundo clerical de la vicaría. No hay datos de la razón de su cambio de residencia a Quesada, pero alguna relación debía tener con el pueblo porque era dueño también de una pequeña huerta de una fanega en el Real, que tenía arrendada a Diego Fernández, alias el Jaque, uno de esos “peujareros” que arrendando tierras ajenas llegó a ser importante labrador.[8]

        La huida de Esmenota tenía su origen en lo sucedido a principios de aquel verano. Resulta que tenía que salir de viaje y su caballo necesitaba que le arreglasen los herrajes. El criado Antonio Cózar, natural de Baeza, de 18 años, llevó al animal a su herrador de costumbre pero no lo encontró. Ante la precisión, decidió acudir a Pedro Candial, herrador y albéitar que remanecía de Belerda y vivía en la calle Nueva. Candial reconoció las patas del animal y dictaminó que le faltaban clavos en las herraduras y que ponerlos valdría unos 4 reales. Le preguntó al criado si llevaba el dinero y este le contestó que no, que no sabiendo cuánto costaría no lo había echado. El herrador le dijo que se llevara el caballo y que volviese con el dinero. A esto respondió el criado que su amo era persona “abonada” e importante y que estaba de sobra la desconfianza. Pero Candial lo paró en seco diciéndole que él “al rey (solo) lo conocía por la moneda”, cuánto menos a su amo. Antonio regresó a por los cuatro reales, se herró el caballo y Esmenota pudo hacer el viaje.

        Don Juan quedó muy corrido con el desaire de Candial. Un simple herrador (aunque no pobre, pues tenía unas utilidades anuales de 1.750 reales) no le fiaba al arcipreste de la comarca y notario del Santo Oficio. Esmenota fue a casa de Candial, tuvieron desazón (discutieron) y acabó la cosa cuando el herrero le propinó al arcipreste un fuerte golpe con un palo en uno de los brazos. Fueron testigos numerosos vecinos que transitaban por la calle Nueva y sobre todo Juana de Atencia, mujer ya mayor y soltera, que vivía con su sobrina en una casa inmediata a la del escándalo. El percance causó sensación y muy asegurado debió sentirse Candial por gente poderosa para atreverse a tal afrenta. Y por otro lado, mucha de su antigua autoridad, nacida del miedo, había perdido la Inquisición para que esto pudiera pasar y se lo permitiese un herrador de pueblo.

        Esmenota no recurrió a la justicia ordinaria. Como aforado del Santo Oficio, denunció directamente a la Inquisición de Córdoba. El Santo Tribunal envió a D. Nicolás de Tauste, comisario de la Inquisición en Baeza (ya no lo había en Quesada), a que hiciese la información correspondiente. Tauste interrogó a los testigos, que solo recordaban la discusión pero que no vieron, decían, el golpe que recibió el arcipreste. Pero el golpe existió y así lo testimoniaron el médico don Joseph Tortosa (joven de 29 años recién llegado a Quesada) y el barbero sangrador Rodrigo Muñoz (que vivía en la calle San Juan y era también mayordomo administrador de las monjas). Tortosa dijo que, visto el brazo izquierdo, “reconoció por su oficio que había señales de compresión extrema”.

        Simultáneamente a esta de la Inquisición se abrieron otras dos investigaciones. Una de la justicia real que paró en la Chancillería de Granada. Otra de la justicia eclesiástica ordinaria, instada por el vicario de Cazorla don Antonio Macarulla. Cuando Tauste supo por Esmenota de estas otras diligencias, inmediatamente intentó que le fuesen entregadas y que ambas jurisdicciones se inhibiesen en favor del Santo Oficio, por afectar a persona aforada. Macarulla se negó porque alegaba que no tenía noticia ni documento de que Esmenota fuese ministro de Inquisición. Hubo cruce de exigencias y amenazas entre ambas partes, pero fue el vicario quien tomó la iniciativa excomulgando al arcipreste. Al día siguiente de la huida que hemos visto, el sacristán y fiscal de vara (alguacil eclesiástico) Agustín Ramírez acudió a casa de Esmenota y le comunicó a la criada Lorenza Mauricia que su amo estaba excomulgado y que se lo hiciese saber. En la misa mayor de los tres días festivos siguientes el cura párroco, don Lucas Martín del Águila, “hizo saber al pueblo en voz alta que el arcipreste estaba excomulgado”.

        Este don Lucas fue un poderoso personaje de la segunda mitad del siglo XVIII quesadeño. Tenía dependientes a los tenientes de cura de las tres parroquias de Quesada (la mayor, Santa María y Tíscar), a los tenientes de cura de Pozo Alcón e Hinojares, a los demás clérigos y a sacristanes, sochantre, ministriles y ministros. Vivía con dos sobrinas y dos criados que trabajaban en las propiedades del priorato (que le rentaban anualmente, excluidas cargas y gastos, más de 7.000 reales). Un tipo poderoso y acostumbrado a ser la máxima autoridad religiosa del pueblo. La presencia del arcipreste Esmenota, teóricamente su superior, no debía hacerle gracia ninguna. Don Lucas fue sin duda el poderoso protector del herrador Candial. Detrás de don Lucas estaba el vicario y toda la estructura eclesiástica y, de grado o por temor a enfrentarse con él, buena parte de los vecinos.

        Con todo esto no es de extrañar que, tras agredir al arcipreste, el herrador no se amilanara y sonrojase a Esmenota “con risas y descortesías”. Y es que, según el comisario Tauste, eran estas “gentes indómitas” que “desprecian la jurisdicción del Santo Oficio”, pues sabiendo de su investigación sumaria, “tienen por burla el decirse unos a otros el prior y clérigos de Quesada, cómplices: ¿Cuándo vamos a Córdoba? ¿Cuántos sambenitos ha de haber?” Además de excomulgarlo, el vicario quiso encarcelar a Esmenota, a lo que se aprestó don Lucas “con los demás que iban en su compañía” y “le corrieron con tanto escándalo haciéndole que fuese precipitadamente a caballo, dando voces a cuantos encontraban para que lo atajasen”. Es la razón de la huida que antes vimos.

