martes, 29 de noviembre de 2022

VILLAVIEJA (II) Los personajes y el paisaje.

 


Quesada a principios del siglo XX


    Este artículo es la segunda parte de la introducción a Villavieja (1914), novela de Manuel Ciges Aparicio 

           

    Villavieja es una novela, no es un ensayo ni un estudio histórico. Como ficción literaria fue creada por el autor con libertad completa, sin obligación de ceñirse con exactitud a la realidad. Ciges se inspira en Quesada, de donde extrae paisajes y personajes. Pero sobre esta base, Ciges mezcla, altera y modifica circunstancias, tiempos, hechos y gentes para conseguir una trama narrativa con un ritmo propio. Esta técnica se puede observar en la cronología de los hechos que narra. La acción de Villavieja transcurre en alguno de los años inmediatamente anteriores o posteriores al cambio del siglo XIX al XX. Salvo algún anacronismo, como la fugaz presencia de un automóvil, su lectura es coherente desde un punto de vista temporal. Solo analizando el detalle se descubren diferencias con la realidad. En Villavieja, por ejemplo, son contemporáneos personajes que no lo fueron. Cuando murió Alcalá Menezo (don Luis Obregón) en 1895, los hermanos Uldecoa (Bedoya) eran unos niños que vivían en casa su padre y no pudieron tener la gran enemistad que se explica en la novela.



 6.- Los personajes y la sociedad de Villavieja.

    El carácter novelesco de Villavieja hace que establecer una correspondencia exacta entre los personajes y sus referentes, atribuirles tal cual lo que de ellos dice Ciges en la narración, sea un error. Porque el autor quiso crear personajes tipo que fueran comprensibles para el conjunto de los lectores, no solo para los quesadeños de aquel tiempo. Sin embargo, el poco interés que despertó Villavieja en Quesada lo hizo en razón del chisme, de saber quién es quién, de poner nombre a las anécdotas y, tras hacerlo, regocijarse con ellas. Incluso hoy día parece pervivir ese “espíritu chismoso”. En la reiteradamente citada edición de 1986 a cargo de Cecilio Alonso se incluye en las notas una relación de personajes con su equivalente real, según informaciones que obtuvo de informantes locales y que quizás hoy todavía puedan levantar algún malestar o regocijo según el caso. Pero quien se acerque a Villavieja con malsana curiosidad se llevará un gran disgusto. Entre otras razones porque las personas que sirvieron de modelo a Ciges hace ya muchos años, más de cien, que no pisan los bares del pueblo y hoy están casi completamente olvidadas.

    La intención de Alonso en sus notas fue documentar la novela y es la tarea que se procura continuar en las páginas que siguen. Porque escarbar en los personajes es útil para conocer la vida social quesadeña de principios del siglo XX.


6.1.- Los poderosos.

    La sociedad de Villavieja se organizaba de una manera tradicional y arcaica que permaneció inmutable durante siglos. Por encima de una mayoría que malvivía trabajando el campo, Ciges retrata una clase propietaria ociosa e incapaz de salir de su agujero. Pero por encima de estos dos grupos estaban los auténticamente poderosos, los que podían manejar hilos e influencias en la Corte madrileña y aprovechar en su interés la política autoritaria y corrupta del sistema de la Restauración. En Villavieja estos poderosos están representados por don Dámaso, el viejo cacique, y don Tomás, dueño de La Resinera.

    Don Dámaso Espino es el viejo cacique que, ya retirado de la política, vive apartado en su cortijo, a un paso de Villavieja. En el capítulo VII se resume su historia y antecedentes:

    …treinta y cinco años de oprobioso cacicazgo (…) desde que el alto político de Madrid, ladino y astuto como un zorro, fue por primera vez ministro. Mientras él desempeñaba el cargo de consejero (ministro), don Dámaso Espino regentaba su productivo bufete de abogado. Como es natural, el jefe obtuvo para su pasante el acta de diputado. Durante algunos períodos de oposición, en los comienzos de su carrera política, el nuevo Gobierno destinaba algún candidato afecto a su distrito para que él no arraigase demasiado, pero encasillándole por otro, que Espino ni siquiera se tomaba la pena de visitar, teniendo como suyo propio el originario de Villavieja que le vio nacer; donde estaban sus clientes y colocaba sus ahorros de abogado al doce, al quince y al veinte por ciento; donde empezaba a acumular propiedades, como el cortijo que ahora habitaba, evaluado en cuarenta mil pesetas, y del que tomó posesión por doce mil quinientas cuando el primitivo propietario no le pudo pagar. El distrito le tuvo más adelante como diputado indiscutible y se convirtió para él en una finca más, y no de las menos productivas.

    Estaba protegido por un alto político de la Corte, “ganador” reiterado de las elecciones a diputado del distrito y a veces, para disimular, “encasillado” como diputado cunero en otro distrito con el que no tenía la menor relación. Continúa la descripción del personaje con alguna de sus sonadas actuaciones como diputado, como el de la construcción del ferrocarril, alejado de los pueblos en beneficio de algunos terratenientes:

    Durante la cuestión del ferrocarril, don Dámaso enmudeció en la Cámara, y lejos de estimular la protesta de los pueblos, su consejo pesó como arena húmeda para apagar los incipientes fuegos populares. Díjose —y ni sus amigos lo dudaron en su fuero interno— que él fue uno de los padres de la patria captados por la Compañía y los dos omnipotentes aristócratas, que con la desviación de la línea triplicaron el valor de sus latifundios. Aunque el dicho hubiera sido erróneo, no lo fue que algunos meses más tarde le nombrasen abogado defensor de la Compañía.

    O con su intervención en la subasta del esparto de la Dehesa de Guadiana, propiedad municipal cuyas rentas suponían la mayor fuente de ingresos del municipio:

    También era opinión corriente que, en el arriendo anual de los espartales de Villavieja, don Dámaso compartía el corretaje con el alcalde; es decir, que de las treinta mil pesetas que abonaba el arrendatario de la dehesa, en la Caja municipal solo ingresaban veinte mil, quedando la tercera parte en provecho del cacique y su hechura.

    Y su relación con “la poderosa Sociedad Resinera”, que le subvencionaba con “tres mil duros”, lo que provocaba que como diputado “tampoco intercedió jamás en favor de los leñadores perseguidos por la Compañía o de los miserables rechazados a culatazos y conducidos a la cárcel con los brazos ligados, por querer aprovecharse de las nieves de la sierra”. Es el retrato tipo del cacique de la Restauración, que se adueña de un distrito electoral cuyos intereses nunca defiende, pues antepone los suyos. Incluso retirado de la política y abandonado el poder por su ya anciano protector madrileño…

    …obtuvo del ministro de Fomento que desviase el recto trazado de la carretera que había de unir a Villavieja con la estación de ferrocarril, para que tocase en su propiedad. A un kilómetro de la población, el nuevo camino se quebraba bruscamente, describiendo una gran curva y remontaba a veintiocho los veintidós de recorrido. La gente, pues, solo pudo utilizar ese primer kilómetro de carretera, y abandonándola en seguida, recorrer los restantes por el viejo carril lleno de baches y altibajos o por las sendas que al través de montes y llanadas conducían en línea recta a la estación. Gracias, pues, al cacique la vía férrea se quedó primero a cinco leguas del poblado, y ahora se hacía inservible para la comunidad una dispendiosa carretera que solo a él aprovechaba.

    Cuando Ciges estuvo en Quesada los veranos de 1908 y 1909, estaba en construcción la carretera de la estación y el Ayuntamiento se empeñaba en defender ante las autoridades forestales los derechos de uso tradicionales que disfrutaban los vecinos en los montes públicos. Eran asuntos entonces muy candentes. Como lo era de siempre la subasta del esparto de la Dehesa y el arriendo de sus tierras laborables que, por la importancia de las cantidades barajadas, fue siempre objeto de sospecha para la opinión local. Se ve claramente cómo Ciges construye el personaje de manera que responda al ideal de cacique, completándolo con los asuntos que preocupaban en el momento y de los que él escucharía a menudo hablar en las tertulias de aquellos veranos quesadeños.

    Don Dámaso quita y pone alcaldes, reparte empleos municipales; nada se mueve sin su aprobación. Los vecinos le temen y a la vez le odian. Viudo y viejo, se casa con una criada muchos años más joven. Los villavejanos le organizan una humillante cencerrada que causará la furiosa venganza del cacique. El matrimonio con la sirvienta, Antonia Pérez, es rechazado por la única hija de don Dámaso, Lola Espino, a la que su padre quiere casar con “un pasante de su despacho, antiguo discípulo de Deusto, joven delicado, correcto y tímido, que heredaría su bufete de Madrid, su cacicazgo y su acta de diputado”. Pero se interpone Lorenzo Delmás, “pobre de dinero y de seso, que no se recataba de asegurar que solo se casaría con hembra rica”. Delmás consigue seducir a Lola y se casan contra la voluntad de don Dámaso, lo que origina la completa ruptura entre el viejo y su hija. Tras nacer una hija de ese matrimonio, y gracias al entendimiento entre Delmás y Antonia, llega la reconciliación de Don Dámaso con Lola. Desde ese momento Lorenzo se convierte en el protegido y heredero de don Dámaso, que se apresta a diseñarle una ambiciosa carrera política, empezando por su elección como diputado del distrito.