        Poco tiene que ver esta historia con aquellas de principios de siglo, cuando las procesiones encabezadas por el estandarte del Santo Oficio inspiraban, más que respeto, temor. El Santo Tribunal de Córdoba requirió, por medio de la Inquisición de Granada, a la Chancillería que se inhibiese. Volvió a enviar comisarios al vicario, no ya solo para que se inhibiese, sino para que levantase la excomunión al arcipreste. Pero, como en los casos anteriores, el informe del fiscal solo cuenta el proceso, pero nada dice sobre como acabó el asunto. Seguramente en nada porque ni la Inquisición, ni la Chancillería, ni el vicario de Su Eminencia el arzobispo de Toledo podrían salir como perdedores.

El término de Quesada en 1752. Archivo Municipal



        Muy pocos años después, en 1761, el convento de Dominicas de Nuestra Señora de los Remedios volvió a requerir la intervención de la Inquisición.[9] Lamentablemente en esta ocasión el informe del fiscal es muy poco detallado y está incompleto. Se trata de un asunto de hechicería y blasfemias en el que todas las intervinientes, denunciantes y denunciadas, son monjas del convento. El 30 de octubre sor Ramona María de Majavacas y Quevedo, de 23 años, monja de velo negro del convento, escribió una carta a la Inquisición de Córdoba denunciando que había dos monjas que curaban el mal de ojo y que, como le parecía una cosa mala, lo contó a su confesor que le mandó denunciar. El Santo Oficio remitió la carta al cura de Quesada, el ya conocido don Lucas Martín del Águila, comisionándolo para que abriese una instrucción e interrogase a los testigos “con todo recado y secreto”. Habla mucho del declive de la Inquisición que ya no hubiese en Quesada comisario ni familiar del Santo Oficio que pudiese ejecutar la diligencia. Y no solo eso, que ya había ocurrido otras veces, que se lo encargaran al cura propio, a la jurisdicción eclesiástica ordinaria con la que tantas disputas de competencia habían tenido.

        Don Lucas interrogó a la denunciante, quien, aunque había hablado de dos monjas, se refirió especialmente a sor Juliana Serrano de San Andrés porque la otra, sor María de Santa Ana, era monja de velo blanco (de menor rango y condición social) y sería poco más que su cómplice. Dijo la delatora que sor Juliana le había hecho curaciones a su hermana, doña Rosalía Majavacas y a doña Francisca Rivas, otra vecina, que acudían para el efecto al convento. Las curaciones consistían en hacerle sobre la cabeza, puesta sobre el pecho de la monja, muchas cruces “con el dedo gordo de ambas manos”. Al mismo tiempo, todo esto lo vio la declarante, la monja “meneaba mucho los labios”, no sabiendo si decía alguna oración. Añadió que teniendo ella como unos 13 años oyó decir a su hermana que de cuando en cuando acudía a alguna hechicera.

        Poco más recoge el informe fiscal, que se interrumpe nada más indicar el nombre de la siguiente testigo: “Doña Ana de Urrutia, natural de Vera, de 29 años y velo negro”.[10] También se menciona en este informe una causa por “blasfemias hereticales” contra sor Felipa de Lara y San Vicente, “natural de dicha villa, de 60 años, de velo negro en el citado convento”, pero no se dice nada más. Por estas fechas la orden dominica renunció al convento, que pasó a la jurisdicción eclesiástica ordinaria. Renunció seguramente por ser convento de poco pelo y encima con monjas “problemáticas” y mal avenidas.

        Y para terminar, una historia que se inicia cuarenta años antes, cuando los autos de fe de los que se habló al principio. Como vimos, en 1724 Josefa Enríquez fue reconciliada por la Inquisición de Córdoba y condenada por judaizante a confiscación de bienes y cárcel irremisible. Al año siguiente la Inquisición sacó a subasta uno de esos bienes, un cortijo en Lacra valorado en 36.000 rr. (no era pobre Josefa). Se quedó con él don Juan Cano de Padilla, presbítero, rico propietario y familiar del Santo Oficio (todo quedó en casa), que pagó 21.706 reales con 16 maravedíes, una vez descontados los censos que la finca tenía como carga. Pasaron los años y murió don Juan. Quedó como heredero su hermano, don Francisco Cano de Padilla, clérigo de menores que vivía en la calle de la Patona (la casa del escudo), en compañía de tres sobrinos menores de edad y dos criadas. Era un gran propietario, con unos ingresos anuales calculados en 30.000 reales. A su servicio 17 mozos que trabajaban las tierras y cuidaban el numeroso ganado que poseía. Era uno de los más ricos del pueblo.

        Era su vecino en Lacra don Pedro Jiménez Serrano, también muy rico y sobre todo miembro de una de las familias políticamente más principales del pueblo. En el contexto de la disputa que tuvieron ambos están las históricas luchas de bandos y facciones entre los las familias dirigentes del pueblo, que se iniciaron en el mismo momento de la “independencia” de Úbeda, en 1564. Es una larga historia que no puedo resumir aquí, pero que produjo durante 250 años unos enfrentamientos sorprendentemente enconados. Baste decir que el año anterior a lo que vamos a contar, en 1766, hubo en Quesada un sonado motín popular ocasionado por la carestía del pan y que obligó a intervenir al Consejo de Castilla. Pero en realidad el motín había estado inducido y protegido por uno de los alcaldes ordinarios, el muy rico y poderoso don Atanasio de Alcalá, rival de los Serrano, a los que quería perjudicar.

        Las diferencias que hubo entre don Pedro Serrano y don Francisco Cano tenían su causa inmediata en el reparto del agua de riego para sus respectivos cortijos de Lacra, pues Serrano se había apropiado de la de Cano. Pero no era esta una simple disputa entre vecinos. Como el cortijo en cuestión procedía de una subasta de la Inquisición, Cano decidió reclamar al Santo Tribunal de Córdoba, 22 de junio de 1767, para que “se le restituyese del despojo, (y) se le pusiese en posesión” de sus derechos. Pedía además que “se inhibiesen las justicias de la villa de Quesada del conocimiento de semejante instancia”. Y es que Serrano era uno de los dos alcaldes ordinarios, que tenían facultades judiciales y actuaban de jueces, por lo cual, abierta causa en el juzgado local se falló, lógicamente, a su favor. Los autos se remitieron a la Chancillería de Granada para que los concluyese.[11] Como en ocasiones anteriores, al problema de fondo se superpuso la pugna de competencias entre jurisdicciones.