    Cecilio Alonso en la nota 25 de su edición de 1986 dice:

    El personaje de don Dámaso Espino, el cacique, parece inspirado en la figura real de don Laureano Delgado, que llegó a Magistrado del Tribunal Supremo. Era uno de los más ricos propietarios de Quesada, y casó en segundas nupcias con una criada quinceañera conocida en el pueblo como Carmen la Pulga. Su yerno, Lorenzo Delmás en la novela, correspondería en la realidad a Pedro Villar, abogado simpático y dicharachero, que consiguió casarse con la hija de Delgado (Lola Espino en la novela) contra la voluntad del cacique, contando con la complicidad de parientes y criados unida al amor ciego que le profesaba la pueblerina que hubo de ser depositada antes de la boda (según Salvador Rodríguez-Aguilera, loc. cit.).

    Los paralelismos con Laureano Delgado Alférez son evidentes. Tras su muerte el 26 de octubre de 1916, el número de noviembre de la revista provincial Don Lope de Sosa publicó su necrológica:

    Falleció en Quesada el Excmo. Sr. D. Laureano Delgado y Alférez, eminente jurisconsulto. Fue diputado, senador, Fiscal del Tribunal Supremo, y ejerció otros altos cargos oficiales, teniendo gran renombre en el foro. Vivió muchos años en Madrid, trabajando en el bufete del Sr. Montero Ríos, que hizo honor siempre a los méritos de su amigo y compañero. Había nacido en Quesada y tenía gran cariño a su patria chica; era afable y sencillo en su vida pública y privada. Descanse en paz.

    Delgado, nacido en 1845, estudió Derecho en la Universidad Central de Madrid y fue elegido diputado por el distrito en 1872, durante la última legislatura del reinado de Amadeo I. Pocos días antes de la proclamación de la I República presentó en el Congreso una exposición firmada por los ayuntamientos y vecinos de Quesada, Huesa, Hinojares y Pozo Alcón en la que se pedía la abolición de la esclavitud en Puerto Rico. Fue uno de los tres redactores del reglamento de la Comisión Económica de la Cofradía de la Virgen de Tíscar, aprobado en 1873 durante la I República. Tras la Restauración monárquica repitió como diputado en 1886 y en 1905, en esta ocasión por el distrito de Jaén. Fue protegido de Montero Ríos, a cuyo bufete perteneció, importante político del partido Liberal que llegó a presidente del Consejo en 1905. Es por esta relación con Montero Ríos, por entonces ministro de Gracia y Justicia, por la que en 1893 Laureano Delgado fue senador por la provincia de Pontevedra (con la que solo le unía la naturaleza gallega de su protector). Tuvo como única hija a Lola, casada con Pedro Villar, el que tras su matrimonio inició una larga carrera política en el partido Liberal y más tarde en Unión Republicana. Su cortijo, el Chorradero, al igual que el de don Dámaso, está a corta distancia de Quesada, al alcance de un pequeño paseo. Hasta aquí los paralelismos con el viejo cacique de Villavieja.

    Las diferencias, o los extremos de don Dámaso, que no se pueden acreditar en Delgado, son también importantes. Laureano Delgado, aun siendo un político fundamental en la comarca, no fue el auténtico cacique electoral del distrito, al que durante la Restauración solo representó como diputado en una ocasión. Tampoco parece que tuviera mucha intervención en la modificación del trazado del ferrocarril. El proyecto inicial fracasó por desinterés de los inversores, especialmente de la familia Loring, en 1882, cuando él no era diputado. Fue modificado a finales de la década, cuando sí era diputado, pero el cambio fue más bien fruto de otros intereses (la entonces próspera ciudad de Linares, el puerto de Almería, etc.) más que de los intereses de latifundistas (Los Propios, p. ej., estaba en manos del marqués del Donadío, que lo tenía semiabandonado como dehesa). Tampoco se ve con claridad su intervención en el asunto de la carretera de la estación. Tiene un trazado bastante razonable en el que no se aprecian desviaciones raras. Si resulta poco útil aún hoy día, es por su recorrido absolutamente zigzagueante, abusando de las curvas para evitar al máximo los movimientos de tierras y así reducir costes. Respecto al asunto forestal, a La Resinera de Villavieja, el Ayuntamiento de Quesada fue bastante activo en contra de las sociedades arrendatarias y la pérdida de los derechos de uso por los vecinos. Delgado sí tenía gran influencia política en Quesada, y su parcialidad con “la Sociedad” resultaría contradictoria con las protestas activas de un Ayuntamiento bajo su control.

    El poder que tenía Delgado en Quesada queda de manifiesto en el hecho de que, cuando murió en 1916, lo hizo en su domicilio, calle Laureano Delgado. Este poder lo ejercía también en el ámbito electoral, como era propio de la época. Ya se ha visto que en 1907, siendo él liberal, pactó con los conservadores en contra del candidato de su propio partido. Lo interesante de este trato es que ese candidato de su partido no era otro que Pedro Villar. Ignoro si para entonces ya era su yerno, o si siéndolo fue cierto ese momento inicial de malas relaciones que cuenta Ciges. En cualquier caso, Delgado contribuyó a que perdiera Villar y ganara el conservador Foronda, nuevo cacique del distrito hasta el golpe de estado del general Primo de Rivera en 1923.

    De otros asuntos que Ciges asigna a don Dámaso, como su actividad de usurero, no queda rastro documental que pueda atribuir similar costumbre a Delgado. Respecto a su segundo matrimonio, la única noticia que conozco es la nota de Cecilio Alonso citada anteriormente. En la partida de defunción de Laureano Delgado se indica que “estaba viudo en el acto del fallecimiento de Dª Emilia Pulido”. Al igual que don Dámaso, Delgado tuvo una única hija, en ambos casos de nombre Dolores. En lo que se pueda ajustar Lorenzo Delmás a Pedro Villar, yerno de Laureano, poco puedo decir, pues Villar era natural de Cazorla y no hay rastro documental en Quesada de su familia, antecedentes, posición económica, etc. Pero por otra parte del análisis de Villavieja se aprende que Ciges rara vez da puntada sin hilo; los puntos que no se pueden confirmar deben provenir, con mayor o menor fundamento, de las habladurías de la gente de la época, o incluso de otras biografías, y probablemente fueron añadidos por Ciges a don Dámaso para redondear el personaje.

    En mi opinión, don Dámaso Espino está construido sobre la personalidad de Laureano Delgado, pero no son exactamente el mismo personaje. Para cuando Ciges pasó temporadas en Quesada, Delgado era persona poderosa y su presencia y protagonismo constantes. Ciges escucharía sobre Delgado numerosas historias y anécdotas en sus tertulias quesadeñas, fueran más o menos ajustadas a la realidad. Para construir al viejo cacique tenía a mano y bien cercana la figura de Laureano Delgado, a la que fue vistiendo literariamente con todos los atributos necesarios para hacer de él arquetipo de los caciques de la Restauración. Los líos y cuitas familiares, su segundo matrimonio, la relación con el yerno, etc., que sin duda nacen en buena medida de la voz popular escuchada por Ciges, tienen la función de dar color y vida a la narración. Pero más allá de estas consideraciones, de la mayor o menor cercanía a la realidad, creo que lo importante es la figura de don Dámaso Espino como cacique que hace y deshace a su gusto y capricho en Villavieja y en el distrito: es “el” cacique de la Restauración.


El Vadillo de Tíscar, con puente de madera. Fines siglo XIX-principios XX


    Don Tomás, presidente de La Resinera. El personaje de don Tomás tiene presencia casi constante en Villavieja, pero sin embargo no aparece como tal en la narración. Se alude a él de forma indirecta, por lo que trama y planea y sobre todo por la sociedad que dirige, La Resinera. Ya se ha mencionado la problemática de los montes públicos en la comarca y el despojo de los derechos tradicionales de los vecinos por sociedades concesionarias del Estado. En los tiempos de cambio de siglo en los que se desarrolla Villavieja se producían los últimos intentos de resistencia. Era un tema del momento, presente en tertulias y conversaciones durante los veranos quesadeños de Ciges.

    Casi al inicio de la novela se cuenta cómo don Tomás ha decidido presentarse a las elecciones de diputado del distrito y que está poniendo dinero para captar votos. Es un contrincante formidable para don Luis, el otro candidato, pues cuenta “con las ventajas de un millonario en relaciones con el Estado, árbitro en muchos pueblos y una legión de empleados a sus órdenes” (capítulo VIII). Precisamente a causa de esta rivalidad electoral, don Luis una tarde en el Casino de Villavieja le hace a sus contertulios un resumen de la situación, del poder de La Resinera y de sus abusos con los humildes (capítulo XIV):

    —El caciquismo de sus representantes —decía— es más funesto que el político, así en Argola (Cazorla) como en los demás pueblos vecinos de la sierra. Hasta las autoridades, que en otros sitios suelen gozar un pálido reflejo de autoridad, les están humildemente sumisas, y gozan sin bochorno de sueldos conocidos de todos. Gracias a esa obediencia servil, se veja a los menesterosos, que en los tiempos de escasez suben a las montañas en busca de una poca de nieve o de algunos palos para venderlos o calentar sus hogares. Se les había ofrecido tolerancia al arrendar el Estado la sierra, y se les paga con palizas crueles y llenando de ellos la cárcel de Argola. (…) Y con tanta ayuda del Estado para defender los supuestos derechos de la Resinera, el Estado olvida los suyos. La sierra se está despoblando. Se corta triple cantidad de pinos que los autorizados en el contrato.