        La inquisición de Córdoba nombró esta vez comisario a don Juan Antonio Martínez Santos, veterano teniente de beneficiado de la parroquia, el cual ordenó que Serrano devolviese las horas de riego y pagase las costas. Serrano se negó a obedecer argumentando que la causa ya estaba en manos de la Chancillería. La cosa se fue complicando y el inquisidor de más edad escribió al presidente de la Chancillería para que se inhibiese, lo que no hizo. También ordenó encarcelar a Serrano y embargarle bienes para pagar las costas. Serrano respondió, mostrando a las claras que la Inquisición ya no era lo que fue, “que no había facultades (en el comisario de la Inquisición) para ponerlo preso y por tanto que no obedecía el contenido de su providencia”. Imagino que para no hacer más el ridículo, se retiró la orden de prisión. Como en casos anteriores, el expediente está incompleto y el desenlace no se conoce, aunque seguramente se irían ambos a la tumba sin ponerse de acuerdo.

        Efectivamente, el Santo Oficio ya no era lo que fue y esta es la última actuación suya de la que tengo conocimiento en Quesada. Hay alguna noticia sobre la existencia de notario de la Inquisición en 1791 y poco más. Sin embargo, y como siempre ocurre, terminando de escribir este artículo han aparecido nuevos papeles, nada menos que del siglo XIX, en tiempos posteriores a la abolición del Santo Oficio casi en paralelo por José Bonaparte y las Cortes de Cádiz. Restaurado el Santo Oficio por Fernando VII, en 1817 el tribunal de Córdoba abrió causa por “proposiciones” (contrarias a la doctrina) contra el capitán retirado Pedro Uribe.[12] Aunque era de Villacarrillo, estaba avecindado en Quesada en 1815, pues se había casado con una Bustos, conocida familia con propiedades junto al río Guadiana Menor. Su hermano Juan fue uno de los guerrilleros más famosos de la provincia, actuando a menudo conjuntamente con la partida del quesadeño Jerónimo Moreno. Pero él, además de supuesto hereje, parece que fue también un poco afrancesado, o al menos de conducta un tanto equívoca, por lo que fue procesado.[13] En Quesada debía estar apartado, recogido por su familia política. Veremos lo que da de sí esta nueva historia que mezcla cuestiones patrióticas, religiosas y también de feroz política local, cuando consiga leer su expediente cordobés.

        NOTAS


[1]Este corregidor, natural de Salamanca, escribió una obra titulada “Compendio Militar”, que imprimió en Quesada hacia 1707 y de la que hay edición digital facsímil en la Biblioteca Virtual de Andalucía. En la Revista de Ferias de 1974 le dedicó un artículo Antonio Navarrete: “Un libro impreso en Quesada a principios del siglo XVIII”.

[2] La compañía estaba descabezada y sin jefe porque su capitán, don Cristóbal de Poyatos Lara, había quedado inútil por una alferecía. El alférez que le hubiera sustituido, que era don Leonardo, hermano del capitán, había muerto en la guerra. Mientras se nombró un nuevo capitán la compañía estuvo sin mando. Memorial reproducido en el Libro de Acuerdos de 1706.

[3] La puerta de San Ildefonso es la actual puerta principal, siéndolo entonces la que daba a la Lonja, que está oculta en la pared junto a la puerta que hoy día da a esa plaza según se ve en la foto de Carriazo de los años veinte.

[4] AHN INQUISICIÓN, 1849, Exp. 3

[5]Proceden de los pasquines impresos en la época con resúmenes de los autos de fe y que he consultado en la Biblioteca Sefarad. También en la obra publicada en 1836 por Gaspar Matute Luquín “Colección de los autos generales i particulares de Fe, celebrados por el Tribunal de la inquisición de Córdoba” BNE, Biblioteca Digital Hispánica.

[6] AHN INQUISICION, 1987, Exp 43.

[7] Será casualidad, pero en 1752 firmó su declaración para el catastro de Ensenada su representante legal, el procurador Juan Antonio de Lara Troyano, quizás pariente del fraile, que vivía en la calle de San Juan, en una casa contigua a la que poseía Dª Antonia Serrano y que fue su dote para el ingreso en el convento.

[8] Aunque en los documentos de Quesada se escribe siempre “peujarero”, la palabra correcta es pegujalero, pequeño o mediano agricultor que labra directamente tierras propias o arrendadas. La diferencia con labrador es de cantidad, pues estos cultivaban grandes fincas.

[9] AHN INQUISICION, 3734,Exp.9. Este caso ya fue publicado en la Revista de Ferias de 1989 por Juan Blázquez Miguel.

[10] Hija del escribano de Quesada Francisco de Urrutia.

[11] Existe el expediente en Archivo de la Real Chancillería de Granada C10541-3.

[12] AHN INQUISICION,3730,Exp.63

[13] AHN CONSEJOS,L.1408,Exp.86

lunes, 31 de julio de 2023

Los CONVENTOS de QUESADA y el callejón que los separaba

 

                Los conventos de Quesada en 1736
                            1 Claustro
                            2 Torre del Reloj
                            3 Campanario
                            4 Iglesia de San Juan Evangelista
                            5 Refectorio, cocina, sacristía
                            6 Callejón que dividía los conventos
                            7 Convento de monjas de Nª Sª de los Remedios
                            8 Iglesia de Santa Catalina


Hubo en Quesada dos conventos, uno de frailes y otro de monjas, ambos de la Orden de Predicadores, es decir, dominicos. Del convento de frailes, titulado de San Juan Evangelista, ha quedado memoria incluso fotográfica, pues no fue derribado hasta finales de los años cuarenta del pasado siglo. Del convento de dominicas de Nuestra Señora de los Remedios, desaparecido mucho antes, apenas queda más recuerdo que la calle conocida como Callejón de las Monjas. Como ocurre en otros casos del patrimonio urbano perdido, solo es posible reconstruir su ubicación y estructura partiendo de los datos aportados por los documentos que se refieren a ellos para después, en una especie de arqueología de callejero, situarlos en el actual plano del pueblo.