    No olvida don Luis denunciar el asunto de las casas forestales, que por aquellos años se estaban multiplicando:

    A expensas de la sierra misma construyen casas y casas: en las cumbres famosas, a lo largo de los límites, en los puntos de perspectivas magníficas. Dicen que son para albergar a la legión de guardas. ¡Ja, ja! Entre ellas hay preciosos hoteles bien amueblados, y creo que ni en dominios reales se vio a guardas ignaros y brutales tan pomposamente alojados. (…) Con la venta clandestina de pinos se construyen esos lindos edificios que en verano acogen al juez, al capitán de la Guardia Civil, a los amigos de la Sociedad... y a los que pudieran ser sus enemigos. Y en verano como en invierno, no es difícil encontrar a las amantes y cocotas que, para distraer sus ocios, traen de Madrid los ingenieros.

    Cuando don Dámaso recupera su interés por la política y piensa en su yerno Delmás como nuevo diputado, su primera precaución es llegar a un acuerdo con don Tomás. Cuando a Delmás le preguntan si no teme a la candidatura del presidente de la Resinera, contesta con sonrisa pícara que todo está arreglado:

    —¿Han visto ustedes que dos lobos se hagan daño? (…) Todo está arreglado. El presidente de la Resinera renuncia a presentarse candidato por aquí. Irá a otro distrito, o le haremos luego senador por la provincia.

    Pero en los planes conjuntos que han ingeniado don Dámaso y don Tomás irrumpe un grave incidente entre leñadores y guardas de la Resinera. Como consecuencia del mismo estalla un amotinamiento violento en los pueblos de la sierra, hartos de sufrir el maltrato de la sociedad. En la conversación anterior del Casino don Luis ya había mencionado anteriores protestas que fueron duramente reprimidas: “Una tentativa de alzamiento contra los ingenieros se apaciguó fusilando a la muchedumbre, procesando a setenta personas y condenando a presidio a seis”. En esta ocasión las cosas no se resuelven tan fácilmente. Los revoltosos asaltan e incendian el cuartel de la Guardia Civil de Peñafuerte. Gobierno y autoridades apoyan a la Resinera y desencadenan una represión brutal que aplasta toda protesta.

    Como es casi norma, Ciges en este asunto tiene al menos un pie cierto en la historia. Del proceso de apropiación por el Estado del aprovechamiento de los montes públicos y la consiguiente exclusión de los tradicionales derechos vecinales fueron principales beneficiarios grandes capitalistas capaces de mover hilos en Madrid. En 1878 consiguió la concesión de la explotación maderera José Rafael Vizcarrondo, vecino de Madrid y perteneciente a una conocida familia puertorriqueña. En 1885 se hizo con la concesión, por cesión del anterior titular, el muy conocido y millonario malagueño Jorge Loring Oyarzabal. Loring fue uno de los protagonistas de la construcción de ferrocarriles en la segunda mitad del siglo XIX. Construyó la línea Córdoba-Málaga, origen de la compañía Ferrocarriles Andaluces. En 1895 renovó la concesión, con derecho a extraer anualmente más de 24 millones de metros cúbicos de madera y los pastos necesarios para el mantenimiento de 8.500 cabezas de ganado (Gaceta de Madrid de 6 de abril de 1895). La familia Loring era muy poderosa. En la comarca lo manifestó disputando con éxito al eterno Gómez Sigura su representación en el Congreso. En la legislatura 1896-98 representó al distrito como diputado Francisco Crooke Loring. No se tiene noticia de que su labor parlamentaria perjudicase los intereses madereros de su tío Jorge. Sobre la explotación maderera hay un dato sorprendente visto desde estos tiempos de sequía y es que la saca de madera se hacía por vía fluvial. Así en 1899, Boletín Oficial de la Provincia de 21 de febrero, se autorizó a don Jorge Loring “para que pueda conducir a flote por el río Guadalquivir, ciento veinte mil piezas de madera procedentes de corta hecha en los montes del Estado”. El punto de embarque fue el rio Guadalentín y el arroyo de Belerda, desde donde alcanzaban el Guadiana Menor, continuando el transporte hasta las cercanías de Mengíbar, donde eran subidos al tren.

    Jorge Loring murió en febrero de 1900 y la concesión pasó a la Unión Resinera Española. Ignoro las circunstancias del traspaso pero ya en 1902, en la Revista ilustrada de Banca, Ferrocarriles, Industria y Seguros, 25 de marzo, se cita entre las recientes concesiones de montes públicos que había obtenido la compañía la explotación de madera en la Sierra de Cazorla por dieciséis años. La Unión Resinera fue una importantísima sociedad con sede en Bilbao dedicada a la extracción de resinas y maderas por todo el país. En Granada, por ejemplo, adquirieron en la Sierra de Tejeda un enorme monte poblado de pino rodeno, el utilizado para resinar, cuya base operativa, en las cercanías de Fornes, sigue conociéndose hoy día como La Resinera.[1] Por estas sierras los pinos aprovechables son los salgareños o laricios, variedades no aptas para resinar, por lo que la explotación se centraba en la tala y saca de troncos. En la Memoria que se presentó a la Junta General de Accionistas de 1908 (publicada en La Ilustración Financiera de octubre de 1908), se dice que la concesión de la sierra se había conseguido por compra en el año 1900 al anterior titular (los herederos de Loring). Según esta Memoria, la compra había sido bastante irregular, razón por la que se cesó al director y se cambió “radicalmente” el consejo de administración. Para que no falte nadie, en 1902, al poco de esta adquisición y cuando según la Memoria se cometían toda clase de irregularidades, era director general de Agricultura y responsable de la Administración de Montes (ya lo había sido en anteriores gobiernos liberales) el eterno diputado del distrito Manuel Gómez Sigura. Sin embargo en Villavieja Ciges atribuye este cargo a don Dámaso Espino, (capítulo VII), acusándolo de que nada hizo por defender a sus representados del distrito. Abunda esto en la idea de que los personajes, aunque compuestos con trozos de realidad de distinto origen, son creaciones literarias.

    Los choques entre Montes y el Ayuntamiento de Quesada a cuenta de deslindes con montes municipales y los abusos de las sociedades concesionarias contra los derechos tradicionales de los vecinos, eran un clásico en las actas municipales hasta bien entrado el siglo XX. Fue también frecuente la detención de vecinos por corta irregular de pinos, carboneo y saca “abusiva” de leñas muertas o rodantes (las caídas de los árboles al suelo). No obstante, no he localizado referencia alguna a revuelta y motín como el que se trata en Villavieja. Ni en Quesada ni en otros pueblos de la comarca. No significa que no se produjeran (es posible que con mejores conocimientos comarcales se pudiera averiguar más), pero sí creo que, si hubieran tenido la gravedad de lo narrado en la novela, alguna repercusión en prensa hubieran tenido. El malestar existía, los abusos con los humildes de una sociedad tan poderosa son imaginables, pero no hay (o no he sabido encontrar) un suceso que se pueda considerar inspirador del motín contra la Resinera. Sin embargo, Ciges no suele inventarse completamente nada.

    Unión Resinera explotaba montes por todo el país, incluidos los de regiones donde los derechos comunales estaban más asentados y tenían más importancia para sus habitantes que en Quesada. En la prensa del año 1900 (revista Madrid Científico, El Imparcial de 13 de julio y otros) se pueden encontrar noticias de una comisión enviada por más de setenta pueblos segovianos para pedirle al director general de Agricultura (se llamaba Gasset, ya no era Gómez Sigura) que “se anulen los contratos celebrados con Unión Resinera Española, por la enorme lesión que causan a los pueblos”. Se quejaban de que la acumulación de secciones de montes en las subastas era causa de “que solo puedan acudir a ellas los grandes capitales”, impidiendo la licitación a los modestos y a los propios ayuntamientos. Ignoro cómo acabó la cosa en este caso, pero quizás da la pista de que Ciges, en uso de su libertad novelística, se inspiró en algún suceso, más o menos violento, originado en otro lugar por las políticas abusivas de la poderosa Resinera.

    Aunque ajeno completamente a la vida de Villavieja y extranjero, hay que incluir entre los personajes poderosos a Monsieur René Leblanc. El personaje se introduce tardíamente en la narración, capítulos XVII y XVIII. Se trata de “un opulento bordelés, dueño de una línea de vapores que hacía la travesía de América y accionista de múltiples empresas francesas”. Leblanc es primo hermano de la esposa francesa de don Leandro Obregón. Una vez jubilado, se decidió a conocer España, a la que adoraba “sin haber pasado jamás de San Sebastián (…) por las lecturas de Mérimée y Gautier”. Reclamado por su pariente don Leandro, visita Villavieja y allí discurre la posibilidad de establecer una fábrica de pasta de papel combinando la posibilidad de obtener electricidad en el Salto del Gigante y de aprovechar el esparto de la Dehesa como materia prima.[2]

    El personaje de M. Leblanc sirve a Ciges, que cuando esto escribía trabajaba en París, para exponer el gran contraste entre los industriales europeos y los inversores locales, abúlicos y educados en el tráfico político de intereses. Así, y refiriéndose al francés, don Leandro explica a sus contertulios:

    Esos extranjeros no son remolones como nosotros, y se dan buena cuenta de nuestras riquezas naturales. Ellos son los que han de venir a nuestra patria para explotar yacimientos mineros, establecer la red de nuestros ferrocarriles, instalar tranvías, y, en general, iniciar toda gran empresa que nuestra timidez rehúye... Monsieur Leblanc es un hombre admirable, que nunca ha temblado en arriesgar el dinero, y el éxito ha estado siempre al cabo de su audacia. ¡Si él quisiera!...