1.- Los dos conventos de Quesada

El convento de San Juan se fundó, según Nicolás Navidad que ha estudiado el tema, por el capitán Juan Negrillo en 1542. El capitán Negrillo participó activamente en las campañas militares del norte de África tras la conquista de Granada, destacando en la campaña de Bugía y en el Peñón de Argel.[1] Según el mismo autor es probable que el convento de las monjas también fuera fundado por el mismo capitán en torno a esos años. Los dos conventos se instalaron extramuros, en la entonces zona de expansión que creció tras el final de la guerra de Granada y el cese de los peligros militares. La ubicación del de los frailes se correspondía con la actual plaza de la Coronación, y en la manzana entre esta y el Callejón de las Monjas el de las dominicas. La presencia de los dominicos tuvo sin duda un impacto grande en el pueblo y su prior gran relieve en la vida política local. Ya a los pocos años de su fundación, durante la sublevación morisca de 1568-1571, fray Luis de Prados, superior del convento, fue comisionado ante las autoridades políticas y militares para defender distintas peticiones del Ayuntamiento relacionadas con aquella guerra.[2]

En 1752 el convento estaba compuesto, según su prior fray Miguel de Atencia, por ocho frailes sacerdotes y cuatro legos. A su servicio tenían dos fámulos, un mozo para el campo y un pastor. Se mantenía el convento del fruto de sus tierras, en su mayoría arrendadas y repartidas por casi todo el término. Las rentas anuales ascendían a algo más de 25.000 reales. En estas rentas estaban incluidos los réditos de censos a su favor (préstamos) y limosnas de memorias (cargas que los finados dejaban sobre alguna de sus propiedades para que los herederos destinasen una cantidad a misas y sufragios). Estos 25.000 reales permitían a los frailes una existencia acomodada, sobre todo porque estaban exentos de tributos y contribuciones. Pero tampoco era una cantidad exorbitante pues por ejemplo, el tendero y vendedor de aguardiente Francisco Candial, con establecimiento en la calle Nueva, conseguía anualmente 4.000 reales. Por su parte el vecino más rico del pueblo, don Atanasio de Alcalá, se embolsaba más de 50.000 rr.[3]

No era un convento especialmente rico, en nada comparable a los grandes conventos de Úbeda o Baeza. Tanto es así que cuando en 1810 debieron ceder, como todos los vecinos, la mitad de los objetos de plata que poseían para financiar la guerra contra Napoleón, entregaron “un copón mediano y otro más chico, como una taza, dos cálices con sus patenas y cucharas y una lámpara con las cenas falsas”.[4] Aunque seguramente escondieron parte del inventario, como todos los vecinos, no parece gran cosa. Seguramente a causa de esa cierta precariedad, cuando en 1835 de decretó la supresión de los conventos que tuviesen menos doce frailes profesos, el de San Juan Bautista de Quesada fue uno de los afectados. Los frailes se trasladaron a otros conventos de la orden y sus propiedades pasaron a formar parte de los Bienes Nacionales para amortizar deuda pública. Quedó vacío y sin uso el gran caserón, aunque su iglesia continuó abierta pero dependiendo como ayuda de la parroquia.[5] Muy poco después, mientras las partidas carlistas de Don Basilio y Tallada acosaban el pueblo, en 1838, la Junta de enajenación de conventos cedió al Ayuntamiento el piso alto del claustro para la instalación de las escuelas públicas. En 1843 se autorizó a que en las partes bajas de dicho claustro se instalasen las paneras (silos de cereal) del Pósito.

En este conjunto de edificaciones que formaban el antiguo convento había dos elementos singulares: la torre de la esquina suroeste del claustro y un salón en la planta baja del claustro, dando a la Cuesta de San Juan, que tuvo diferentes usos. La torre, que hoy estaría casi sobre la carretera, frente a la Explanada, era conocida como Torre del Reloj pues en ella se instaló el reloj público hacia mediados de siglo. Este reloj era el único medio que tenía los vecinos que no poseyesen uno propio de saber la hora en la que vivían. En el extremo de la torre se hizo una pequeña terraza con un templete, en el que se puso una campana que marcara las horas. El reloj público estuvo en la torre hasta que fue demolida en 1949, trasladándose entonces a la fachada del Ayuntamiento.

El pequeño salón de la parte baja del claustro tuvo distintos usos. En un principio fue destinado a local municipal para reuniones. Allí se celebró la asamblea de vecinos convocada en 1869 para debatir y proponer alternativas al sistema tradicional de leva de soldados conocido como la "Contribución de Sangre".[6] Durante la I República se cedió al maestro don Antonio Redondo para que instalase en él un colegio de segunda enseñanza, proyecto fallido tras el cual el salón comenzó a usarse como teatro. En 1900 se arrendó a la Sociedad Lírico-dramática La Lira, de la que pocas noticias quedan, y en 1909 salió a subasta, quedando en manos de Manuel Marín, que lo usó como local de espectáculos. En él se proyectaron las primeras películas en Quesada. Mantuvo este uso hasta que a principios de los años 20 se inauguró el cine-teatro Chueca, en el actual número 12 de la Plaza. Tras perder esta utilidad, en 1922 fue cedido a la empresa de transporte que realizaba el servicio con la estación de Los Propios, de Manuel Marín, que lo utilizó como garaje. En 1928 el Ayuntamiento le exigió que desalojara el local, lo que no se llevó a cabo hasta 1931 por el primer ayuntamiento republicano. Se adecentó y fue usado desde entonces como lo que llamaríamos hoy local de usos múltiples, es decir, para cualquier necesidad municipal, incluida la de colegio electoral.