    Y efectivamente el capital extranjero era el que entonces aprovechaba los recursos naturales españoles, especialmente en la minería y en sectores tecnológicos como la producción eléctrica (En Huesa y Belerda, por ejemplo, Felipe Rothemund Vogel con el salto de agua de Sotana). El proyecto de M. Leblanc iba completamente en serio y llegó a enviar a un ingeniero para que lo estudiase sobre el terreno, pero quedó abortado tras el estallido del motín contra la Resinera, que hizo desistir al francés. Hoy día, acostumbrados a la Política Agraria Común y a mirar a Bruselas para tantas cosas, cuesta hacerse a la idea de que hace cien años toda idea de progreso se identificase con Europa.



 6.2.- Los propietarios.

    Los poderosos son los que mueven los hilos del poder y someten la vida de la comarca a su propio interés, pero no forman parte de su vida social. Viven en Madrid, como don Tomás, o lo hacen retirados en su cortijo lejos del trato mundano, como don Dámaso. La buena sociedad villavejana está constituida por los propietarios, los señoritos, y sus familias. Su emblema y centro de reunión es el Casino. En su reseña de Villavieja, Fabián Vidal se refiere a él en estos términos:

    La pintura del Casino de Villavieja, reunión de borrachos aseñoritados, de abogaduelos olvidados de los códigos, de usureros que hablan a todas horas de su honradez, de jaques bien vestidos, prontos a esgrimir la faca o a empuñar el revólver, es magnífica.

    Quien estas líneas escribe conoce bastante bien algunas Villaviejas españolas y sus casinos correspondientes. Y certifica que Ciges, gran observador, maestro del detalle, no ha recargado las tintas ni ensombrecido sus descripciones.

    Mosiú es la voz forastera que desde fuera pone de relieve los vicios y faltas de esta clase social, pero los mismos villavejanos son conscientes del agujero en el que están metidos y de su incapacidad para salir de él. En el capítulo XIII, tras presentar don Luis en el Casino el proyecto de canalización del Gualdavia, los socios lo descalifican entre risas y burlas: “Hacer comerciantes y hombres activos de nosotros es tanto como no conocernos”. Apesadumbrados por semejante reacción, Mosiú y don Federico el maestro pasean poco después por el jardín. Su conversación podría resumirse en aquella célebre frase que, tras ser traicionado por los suyos en el Congreso, exclamó el conde de Romanones: “¡Joder, que tropa!” En una de sus vueltas al Huevo, Mosiú se pregunta en voz alta que, si un “médico de pueblos” estudiase el caso de Villavieja, cuál sería su diagnóstico. El maestro le replica sin dudar:

    —Usted mismo ha estado a punto de diagnosticarla al hablar de la falta de perseverancia de don Luis, de la cual participan los demás, que buscan siempre a un hombre, el hombre-providencia, para realizar lo que la voluntad colectiva no es capaz. La enfermedad de Villavieja se llama abulia.

    Pero además de la abulia, otro gran vicio afecta a los villavejanos que frecuentan el Casino: el juego. Casi desde la primera escena se hace patente:

    ...todas las miradas se dirigieron a otra persona que salía de la próxima sala consagrada al juego. Su paso era vacilante, su color de un mate terroso y los ojos hinchados denotaban la asidua atención del jugador que ha perdido durante horas enteras (…) se dejó caer sobre el diván con el rendimiento del que termina un largo viaje. Un anciano de poblado bigote y mirada escrutadora le impuso la mano en la frente, e inclinándose hacia él, le dijo:

—¿Has perdido?

—Sí, don Ambrosio.

—¿Mucho?

—Mil quinientas pesetas.

    El olor del dinero fresco de la cosecha de la aceituna excita esta enfermedad y atrae a jugadores profesionales que acuden puntualmente para hacerse con el botín (capítulo V):

    —Ya están aquí por la cosecha de aceite. ¡Banca y ruleta! Esta noche o mañana comenzará de recio el juego. (…) Son tan exactos como las golondrinas en primavera y las cigüeñas en verano.

    Es en el Casino, “atestado de ruido y humo”, donde se juega y se suceden las escenas de alegría y pena según la suerte de cada cual (capítulo IX):

    La banca y la ruleta no habían cesado de actuar día y noche. (…) El rostro gozoso de los que ganaban, sus gritos y sus gastos pródigos, formaban violento contraste con las angustias y trasudores de los que tuvieron adversa a la voltaria fortuna. (…) Algunos habían perdido su cosecha de aceite antes de venderla, y otros se disponían a empeñar la que en el verano pudieran recoger de los trigos y cebadas que ahora apenas apuntaban en los campos.

    Para Ciges el juego no es solo fruto de la descomposición moral de la clase propietaria. Como suele hacer, dispara hacia arriba y lo relaciona con la política corrupta que impera en la Corte madrileña. Así cuando, a la vista de los jugadores profesionales que organizan las timbas en el Casino, don Luis explica a Mosiú que los profesionales llegados a Villavieja cuando la cosecha no son los auténticos beneficiarios del negocio, le explica:

    Estos son unos desdichados que vienen a jornal. Los dueños del dinero habitan casas suntuosas y adquieren respetabilidad con las pingües ganancias que ellos les aportan. Dos personajes ilustres componen la sociedad: un senador conservador, que influye con el gobierno liberal para que tolere el juego, y el severo director de un diario de oposición, que amenaza con campañas moralizadoras si el ministro ordena a los gobernadores que vigilen Casinos y clausuren chirlatas.

    Los resultados de este vicio en unos y en otros el exceso de gastos, para mantener una apariencia que ya no se pueden permitir, hace que muchos propietarios vivan endeudados, con sus tierras hipotecadas, devorados por los intereses que les exigen los usureros. La usura es otra lacra que de continuo aparece en Villavieja. Usurero era, y por este medio había acrecentado su capital, don Dámaso Espino, el viejo cacique. La relación causa–efecto entre el juego y la usura queda clara en el capítulo V, en el que don Luis le explica a Mosiú que en Villavieja juegan todos, menos las mujeres y los usureros:

    Excepto las mujeres, los demás juegan todos; pues si los usureros también se abstienen, son los que miran con mejores ojos la banca y la ruleta. Estas siembran trampas que ellos hacen luego fructificar al 15, al 30 y al 50 por 100, según la cantidad tomada y la proximidad en que el prestatario se encuentra de la ruina.

    El asunto de la usura estaba de plena actualidad, como casi siempre, cuando Ciges llegó a Quesada en junio de 1909. En el mes de mayo el Ayuntamiento, siguiendo instrucciones de las autoridades provinciales, había iniciado una suscripción “entre contribuyentes y labradores” a fin de aumentar el capital del Pósito Municipal y combatir “la terrible plaga de la usura”. Los pósitos eran instituciones de crédito municipal que prestaban cantidades, tradicionalmente en especie –grano para la sementera– , que poco a poco se fueron transformando en préstamos en metálico a un módico interés. Los propietarios no acudieron a la suscripción y la usura siguió haciendo estragos. Sin embargo, la ruina que acechaba a muchos de estos propietarios ludópatas no los incitaba a cambiar de vida. Como le dice sentenciosamente el maestro a Mosiú (capítulo IX): “Sin embargo, nadie les haría trabajar”. Y es que estos propietarios veían el trabajo como algo humillante, impropio de su rango y condición. Estaban en el convencimiento de que la riqueza ni se consigue ni se aumenta con el propio esfuerzo, se hereda. En su obtención el trabajo poco o nada influye, y se podía comprobar con la triste suerte de los que se veían obligados a trabajar. La inutilidad de cualquier esfuerzo para mejorar lleva a la gente de bien a dedicar su tiempo al ocio, como se ve en esta escena del capítulo I:

    —¿Y tú? —le preguntó el otro—. ¿Qué haces tú y tus hijos?

—Lo mismo que tú y los tuyos.

—Falso. Los míos estudian.

—Como antes estudiaron los míos... Estudian para aprender vicios, y cuando están bien enviciados, acuden para ayudarnos a devorar la hacienda. Ni tú ni yo, ni tus hijos ni los míos, valemos para cosa mejor. Solamente que nosotros encontramos padres más ricos; pero como la hacienda se repartió con nuestros hermanos y no hemos servido para acrecentar la porción que nos llegó, cada uno de nuestros hijos habrá de recibir una parte de nuestra parte, ya bien atenuada.

    Ciges retrata a esta ociosa clase villavejera mediante unos personajes que se ajustan, con mayor o menor intensidad, al que se podría denominar el “espíritu” de Villavieja. Entre todos ellos hay dos familias que adquieren especial relieve, aunque son descritas con trato diferente. Unos, los hermanos Uldecoa, representan la versión más extrema, bárbara y cruel de los males de Villavieja. Otros, los Obregón, aún participando de la vida y mentalidad propia de su clase, son su cara más civilizada y tratable.


La Cuatro Esquinas a principios del siglo XX



    La familia Obregón está formada por los hermanos Luis y Leandro, a los que con menor protagonismo se une su cuñado, don Alberto Sanz. Don Luis es el protagonista absoluto y, por la complejidad del personaje real que lo inspira, merece un capítulo propio. Para don Leandro Obregón, Ciges dibuja un retrato bastante benevolente, el contrapunto tranquilo y formal a su aventurero y siempre excesivo hermano. El “obeso don Leandro” es hijo y nieto de propietarios y dispone de un buen capital que administra con prudencia sin caer en los vicios de sus iguales. Había sido alcalde sin que se le conocieran mayores abusos y corrupciones, resolviendo algunos problemas que venían de antiguo como la suciedad de las calles o el hurto en los campos y huertas, de lo que estaba muy satisfecho. Aunque sus métodos a veces eran poco ortodoxos, añadiendo al castigo la humillación pública como en la ocasión aquella en que obligó a unos ladronzuelos a vender a precio disparatado la fruta que habían robado. No obstante, la rectitud y bondad de su proceder quedan de manifiesto en la ayuda que prestó a Pedro Luján, el Revolucionario, de manera que este, agradecido, dice que su cabeza sería una de las contadas que él respetaría en Villavieja (capítulo V). También aparece el escrúpulo moral en su conducta cuando, como propietario de molino de aceite, se niega a la compra de cosechas a bajo precio que los desesperados perdedores del juego le ofrecen a los fabricantes (capítulo IX):

    Obregón se resistía a aceptar estos impuros tratos, pues lo que su molino trabajaba en las condiciones habituales era suficiente para rendirle un interés mucho más alto del que convenía el capital invertido.

    Don Leandro no tenía hijos y estaba casado con una francesa a la que conoció veraneando en San Juan de Luz. Era prima hermana del millonario francés Leblanc, del que ya se ha hablado. A causa de este parentesco con el millonario francés aumentó grandemente su prestigio social, y “la esposa de don Leandro llegó a ser más visitada que nunca, con el pretexto de que era magistral pianista” (capítulo XVIII).

    El día de las elecciones, don Luis está preso en Argola y es don Leandro quien se ocupa como representante suyo de controlar la votación. D. Leandro sufre en propias carnes la brutalidad de los métodos que utilizan los Uldecoa, convertidos en agentes de don Dámaso, para inclinar el resultado a su favor:

    …armados de fuertes garrotes, iban borrachos de colegio en colegio agasajando a los amigos, invitando a beber a los tibios y amenazando con persecuciones a los adversarios, si no se sometían a tiempo. Por querer protestar de una ronda de falsos votantes, el hermano de don Luis recibió en la cabeza un palo.

    Y no acaban ahí sus desgracias, pues al poco, cuando se dirigía a comprobar las votaciones en otros pueblos cercanos, es acosado por los Uldecoa, quienes provocan que el coche en el que viaja se salga con violencia del camino. Como resultado del accidente muere don Leandro unos días después. Con este triste desenlace Ciges presenta su muerte como la de un hombre honrado, víctima del caciquismo y de sus fraudes electorales.

    Don Alberto Sanz está casado con una hermana de los Obregón. Tiene mucha familia y demasiados gastos, por lo que don Luis tiene previsto, si consigue el acta de diputado, entregarle la alcaldía de Villavieja para que se recupere económicamente (capítulo VIII):

    ...estaba cargado de familia; su última gran finca, evaluada en veinticinco mil duros, la había hipotecado por ocho mil, como hemos visto al empezar este verídico cuadro de Villavieja, y tenía apremiante necesidad de la vara para arrancar su pobre Charrala de las manos ganchudas del usurero.

    Y efectivamente, en el capítulo I, cuando los socios del Casino fantasean con lo que harían si les tocase la lotería de Navidad que se disponen a comprar, dice don Alberto:

    —Pues yo deshipotecaré La Chaparra (es la finca que en el párrafo anterior se ha llamado Charrala) —exclamaba el tercero.(…) no puedo renunciar a La Chaparra. Vale veinticinco mil duros, y solo está hipotecada por ocho mil.

    Su interlocutor observó, extremando su amarga ironía:

    —¡Cuarenta mil pesetas al veinte por ciento!... Date prisa, Alberto, en ganar a la lotería, porque, si tardas un poco, los réditos se encargarán de comerse la dehesa, y a ti con ella.

    De los hijos de don Alberto Sanz solo se nombra a Pepita Sanz Obregón. Está prometida con Paco Uldecoa, quien en uno de sus irreflexivos arrebatos la deja para entablar relaciones con la hija de don Pedro León, uno de sus compañeros de juergas (capítulo VIII):

    Al siguiente día, Paco cesaba sus relaciones con Pepita Sanz Obregón, hija de don Alberto, y comenzaba la rivalidad con sus tíos don Luis y don Leandro.

    La familia Obregón se corresponde con los Alcalá Menezo quesadeños. En este caso no cabe duda alguna, y no solo por el paralelismo casi perfecto entre la biografía del protagonista, don Luis Obregón, y su modelo, Ángel Alcalá Menezo. Es el propio Ciges quien lo descubre al escribir en algunos pasajes don Ángel en lugar de don Luis. Cecilio Alonso en su edición de 1986 llama la atención de este cambio de nombre, que atribuye a una “evidente distracción” y que en su opinión confirma plenamente la correspondencia de Villavieja con Quesada.

    Refiriéndose a los Alcalá Menezo, Juan de Mata Carriazo dice en la NOTA PRELIMINAR de la segunda edición de Pedro Hidalgo o el Castillo de Tíscar (Sevilla 1945):

    Han sido los Alcalá de Quesada gentes inquietas y andariegas. Los hemos conocido yendo a buscar sus esposas en Francia, haciendo diabluras con el daguerrotipo, viajando como intérpretes en los transatlánticos de lujo, edificando pastiches moriscos y consternando a los auténticos moriscos de Belerda con iniciativas de señor feudal.

    Don Leandro Obregón es Manuel Antonio Alcalá Menezo, acomodado propietario nacido en 1849, concejal en numerosas ocasiones entre 1873 y 1910, aficionado a la fotografía y casado con la francesa Noemia Peychaud de Lisle. Con solo 25 años fue el primero que, como concejal del Ayuntamiento republicano, propuso en 1873 la instalación de la plaza de abastos en el claustro del antiguo convento de los dominicos, lo que se hizo años después. Posteriormente, en 1900, donó la cruz de mármol instalada en el Humilladero para celebrar el cambio de siglo. En 1911 dimitió como concejal y pidió la baja en la vecindad por trasladarse fuera de la localidad.

    Por la correspondencia, anteriormente citada, de Ciges a la familia Segura, se sabe que el autor tuvo relación y amistad con Manuel Antonio. En carta de 1912 desde París, dirigida a Manuel Segura le dice:

    Hace mucho tiempo que nada sé de su cuñado Don Manuel. Varias veces pregunté su dirección a mi tío Jaime. Este me dijo algo vago sobre disgustos con Bernardina; pero jamás me dijo donde vivía en Barcelona. Yo quería haberle invitado para pasar aquí dos o tres meses.

    Ignoro si Bernardina es otro nombre de Noemia o corresponde a una relación posterior. Algún tipo de complicación hubo con ese matrimonio, lo que provocó habladurías y chismes en el pueblo que incluso llevaron a Teresa Segura a justificarse ante Ciges (carta de 10 de marzo de 1913):

    Lo que se me atribuye que puse veto por la edad es falso y jamás pensé que llevaría yo el mismo género de vida que mi tía Bernardina, en el supuesto de haberme casado con usted. (…) jamás pensé en el caso de mis tíos Manuel y Bernardina.

    A causa sin duda de la amistad de Ciges con la familia, de sus pretensiones con Teresa, nada de estos problemas conyugales trasciende en Villavieja. Antes de terminar con Manuel Antonio Alcalá Menezo, hay que referirse a esa mención que de pasada hace Carriazo a “sus diabluras con el daguerrotipo”. No hay mención alguna en Villavieja, pero tiene un gran significado para la historia de Quesada porque estaríamos ante uno de los primeros casos conocidos de fotógrafo local. No es solo Carriazo quien lo menciona, lo hace en su edición de 1894 el Anuario del Comercio donde su nombre, junto a otras ocupaciones como la de fabricante de aceite, aparece como “fotógrafo”. Sigue figurando como tal en este anuario, y desde 1900 en el Anuario Riera, hasta 1911, cuando dejó Quesada. Poco o nada sabemos de su obra. Es fácil imaginar que el retrato de su hermano Ángel que se suele utilizar en los artículos a él dedicados sea suyo. También otro, mucho menos difundido, de su hermano acompañado por dos sobrinos. Poco más se puede decir; ignoro si sus fotografías se conservaron, si están en Quesada o se las llevó consigo a Barcelona en 1911. Quizás haya que atribuirle algunas imágenes de principios de siglo como las aparecidas en tarjetas postales por aquellos años con vistas de la Explanada, la fuente pública y el antiguo convento. Quizás también alguna de las primerísimas fotos de la Virgen de Tíscar. Por los mismos años hubo otro fotógrafo en el pueblo que en los anuarios llaman Manuel Marín, seguramente Manuel Marín Bonavida. Ojalá se encuentre alguna pista que aporte luz a la historia de la fotografía en Quesada, que es anterior, como se ve, a la visita de Cerdá Rico en los años diez y a las fotografías muy conocidas de Juan de Mata Carriazo en los veinte.