Fotografía de Juan de Mata Carriazo hacia 1929-1930
Fondo Carriazo. Universidad de Sevilla


Como antes se dijo, el primer uso del edificio tras la exclaustración de los frailes, fue el de escuelas. Se instalaron tres en las galerías de la primera planta del claustro. Siempre estuvieron en mal estado por estar en un caserón viejo,  bastante insalubre y de complicado y caro mantenimiento. Ya en 1890 el maestro (y pintor) Isidoro Bello denunció su mal estado, especialmente el de la escuela que pegaba a la torre del reloj. En 1894 se clausuraron temporalmente por el estado ruinoso de las escaleras. En varias ocasiones se volvieron a cerrar por constituir, especialmente los retretes, un foco infeccioso. En 1936 el inspector provincial de 1ª Enseñanza amenazó al Ayuntamiento con su cierre por el pésimo estado que presentaban. Estas escuelas estuvieron en uso al menos hasta 1945. Desde las ventanas de la escuela que daban al sur pintó Zabaleta algunas de sus vistas del Jardín. También, en 1928, desde estas ventanas hizo Juan de Mata Carriazo una preciosa foto del Jardín nevado que años después llevó al lienzo Zabaleta.

El mercado de Quesada se montaba históricamente en la Plaza, por no remontarnos tiempos medievales en que se hacía en la Plaza Vieja o de la Lonja. Cuando en 1878 se construyó el jardín, que entonces llamaron paseo, nivelando el suelo y plantando árboles, se planteó el serio problema de que las mercancías se tenían que pregonar y vender por las calles, lo que originaba todo tipo de problemas y molestias. En 1883 se habló de instalar el mercado en la plaza que resultaría del derribo de la iglesia de Madre de Dios de la Soledad y su cementerio anejo (sin uso desde 1855).[7] La idea no cuajó y se puso la vista en el claustro del convento, donde estaban las paneras del Pósito, que ya tenían poco uso porque este hacía cada vez menos préstamos en grano y más operaciones en efectivo. Hubo un primer intento de usar el claustro como mercado en agosto de 1873, y fue a propuesta del concejal Manuel Antonio de Alcalá (hermano de Ángel Alcalá Menezo). Lo impidió la ambigüedad de su propiedad (del Estado o del Ayuntamiento), algo difícil de aclarar en tiempos tan tumultuosos. Pero finalmente fue en el claustro del convento donde se instaló la plaza de abastos y allí se mantuvo hasta los años cuarenta del siglo pasado. Situado en medio del pueblo, la plaza de abastos se constituyó rápidamente en uno de los centros de la vida local. En su recinto se dieron también grandes mítines políticos, como el organizado por la CNT el 11 de noviembre de 1932 y que protagonizó el famoso anarquista Mauro Bajatierra.[8]

Cuando se clausuró el convento la iglesia siguió abierta, usándose como ayuda de parroquia. Tenía una sola nave con pequeñas capillas en sus laterales y con el altar mayor situado aproximadamente sobre el que luego fue primitivo museo Zabaleta. En el pie de la nave, dando con el claustro, había un pequeño campanario. La entrada a la iglesia para los fieles estaba más o menos frente al actual bar Capri. Estuvo en uso hasta finales de los años veinte, cuando se abandonó por amenaza de inminente ruina. Hacia 1930 ya había perdido el techo y estaba reducida a cuatro paredes y al campanario. Se convirtió en una especie de escombrera, solo usada por los zagales para jugar al fútbol con pelotas de trapo. En varias ocasiones los vecinos se quejaron de su estado y exigieron al Ayuntamiento que la saneara.[9] La demolición completa de las ruinas no se produjo hasta 1946.

Sobre el antiguo museo había unas viejas casas muy deterioradas que habían pertenecido al convento y que ahora eran de propiedad municipal. Ya en 1878 se intentaron vender, lo que no se consiguió por la oposición del gobernador. Se instaló allí una de las escuelas de niñas, que se mantuvo hasta bien entrado el siglo XX. El solar de estas casas se intentó aprovechar varias veces para que el Estado construyese nuevas escuelas. Sobre este y sobre el solar de la iglesia se llegó a aprobar un proyecto de grupo escolar y viviendas de maestros, que no llegó a ejecutarse por el estallido de la guerra civil.[10]

En 1949 se derribaron el claustro, las escuelas y la plaza de abastos, con lo cual quedó completamente expedito el espacio en el que se construyó el jardinillo de la Plaza de la Coronación y más tarde el primitivo Museo Zabaleta.


Interior de la iglesia del convento de San Juan. 1925
La foto corresponde a la boda de Tomás Malo Marín y
Carmen Carriazo Arroquia. La hizo seguramente su hermano
Juan de Mata.


Del convento de las monjas dominicas de Nª Sª de los Remedios hay mucha menos información porque desapareció hace más de doscientos años. Como antes se dijo citando a Nicolás Navidad, probablemente se fundó por el capitán Negrillo a mediados del siglo XVI. En 1752 esta comunidad era más numerosa que la de los frailes y estaba compuesta por trece monjas de velo negro y otras siete de velo blanco (asistentes). Contaban con un criado para la cosa del campo y un pastor. Algunas de las monjas pertenecían a las familias de más abolengo del pueblo, como la propia priora sor Leonor Amador, su hermana Mauricia, Dª Isabel Marcela de Bedoya o Dª Ana Serrano. El convento disfrutaba de unas rentas anuales de unos 15.000 reales procedentes de sus tierras y de los intereses de censos a su favor. Pero además, las monjas mantenían capital propio procedente de la dote con la ingresaban. Había mucha diferencia entre unas y otras, pero algunas disfrutaban de un patrimonio bastante holgado, como la propia priora, que disfrutaba una renta de 3.000 reales anuales.[11]

El convento tenía aneja una pequeña iglesia o ermita dedicada a Santa Catalina, Santa Catalina de Siena, mística dominica con gran predicamento en la orden. Estaba situada en la esquina del convento que da a la plazuela que aún hoy lleva su nombre. Tenía esta iglesia una pequeña dotación de bienes para el mantenimiento de su fábrica. En 1752 estos bienes rentaban 450 reales anuales y los administraba D. Bernabé Morata, teniente de cura de la parroquia de Tíscar y su santuario (que no vivía en Tíscar, sino en esa plaza de Santa Catalina).