    Don Alberto Sanz, cuñado de los Obregón, es sin duda Manuel Segura Fernández, propietario y abogado de secano. Estaba casado con Ambrosia Alcalá Menezo. Fue profesor de Historia Universal y Filosofía en los intentos que protagonizó su cuñado Ángel Alcalá de crear en Quesada un colegio de segunda enseñanza. Como otros integrantes de la “buena sociedad” quesadeña, pertenecía a la logia local La Luz, usando Arístides como nombre masónico. En Villavieja Ciges presenta a don Alberto como cargado de hijos y deudas, necesitado del auxilio de don Luis. Ignoro la situación económica de Manuel Segura, pero creo que lo que quiere reflejar aquí es la tan habitual falta de liquidez por exceso de gastos propia de la buena sociedad villavejera. De la correspondencia intercambiada con la familia Segura se desprende que la relación de Ciges con él era cercana y amistosa, bien fuera porque le agradara su trato, por ser padre de su pretendida Teresa o por ambas cosas a la vez.

    Hijo de Manuel Segura era José, Pepe Segura, muerto joven tras larga enfermedad en 1914. No es reconocible como personaje de Villavieja, pero parece que Ciges le tuvo simpatía y mantuvo con él una estrecha relación, pues cuando murió desde París envió una carta de pésame (4 de mayo de 1914) en la que dice:

    Aunque tengo el hábito de no mostrar mucho mis preferencias y afectos, diversas veces pudo usted notar mi flaqueza por el pobre Pepe (…) hasta el punto de que, una vez en París y cuando llegó el momento de enviar representantes a América, pensé en él.

    También era hija de Manuel Segura Teresa Segura Menezo, que podemos identificar como Pepita Sanz Obregón, la hija de don Alberto, a la que dejó plantada Paco Uldecoa para casarse con la hija de don Pedro León. Como ya se ha dicho anteriormente, Ciges pretendió sin éxito a Teresa. Para cuando escribía Villavieja, ya se habían malogrado sus pretensiones. Es curioso que Ciges introduzca en la narración a Pepita como dejada por Uldecoa. De la correspondencia entre ambos no se deduce bien si Teresa Segura fue dejada por Ciges o este dejado por ella. Su inclusión en la novela quizás sea una pequeña maldad o venganza de autor despechado. Pero en cualquier caso el trato frecuente y estrecho de Ciges con esta familia va más allá de la pura anécdota. En sus conversaciones con Manuel Antonio, en sus veladas en casa de Manuel Segura rondando a Teresa, Ciges escuchó las aventuras y audacias del cabeza de los Alcalá Menezo, Ángel, que había muerto años antes, en 1895 y era por entonces el quesadeño más famoso y nombrado después del general Serrano. Como más tarde se verá, Ciges decidió crear el personaje central de Villavieja, don Luis Obregón, basándose en la vida de don Ángel. Quizás la novela surgió, o encontró uno de sus fundamentos, en esa relación con las familias Alcalá y Segura.

    Si los Obregón son la cara amable de la clase propietaria villavejera, los Uldecoa representan la más odiosa y terrible, pues encarnan todos los vicios y defectos de aquella sociedad. Aunque entran en escena ya en las primeras páginas, es en el capítulo VIII donde Ciges relata sus tristes antecedentes:

    En la política quisieron entrar como condotieros los dos Uldecoas cuando, malrotados los treinta mil duros que cada uno recibió a la muerte del padre, y mermada en dos tercios la hacienda de la madre, esta digna señora se negó a vender más fincas para tapar las trampas de sus hijos. Tres años bastaron a los fogosos hermanos para dilapidar su hacienda en orgías tan repetidas que, no obstante sus músculos de hierro y su constitución atlética, Paco estaba calvo a los veintiocho años, y Fernandito se arrancaba la dentadura a los veinticinco.

    No era poca cosa un capital de ciento cincuenta mil pesetas, pero es que la única ocupación de Fernando y Paco Uldecoa era beber, jugar y cometer todo tipo de tropelías, auténticas barbaridades que decía Mosiú. Continúa Ciges con su historial:

    Aquellos tres años fueron para ellos un período tan turbulento que granjearon borrascosa celebridad en la región entera, y Villavieja llegó a sentir nocturno terror de ellos. A las altas horas en que abandonaban el Casino, (…) recorrían la silenciosa población, y pocas eran las veces en que a la mañana siguiente no se narraba alguna hazaña del grupo. Unas noches dábales la borrachera por romper cristales (…) otras, concertaban la persecución de los ladrantes perros (…) frecuentemente sugeríales el vino dar una batida a los mozos que trasnochaban para hablar con las novias, y las piedras barrían como metralla las calles. De tiempo en tiempo encontraban a tal enamorado de mal genio que, en vez de correr, les hacía cara y resistía con vigor. Los revólveres salían entonces, la calle parecía cabila en guerra, y los buenos vecinos despertaban con sobresalto y volvían a esconderse hasta la cabeza, haciendo votos porque en una de aquellas algaradas no quedase Uldecoa o borracho de su bando para contarla.

    En todas estas tropelías actuaban con la impunidad y seguridad que les daba su elevada posición social, sintiéndose en el derecho de hacer lo que les venía en gana por pertenecer al más alto escalafón de la clase que dominaba Villavieja. Ni guardias municipales ni la misma Guardia Civil se atrevían con ellos. En el capítulo XII el alcalde Manso justifica por qué no se pudo evitar la cencerrada que tanto humilló a don Dámaso: “los organizadores del escándalo fueron los Uldecoas, y ¿qué iban a hacer los pobres agentes contra ellos?” Poco después (capítulo XVI), tras una violenta escena en el cortijo del cacique por asuntos de deudas, Paco Uldecoa se cruza con una pareja de guardias civiles que, avisados por el alcalde, acuden en auxilio de don Dámaso. Uldecoa ni se amilana ni los respeta, pica espuelas y se abalanza sobre los guardias arrollándolos. Estos reaccionan con respetuosa sumisión:

    La pareja tuvo que separarse a un lado del camino para dejar paso al impetuoso jinete, que al llegar a su altura la saludó con una carcajada de burla.

Volviéndose para mirarle galopar, dijo uno sentenciosamente:

—¡La verdad es que estos Uldecoas tienen aire de bandidos!

Y el otro aseveró:

—Yo creo que solo les falta la ocasión y el no haber nacido en más baja cuna.

    Los excesos de los Uldecoa, que a menudo incluyen burlas crueles, se reparten por toda la novela y siempre cuentan con un coro de aduladores que les ríe la gracia a cambio de vino y un poco de juerga. Aunque una vida tan excesiva los ha llevado casi a la ruina, todavía conservan la fuerza necesaria para intervenir en la política local, buscando votos para don Tomás el de la Resinera o pactando con don Dámaso el apoyo a Lorenzo Delmás en las inmediatas elecciones. La política es “juego de compadres”, decían los Uldecoa haciendo “impúdico alarde de su pacto con el cacique”, y por eso acaban obteniendo el arriendo del impuesto de Consumos con el que reponer su hacienda. Además, Fernando será impuesto por don Dámaso como alcalde y Paco como diputado provincial. Es bastante pesimista el mensaje final que lanza Ciges. La indigencia moral de los Uldecoa, aprovechada por el cacique, resulta premiada. Los Obregón, enfrentados a él, acaban malamente: muerto don Leandro y don Luis escarmentado políticamente para el resto de su vida.

    Por último conviene hacer referencia a una de las aventuras de los Uldecoa que se verá que tiene una base real. En cierta ocasión promovieron un escándalo fenomenal en un teatro de Granada donde se iba a presentar La Bella Panchita, bailarina de “divinas piernas” y “provocativos meneos, que eran lo mejor de lo mejor en ella”. Cautivada por la osadía y el desparpajo de los Uldecoa, se marcha con ellos a Villavieja (capítulo VIII):

    Durante tres meses residió en el cortijo de Fernando; luego se casó con él, y entre el cortijo y el pueblo pasaba ahora su hastiada existencia, engordando de un modo escandaloso, olvidada de su marido y sin trato con nadie, porque hasta la bondadosa madre de él no se habituaba a ver en su nuera más que a la antigua bailarina.

    En la nota 3 de su edición de 1986 Cecilio Alonso, basándose en informantes locales, dice:

    …estos Uldecoas se inspiran muy directamente en los tres hijos de D. Manuel Bedoya, quesadeño «primo del general Serrano Bedoya y despiadado usurero que amasó una inmensa fortuna. Al fallecer relativamente joven, sus hijos entraron en posesión de su gran caudal y aprovechando el débil carácter de la madre, D.ª Teresa, empezaron a dilapidar los bienes tan mal adquiridos.»

    Por su parte, Juan de Mata García Carriazo, contemporáneo suyo, dice en sus memorias inéditas sobre los tres hermanos Bedoya: “…que alegremente tiraban su capital en el juego y juergas”.