La situación del convento no debía ser muy boyante ya por estos años y además se habían producido algunos escándalos que obligaron a intervenir a la Inquisición de Córdoba. Entre ellos, la implicación de varias monjas en el proceso por solicitación (proposiciones carnales aprovechando la intimidad de la confesión) que sufrió fray Martín Troyano, confesor de las monjas, que mantuvo chanzas y conductas indecorosas con varias de ellas en el locutorio.[12] También tuvo que intervenir la Inquisición por la denuncia de prácticas supersticiosas y curanderismo de dos de ellas, sor Julia Serrano y sor Felipa de Lara.[13] Por todo esto la orden dominica renunció al convento, que en 1761 pasó a depender de la jurisdicción eclesiástica ordinaria, es decir, el Arzobispado de Toledo por vía del vicario de Cazorla. Poco aguantó el arzobispo a las hermanas y en 1786 consiguió licencia de Carlos III para su clausura definitiva.

Las monjas dominicas fueron trasladadas al convento de religiosas agustinas de Cazorla. Con ellas y para su manutención iban los bienes de la comunidad, tierras, casas y censos. Esto dio origen a un largo pleito sobre su propiedad entre el Ayuntamiento de Quesada y las agustinas de Cazorla, una vez que a principios del siglo XIX habían muerto todas las monjas procedentes del convento de dominicas. Fue un pleito largo y complicado, directamente afectado por las vicisitudes del momento: invasión francesa, Constitución de Cádiz, vuelta del absolutismo… Explicado aquí alargaría demasiado la narración y merece la pena dedicarle más tiempo en mejor ocasión.

2.- El expediente y pleito por el callejón de los conventos

Como ya se ha dicho, el convento de frailes ocupaba el espacio de la actual Plaza de la Coronación y museo viejo. Entre ambos había un pequeño callejón muy estrecho, de unos dos metros (poco más de dos varas), al que daban las tapias del convento de monjas y las ventanas de las dependencias de los frailes. Era un paso inmundo y solitario, apropiado para toda clase de excesos y torpezas, entre las que no eran menores las escatológicas que podemos imaginar. Esta situación originaba a los frailes grandes inconvenientes. No así a las monjas, pues su convento solo daba al callejón por tapias sin puertas ni ventanas. Las iniciativas que tomaron los dominicos dejaron un abundante testimonio escrito que sirve, además de para conocer su historia, para aclarar la disposición de los conventos sobre el espacio urbano. Este callejón del que hablamos se corresponde con el lateral izquierdo de la plaza de la Coronación.

En el cabildo del día 5 de enero de 1736 se tuvo conocimiento de un memorial presentado por el prior del convento de San Juan al Ayuntamiento. Solicitaban los frailes que se les cediese “la calle sucia que media y divide el convento suplicante del de sus religiosas”. Alegaban en su favor que lo excusado y estrecho del callejón, donde no había vecindario, facilitaba la comisión de torpezas y era “fermento de algunos escándalos” que atentaban contra el Bien Cristiano.  Atentaba también contra el “bien político”, pues estando tan próximo a la Plaza se había convertido en un depósito de inmundicias. Las ventanas de la sacristía, refectorio y cocina daban a este callejón y cuando se abrían se introducía un “intolerable hedor”. Para solucionar el problema pidieron que se les cediese el callejón para poder tapiar sus extremos e impedir el acceso y paso por el mismo. Eran estos extremos por un lado la cuesta de San Juan y por el otro la esquina de la iglesia de las monjas, Santa Catalina. No se perjudicaría con ello el bien público, pues a causa de sus lamentables características no se utilizaba para el tránsito común. Añadían los frailes que, si se les concedía este cierre, les fuese permitido coger piedras de la muralla para construir las tapias.

El Ayuntamiento, presidido por el entonces corregidor don Miguel Jacinto de Rueda, acogió como ciertos los argumentos de los frailes, pues el callejón “no es de uso a la república por lo trasmano y excusado del comercio y antes sí solo sirve de perjuicio para la salud pública”. Se acordó ceder a perpetuidad su propiedad al convento de San Juan para que lo cerrase y tapiase. Se conseguiría además de esta suerte que “quede la calle y plazuela de Santa Catalina en perfección cuadrada para la hermosura y aseo de la república y que de esta suerte se eviten los inconvenientes que quedan expuestos de inmundicias en el centro de la república y ofensas de Dios”.[14] Respecto a las piedras de la muralla, se les dio permiso para usar “la piedra que se haya rodada de la muralla en las cuestas, sin que en ningún caso se use ni toque a la piedra sita en las murallas que se hallan en pie”.

Como antes se dijo, la orden dominica renunció al convento de las monjas, que quedó en manos del Arzobispado de Toledo. Para obtener alguna utilidad de él, pensando ya en derribarlo y construir casas para alquilar, el arzobispo ordenó al vicario, marzo de 1762, que procediese inmediatamente a la apertura del callejón. Los frailes comprendieron lo que se les venía encima. Un convento de pueblo poco podía hacer frente al inmenso poder de la Sede Primada. La solución estaba en involucrar al Ayuntamiento, que estaba sujeto a la jurisdicción real y no a la eclesiástica.

El 23 de enero de 1763 se presentó en el cabildo el muy reverendo padre fray Ángel de Lucena, prior del convento de San Juan Evangelista. Informó el prior de la intención del vicario del arzobispo de abrir el callejón. Dijo fray Ángel que esta decisión no correspondía a la jurisdicción eclesiástica sino a la Real Justicia, que administraba en nombre de S.M. el Ayuntamiento. Por eso y para evitar la intromisión del vicario del arzobispo propuso devolver al pueblo la propiedad del callejón que le había sido cedida en 1736. De esta manera volvería a ser una vía pública y su apertura o cierre de competencia exclusiva del Ayuntamiento. El cabildo aceptó sin reservas el ofrecimiento y así se aprobó. Pocos años después, en 1779, se reforzaron las tapias que cerraban el callejón por ambos extremos y se escribió en ellas la siguiente frase: “este callejón se ha tapado por providencia de buen gobierno año de 1779”.

En 1786 se clausuró definitivamente el convento de Nª Sª de los Remedios y sus monjas fueron trasladadas al de las agustinas de Cazorla. De inmediato las agustinas por mano de Luis Rodríguez, su representante en Quesada, procedieron a la demolición del convento, construyendo en su lugar “casas proporcionadas y habitables” a fin de obtener una renta con su alquiler. Tres de las nuevas casas tenían sus puertas dando al callejón y mientras este no se abriese no se podrían habitar. Por eso, el 27 de junio de 1787, se presentó por el representante de las agustinas de Cazorla un escrito al Ayuntamiento solicitando la inmediata apertura del callejón. Nada más tener noticia, el convento de San Juan contestó con otro escrito firmado por el entonces prior, fray Pedro de Duero y dos frailes, fray Juan González y fray Francisco Montesinos. En este escrito recordaban las graves causas que originaron el cierre del callejón  y los perjuicios que se seguirían de su reapertura. La sacristía, refectorio cocina y despensa daban al callejón y eran de una sola planta, por lo que no se podían elevar sus ventanas.

Pocos días después, 30 de junio, se reunió el cabildo para tratar este expediente. El Ayuntamiento no podía oponerse a que las agustinas edificaran en suelo propio, pero por otra parte eran conscientes de los perjuicios de la completa apertura del callejón. Por ello adoptaron una solución que coincidía con la propuesta que habían hecho los frailes. De un lado concedió “libertad y permiso para que se haga la apertura del callejón que se expresa por la parte que tiene y da salida a la plazuela de Santa Catalina de esta población para que por el referido sitio tengan comercio los vecinos que hayan de transitar las casas nuevamente construidas”.  De otro acordó que desde la puerta de la tercera y última casa construida por las agustinas, el callejón siguiese cerrado hasta “el extremo que sale a la cuesta de San Juan”, quedando para uso y desahogo de los frailes. De esta manera las agustinas podrían alquilar las casas pero el callejón solo se utilizaría por sus vecinos y no volvería a ser lugar de paso, escándalo y desahogo de vientres y vejigas. Como inmediatamente veremos, esta disposición se mantuvo al menos hasta mediados del siglo XIX.


El callejón tras el acuerdo del Ayuntamiento de 1787


3.- Los conventos sobre el plano del pueblo

Como antes se dijo, en 1949 se derribó la torre del reloj y el claustro del convento, utilizado como plaza de abastos y escuelas. El aspecto de esta zona central del pueblo cambió para siempre siendo, con algunas reformas, el que hoy conocemos. Existen unas cuantas fotografías del edificio que permiten conocer su aspecto exterior. En el Fondo Carriazo de la Universidad de Sevilla se conserva una fotografía hecha desde la Explanada una mañana de ferias. Su fecha debe ser 1930 o algún año inmediato anterior (la bandera de los puestos tiene la banda central doble de ancha que las exteriores, es decir, no es la republicana). En el centro destaca la torre del reloj con una placa en la parte baja con el nombre de la plaza, entonces General Serrano Bedoya. A la izquierda de la fachada que daba a la Cuesta de San Juan se ve un portón por el que se accedía al local que fue teatro. A la derecha de la torre aparece el otro portón por el que se accedía a la plaza de abastos, y encima las ventanas de una de las escuelas. Un poco más a la derecha, el campanario de la iglesia y a continuación la iglesia, que ya está en ruinas. Solo permanece en pie el fondo de la nave, sobre el altar mayor. También se aprecia la puerta de entrada, que daba a la entonces llamada calle de San Juan.

No hay ningún plano del edificio donde aparezca su distribución interior, que hay que deducir de las fotografías, de las cortas alusiones en los documentos y de las pocas noticias transmitidas por las personas que lo conocieron. Sin embargo, y muy curiosamente, sí hay una fotografía aérea. Pertenece a la serie A del llamado Vuelo Americano. A finales de la Segunda Guerra Mundial Estados Unidos, exultante vencedor, se dedicó a cartografiar y fotografiar casi toda Europa, evidentemente con fines de control militar. La fotografía de Quesada es de mediados de 1946, cuando todavía no se había derribado el claustro. La fotografía es analógica y de escasa resolución, pero sirve para ver lo que quedaba del edificio. Se observa con toda claridad el claustro, y se distinguen (mal) la dos torres, la del reloj y la del campanario. Alineado con el lateral derecho de Coronación, el solar de la iglesia en el que aún se distingue el paredón, todavía en pie, que separaba la nave de la iglesia de las dependencias que daban al famoso callejón (sacristía, refectorio cocina), de las que parece no quedar nada, apenas el solar. En el extremo que más tarde ocupó el museo hay otro solar que en su día se correspondería con otras dependencias del convento (corrales, cuadras…). En este solar es donde se construyó una casa que servía de escuela de niñas.


"Vuelo Americano" de 1946 en el que se aprecia el claustro
y los restos de la iglesia del convento


El plano más antiguo de Quesada del que hay conocimiento es el levantado por Coello a mediados del siglo XIX para el apéndice cartográfico del Diccionario Geográfico y Estadístico de Madoz. Su fecha, que no consta en él, es de 1850 aproximadamente. A pesar de lo avanzado que fue Coello para su época, el plano no guarda una fidelidad estricta a las proporciones y dimensiones, aunque resulta bastante aproximado. Sirve desde luego para comprobar la posición de los distintos elementos urbanos. En el plano está dibujada la iglesia del convento y marcada la manzana con el número 2 de las entradas explicativas. Dice literalmente esta: “exconvento de dominicos de San Juan Evangelista, ayuda de parroquia, teatro y escuela pública de niños”. Todavía no hay referencia al mercado que, como se ha visto, se instaló allí en las últimas décadas del siglo.