    Manuel Antonio Bedoya García había nacido en 1835 y murió a los 65 años, no tan joven para la época, el 30 de enero de 1901. Era hijo de Manuel María Bedoya Serrano, del que heredó un buen capital que, según la cita de Alonso, incrementó mediante el ejercicio de la usura. Este punto, como en el caso del viejo cacique, no se puede confirmar documentalmente, pues estos eran asuntos que no se aireaban y que quedaban en la sórdida oscuridad de la relación personal entre prestamista y prestatario. Lo que sí es posible afirmar es que fue un importante actor político local en el último cuarto del siglo XIX. Como pariente del general Serrano se integró en el grupo de sus familiares y partidarios, que protagonizaron la vida municipal desde 1868. Mantenía por tanto un posicionamiento “progresista” (muy entrecomillado) que fue suavizando con los años (y la muerte del general), incorporándose algo más tarde al Partido Liberal-Fusionista de Sagasta. Como miembro del mismo tuvo serios enfrentamientos con los conservadores, como aquel que protagonizó en 1895 con el concejal y candidato Francisco Malo (Francisco Manso), que alcanzó tal virulencia que obligó a la Diputación a intervenir judicialmente. Se comprueba una vez más que Ciges escribe sobre una base cierta y que la enemistad política entre Manso y Uldecoas, reflejada en los primeros capítulos de Villavieja, existió realmente.

    Manuel Antonio Bedoya estaba casado con Ana Teresa Serrano Tamayo, hija de Hilario Serrano Águila, gran propietario y cabeza principal, junto a los hermanos del general, del partido “serranista” quesadeño. El matrimonio tuvo tres hijos: Francisco, José María y Manuel Bedoya Serrano. Durante las estancias de Ciges en Quesada, veranos de 1908 y 1909, ya había muerto Manuel Antonio Bedoya y sus hijos estaban en posesión de la herencia con menos de treinta años. El derroche de la fortuna de los hermanos Uldecoa, las hipotecas sobre sus tierras reflejadas en el episodio del señorito cordobés, tienen también una base real que se puede rastrear. Así, su madre, Ana Teresa Serrano, hipotecó “una reunión de predios, una casa cortijo llamada Casería de Santa Cruz, con un molino aceitero y una capilla o ermita, formando todo un solo edificio en dicho sitio”. Se está refiriendo a la finca que había heredado de su padre, Hilario Serrano, en el lugar que actualmente ocupa la almazara Rotalaya. La Casería de Santa Cruz pasó luego, seguramente malvendida, a manos de Fernando Marín, personaje ajeno a Quesada como el señorito cordobés, hasta que en 1925 el Banco Hipotecario ejecutó la garantía.

    De los tres hermanos solo he localizado información de dos, pero no he hallado rastro sobre José María, el tercero. No figura en ninguna de las relaciones de mayores contribuyentes que anualmente se confeccionaban para el censo electoral al Senado (para esta cámara no se aplicaba el sufragio universal). Esto significa que no estaba avecindado en Quesada, al menos desde que cumplió 25 años, edad mínima requerida a los electores. Su hermano Francisco sí dejó huella. Participó activamente en la vida local y fue concejal en varias ocasiones. Había heredado de su padre la pertenencia al partido liberal, pero al pasar el cacicazgo del distrito del liberal Gómez Sigura al conservador Foronda, él también cambió de filas y se convirtió en firme partidario de Eduardo Dato. Por su parte Manuel no tuvo actividad política, pero residía en Quesada y figura repetidamente en las aludidas listas del Senado. Fue él quien se casó con la Bella Panchita.

    En la prensa de la época era costumbre publicar los nombres de los viajeros que habían llegado a la ciudad donde se editaba el periódico y dar noticia también del hotel en el que se alojaban. En el Defensor de Granada son frecuentes las reseñas de visitas a la ciudad de los hermanos Manuel y Francisco Bedoya. No reparaban en gastos y se alojaban en el lujoso y flamante Gran Hotel París, en la Gran Vía. Ciges sitúa el episodio de la Bella Panchita en Granada durante una de sus habituales excursiones. Por las memorias inéditas de García Carriazo se comprueba que esta historia también fue cierta, solo que cambiando Granada por Madrid. Dice refiriéndose a Manuel Bedoya:

    …aquel, en uno de sus frecuentes viajes a Madrid, conoció y casó luego con una artista, D. Concha, que llevó en el pueblo una vida desgraciada, sin pisar la calle, pues él era muy celoso, y cuidando solo a sus hijos Manolito y Conchita, casi de mi edad, por lo que hasta la muerte de aquel, y la marcha a Madrid de éstos, éramos muy amigos.


Plano del salto de Béjar, pionero de la electrificación quesadeña (1901) Foto IECA.

 

    Los Uldecoa estaban rodeados de una “turba de parásitos” que comían y bebían a su costa, destacando como los más principales y asiduos “el gran don Pedro León y Juanito el Seminarista”. Ambos participaban de “las locas liberalidades de sus borracheras”, acompañándolos como escuderos en todos sus excesos y tropelías. Don Pedro León pertenecía a familia de abolengo y posibles, pero sus dilapidaciones y vicios le habían llevado a la ruina, arrastrando con él a su mujer y a sus hijas, que a pesar de todo intentaban mantener las apariencias (capítulo VIII):

    De lo que hace diez años constituyó el común patrimonio de los cónyuges, solamente les quedaban varios campos con un pobre caserío, al que pomposamente daban título de cortijo. Su valor no pasaba de doce mil pesetas, y con las exiguas rentas que producía, sosteníase la familia economizando el céntimo en el hogar, y ostentándose en la calle como las mujeres de antaño, más modestas en su porte, pero igualmente dignas, amables y amadas.

    Antes de traer a Villavieja a La Bella Panchita, Fernando Uldecoa mantenía relaciones con Laura, “la segunda de las tres bellas hijas de don Pedro León”. Desde su llegada con la bailarina “el prometido ya no osó visitar a su novia”. La reacción del padre de esta mostró el charco moral en el que se revolcaba:

    Don Pedro ni siquiera le afeó su villanía. El apego al vino le había encanallado, y la amistad de los dos Uldecoas, que le hacían partícipe en sus comidas y borracheras, fue para él más preciosa que la dignidad de padre.

    Tras el abandono de Laura por su hermano Fernando, la atormentada y alcoholizada cabeza de Paco Uldecoa parió la idea de ofrecer a don Pedro como una especie de reparación casarse él con otra de sus hijas, Blanca. Su padre siguió sin reaccionar, pareciéndole bien todo lo que viniera de los Uldecoa: “Don Pedro León se encogió de hombros. Por mí, que se case con quien guste. Mejor contigo que con otro”.

    En las elecciones, tras el arreglo de los Uldecoa con el cacique, don Pedro se convierte en el más feroz agente electoral de la candidatura de Lorenzo Delmás. Es él quien golpea y humilla a don Leandro cuando acudía a reclamar irregularidades y el que acompaña a los Uldecoa en su viaje a las urnas de los pueblos cercanos al Gualdavia, durante el cual provocan el accidente que le cuesta la vida a don Leandro. Como pago a sus tristes servicios, los Uldecoa le hicieron testaferro cuando se hicieron con el arriendo del arbitrio de Consumos, le nombraron administrador y le asignaron “cinco pesetas diarias. Era lo primero que ganaba el que se pasó la vida gastando”.

    Por su parte Juanito el Seminarista era hermano del párroco, Don Bonifacio, y vivía a expensas de este y de su madre, doña Mercedes la Tambora, pues no quería aceptar ningún oficio. El apelativo le viene a Juanito de que fue seminarista. De su paso por el seminario se habla en Villavieja al menos en dos ocasiones, haciendo mención al accidentado final de aquella experiencia. Durante una borrachera en el Casino (capítulo XI): “Fernando Uldecoa le invitó a referir sus amores con la sobrina del obispo, el escándalo que este suceso produjo en la ciudad y su consiguiente expulsión del Seminario”. Y también en los comentarios escandalizados del público cuando lo hicieron secretario municipal (capítulo XV): “¡Un holgazán con más vicios que pelos; un sinvergüenza de marca, expulsado del seminario por lo que todos sabían!”

    Como don Pedro, es asiduo acompañante de los Uldecoa, pero acaba por ser víctima de una de sus burlas más crueles. Tras una Nochebuena de escándalos en el Casino, que se prolongan a la misa del gallo, los Uldecoa y don Pedro lo arrojan completamente borracho a una pocilga donde los cerdos están a punto de devorarlo. Desde ese momento Juanito rompe con los Uldecoa, y no es hasta el final de la novela cuando reanudan sus juergas. Como a otros personajes malvados de esta pesimista historia, Ciges le asigna a este chisgarabís un premio a sus pocos escrúpulos. En uno de los movimientos del cacique para conseguir apoyos electorales para su yerno, le ofrece al cura nombrar a su hermano Juanito secretario municipal. Así se hace, y con el cargo se amansa el Seminarista:

    …convertido en elemento director gracias a la secretaría de Villavieja. Sentía ya el peso de la responsabilidad moral en los consejos que daba, y la dignidad del cargo le obligaba a ser más sensato. Desde que se lo otorgaron ponía el mejor deseo en desempeñarlo bien; se adecentó de ropa y de modales, y ya solo se permitió beber a altas horas de la noche, cuando del Casino podían trasladarlo a su casa sin escandalizar al vecindario.

    En la nota 19 de su edición de 1986, Cecilio Alonso dice:

    Don Pedro León encubre la personalidad real de don Emilio Gallego, terrateniente, gran ganadero, juerguista y jugador que —según Salvador Rodríguez-Aguilera— «dilapidó en un relámpago su cuantiosa hacienda en compañía de los Bedoyas, del segundo de los cuales—Francisco— era suegro.» Juanito el Seminarista responde a un escribiente del Ayuntamiento de Quesada, apellidado Caravaca, que había sido expulsado del Seminario de Toledo por un asunto de faldas, y que vivía amancebado con una prostituta local apodada la Calamocha, según la misma fuente.