Si se observa detalladamente el plano, se ve cómo el callejón a que nos venimos refiriendo está cerrado en su extremo de la Cuesta de San Juan. Sin embargo, por la parte de Santa Catalina existe una calle sin salida de escaso recorrido. Se corresponde esta disposición con el acuerdo salomónico que tomó el Ayuntamiento en 1787: abrir una parte del callejón para permitir la entrada a las casas construidas por las agustinas y dejar cerrado el resto para beneficio del convento de dominicos. Esta situación se mantuvo, a juzgar por este plano, al menos hasta mediados del siglo XIX.


Detalle del plano de Coello, hacia 1850.


El siguiente plano conocido de Quesada es el levantado por el Instituto Geográfico y Estadístico en 1896. En él aparece el callejón completamente abierto, con el nombre de Calle de las Escuelas, pues el acceso a estas estaba, desde que se instaló en el claustro la plaza de abastos, en una puerta lateral que daba a esa calle. Ni en este ni en el anterior hay rastro alguno del convento de las monjas, pues ya se ha visto que hace más de doscientos años que se derribó y transformó en viviendas. En un primer momento se edificaron tres casas en el callejón y seguramente también otras más que daban a las calles que rodean la manzana y que en el expediente del pleito no se citan por no estar afectado su acceso por el cierre del callejón. Cuando en 1813 el administrador de Bienes Nacionales hizo inventario de los procedentes de las dominicas relaciona “como unas 20 viviendas en el convento”.


Detalle del plano del Instituto Geográgico, 1896.


El convento de las dominicas ya era cosa antigua y casi olvidada para los quesadeños del siglo XIX. Apenas quedaba el nombre de la plaza de Santa Catalina, que aún permanece. El de los frailes permaneció en pie hasta hace no demasiadas décadas. Su estampa, la de la torre del reloj dominando el espacio de la Plaza, forma parte de los recuerdos de los vecinos y vecinas de más edad. Uno de ellos era mi padre, a quien hace tiempo convencí para que escribiera sus recuerdos a modo de “gimnasia mental”. Se crió en una casa de la entonces calle del Convento o de San Juan y en su infancia jugó entre las ruinas del antiguo convento.

Según recordaba, en el patio porticado, el claustro, estaba la plaza de abastos como ya sabemos. Encima había tres escuelas. La que daba a la Explanada y carretera era la de D. Rafael Torres, en la que él aprendió a leer y escribir. La que daba a la calle de las Escuelas, de D. Hilario Montiel y la tercera, dando al jardín, la de D. Ángel Cobos. La otra galería servía de pasillo. A continuación estaba el campanario de la antigua iglesia, “que se conservaba bastante bien, solo faltaba la puerta de entrada; aunque parece que se tocaran las campanas desde abajo, por no existir ningún resto de escaleras y ser muy estrecha”. A continuación, frente al bar Capri, “la puerta de entrada en forma de arco y con tres escalinatas de piedra que sobresalían algo en la calle”. Esta pared a la calle de San Juan estaba en pie, pero el tejado estaba hundido, “hecho ripios y tierra  en el suelo”. La pared que separaba la iglesia de las dependencias de sacristía, refectorio y cocina (que él confunde con una segunda nave) también estaba en pie y tenía arcos y hornacinas. Entre este paredón y “el callejón de las mierdas” (sic.) quedaba solo un solar, pero recuerda que “había al principio una casa de una planta que la habitaba el Ollero, que hacía churros; supongo que sería, en tiempos, la casa del sacristán o algo así“. No era la casa del sacristán, sino como ya sabemos las dependencias citadas. También recordaba que el final de la nave de la iglesia, la que mira a la sierra, tenía en pie parte de la construcción y que a continuación estaba un solar vacío donde se amontonaban palos, que decían era para postes de la luz y del recién introducido teléfono. 

Añade finalmente una curiosidad deportiva: “Los partidos de fútbol entonces eran en las ruinas de la iglesia del convento, con pelota de trapo y cobro de la entrada a perra gorda; los equipos eran el Andaluz, que capitaneaba Felipe Carrasco, y el Invencible, que capitaneaba yo”. No me he resistido a reproducir el nombre corriente del callejón, de las mierdas, que por entonces se llamaba oficialmente de las Escuelas o calle Numancia. Muestra este nombre popular el auténtico problema que tenían los frailes con aquel espacio. Las torpezas, ofensas y escándalos a los que se referían los priores no debían ser de origen carnal (en el sentido sexual), cosa entonces improbable, sino más bien referentes a alguna pelea y sobre todo a las evacuaciones al amparo de la soledad y estrechez del lugar. De ahí el insoportable hedor cuando abrían las ventanas. Pero hubiera sido inapropiado que los reverendos padres llegaran a estos detalles escatológicos en sus escritos al Ilustre Ayuntamiento. Aunque todos sabían de lo que hablaban.



[1] Nicolás Navidad Jiménez. Juan Negrillo, un capitán quesadeño del siglo XVI. En Revista de Ferias 2022.

[2] Juan de Mata Carriazo Arroquia. La guerra de los moriscos vista desde una plaza fronteriza (Extractos de las actas capitulares de Quesada). En REVISTA DE ESTUDIOS DE LA VIDA LOCAL . AÑO VI mayo-junio. 1947. núm. 33.

[3] Catastro de Ensenada. Volumen 7886 - Memoriales de eclesiásticos. AHP Jaén.

 [4] AHN. DIVERSOS-COLECCIONES,111,N.27

 [5] Gaceta de 29 de abril de 1835

 [6] Pleno municipal de 18 de abril de 1869

 [7] Pleno municipal de 4 de noviembre de 1883

 [8] La Tierra 11 de noviembre de 1932

 [9] Pleno municipal de 20 de julio de 1935

[10] Gaceta de la República de 11 de julio de 1936

 [11] Ensenada, Óp. cit.

 [12] AHN.INQUISICIÓN,3723,Exp.24

[14] Hay que advertir aquí que el uso del término república, en su sentido etimológico de “cosa pública”, era bastante común y no tenía las connotaciones que más tarde le añadió la Revolución Francesa.