    No he localizado a ningún Caravaca empleado del Ayuntamiento. Desde luego secretario no lo fue, pues por aquellos años lo era el histórico Cipriano Ruiz García, que murió a causa de la gripe de 1918. No obstante, las cesantías e interinidades en los empleos municipales, tan habituales durante la Restauración, hacen muy probable que obtuviera un cargo en algún momento pues, según se vuelve a confirmar con el asunto del seminario, Ciges muy a menudo se inspira en sucesos reales que conoció personalmente o en las tertulias de sus veranos quesadeños.

    Respecto a Emilio Gallego Martín, fue un importante propietario y ganadero. También tuvo una activa participación política como concejal entre los años 1893 y 1921, cuando falleció. Destacó como organizador de novilladas durante las ferias, en las cuales cobraba por asiento en los tablones que al efecto se instalaban. Las juergas y vicios, con la consiguiente ruina, no han dejado mucho rastro documental. Solo hay un único indicio, tampoco demasiado significativo, de problemas económicos en el año 1900. Según el Boletín Oficial de la Provincia de 17 de julio, se le subastó un olivar en las Asomadillas de Fique por un procedimiento de apremio a causa de impago de la cuota de contribución rústica correspondiente a 1897-98. Estaba casado con Vicenta Marín López y en 1912 vivía en la calle de la Virgen. Como se recoge en Villavieja, su hija Emilia Gallego Marín, Blanca León, se casó con Francisco Bedoya Serrano, Paco Uldecoa. De este matrimonio surge una de las mayores paradojas de Villavieja, que de haberla conocido Ciges lo hubieran dejado perplejo.

    El 11 de noviembre de 1912 nacía en la Casería de Santa Cruz Francisco Manuel Martín Bedoya Gallego, hijo de Paco y Emilia. En un momento indeterminado la familia marchó a Madrid, seguramente durante la segunda mitad de los años veinte pues hasta 1923 hay referencias a Francisco Bedoya, padre, en Quesada. En Madrid Francisco Bedoya, hijo, trabajará como delineante. Pero siendo sorprendente que un Uldecoa trabajara, no es su actividad profesional la que más interesa al caso, sino su actividad política. Pocas semanas después de la proclamación de la República en abril de 1931, elementos exaltados protagonizaron en Madrid unos famosos incidentes que se saldaron con la quema de varios conventos. También se produjo el disparatado asalto de dos armerías, en la calle Hortaleza y en la Cava Baja, se supone que para conseguir armas con las que efectuar acciones revolucionarias. Los asaltantes fueron inmediatamente detenidos y encarcelados. Entre los exaltados que participaron en el asalto de la Cava Baja estaba Francisco Bedoya Gallego, como reflejó la prensa del momento (Por ejemplo el diario Ahora de 12 de mayo). En nota marginal de su partida de nacimiento, con fecha veintiséis de mayo de aquel año, se refleja la expedición de certificado a solicitud del Juzgado de Instrucción del distrito de La Latina de Madrid, referente a “sumario por robo, atentado y otros delitos.”

    Francisco no había heredado la ideología de su padre, pero sí el carácter arrebatado, de manera que poco después volvió a salir en los papeles. Fue por agresión y lesiones a su cuñado tras una fuerte discusión en el domicilio familiar de la calle Álvarez de Castro (Ahora, 29 de agosto de 1933). Pero no queda aquí la cosa; lo más significativamente paradójico con la tradición familiar se produjo tras el golpe de estado del 18 de julio de 1936. Francisco, afiliado al Partido Comunista, ingresó como voluntario en el batallón de milicianos Joven Guardia, posteriormente integrado como 133 batallón en la 34 Brigada Mixta. Debió tomar parte en la lucha desde el primer momento en las sierras de Guadarrama, porque en octubre de aquel año ya había alcanzado la graduación de teniente de milicias, seguramente por su condición de delineante que le facilitaba trazar y leer croquis y planos.

    En los primeros días de noviembre las tropas franquistas alcanzaron los alrededores de Madrid. La noche del 6 al 7 el Gobierno dejó la capital para establecerse en Valencia. La ciudad quedó abandonada a su propio destino. Contra todo pronóstico, y cuando la prensa internacional ya anunciaba la entrada de los franquistas, los miles de voluntarios que bajaron a las trincheras del Manzanares consiguieron frenar al enemigo. Comenzaba así la batalla de Madrid, que se prolongó hasta el final de la guerra. En su primer día, 7 de noviembre, el teniente Francisco Bedoya Gallego murió en combate en el frente de Carabanchel.

    Si continuásemos la genealogía imaginada por Ciges, el teniente Bedoya se llamaría Francisco Uldecoa León, teniente de milicias Uldecoa, nacido del matrimonio que al final del capítulo VIII Paco Uldecoa le anuncia a su futuro suegro don Pedro León. Ambos personajes fueron pintados por Ciges como ejemplo de individuos degradados, sin reglas ni ideales. Que su hijo y nieto fuera uno de los primeros que perdió la vida en la defensa de Madrid fue una irónica pirueta del destino, que demuestra como la historia nunca está escrita y, como suele decirse, que a menudo la realidad supera a la ficción. Nunca sabremos lo que Ciges hubiera opinado de haber conocido el caso. Pero tras esta curiosa digresión hay que continuar con los personajes que Ciges sí conoció y llevó a Villavieja.

  Don Ambrosio, el médico, es hombre ya bastante mayor que venía desempeñando la plaza como titular desde hacía veinte años. Por su casamiento goza de buena situación económica. Su carácter tranquilo y equilibrado le permite sermonear y aconsejar el recto camino a las almas perdidas, a García el jugador, pero también a Juanito el Seminarista y a los propios Uldecoa. Es ante todo persona práctica, acostumbrada a navegar por el laberinto social y político de Villavieja sin enfrentarse a nadie y consiguiendo siempre ventajas para él y para los suyos. Cuando don Luis propone la canalización del Gualdavia, frente al escepticismo de la mayoría, él lo encuentra conveniente, pues “como tenía un cortijo a la vera del río enseguida comprendió que podría ganar alguna mejora” con el proyecto aunque, siempre con los pies en la tierra, se mostraba escéptico y pensaba que pocos más apoyos que el suyo conseguiría don Luis (capítulo XIII):

    ¿Qué quiere usted?... La gente es así. Tenemos ya terrenos de regadío; son muy pocos los que los estiman y ninguno sabe obtener de ellos el provecho merecido...

    Su desahogada economía le permite no tener grandes aspiraciones: “Todo lo más a que podía aspirar era a otra titular para su futuro yerno, que dos años antes se estableció en Villavieja”. Cuando el nuevo alcalde Adrián Pérez, con quien mantuvo buenas relaciones cuando los villavejanos de bien le hicieron el vacío, le ofrece el nombramiento para su yerno (capítulo XV), don Ambrosio lo rechaza en un primer momento pues, ante la imposibilidad de crear una nueva plaza, habría que quitársela a don Benito Suárez. El doctor no quiere que se pudiese decir que había perjudicado a un compañero pobre. Finalmente es el alcalde quien “impone” el nombramiento de su yerno y don Ambrosio se limita a “acatar” la decisión de la autoridad:

    Adrián tranquilizó sus escrúpulos:

—Don Benito apenas visita ya de puro viejo, y conviene reemplazarle con médico más joven.

Don Ambrosio se resignó:

—En fin, usted es el alcalde, amigo Pérez, y puede hacer lo que guste; pero conste que yo me lavo las manos en este asunto.

    Pero don Ambrosio es hombre práctico que va a lo importante y no descuida la protección de sus protegidos, en una reacción que ilustra las redes clientelares que estructuraban la vida del pueblo. Son los llamados entrantes, la gente de confianza que servía a una casa bien y recibía la protección de esta al modo de las clientelas romanas:

    Antes de retirarse, el respetable doctor le hizo varias recomendaciones de antiguos criados suyos para pequeños oficios: guardas rurales, serenos, municipales... Después de cada nombre, añadía en tono compasivo:

    —Es un buen hombre, querido Pérez; un desgraciado lleno de familia y necesidades. Créame que hará usted una buena obra, y él se lo agradecerá toda la vida.

    Este espíritu práctico, no enfrentarse a nada ni crearse problemas para mantener su cómoda situación, también se manifiesta en otros ejemplos menos edificantes. Cuando, como resultas del motín contra la Resinera, don Luis denuncia malos tratos a los presos (capítulo XXII), “tres circunspectos doctores, entre los cuales figuraba don Ambrosio” reconocieron a los detenidos certificando que no habían encontrado indicio alguno de malos tratos:

    De estos doctos dictámenes y de los concienzudos interrogatorios a que fueron sometidos los presos, infirió el juez especial que eran calumniosas y desprovistas de fundamento las insinuaciones atribuidas a don Luis de Obregón.

    No es fácil encontrar correspondencia de don Ambrosio con algún médico titular de aquellos años. Por la mención a su buen casamiento y a poseer una finca en el Guadiana pudiera tratarse de Tomás Valera Jiménez, que se casó con Juana Gutiérrez de Cabiedes, heredera de parte de El Salón como nieta de Ramón Valdés. También, por la veteranía, podría tratarse de Gregorio García Galdón, que actuó como forense en el famoso asesinato de Bocanegra en 1905 protagonizado por los Topos. O quizás sea una refundición de ambos. El que sí es más fácil identificar es el médico viejo, don Benito. Se trata de Salvador Segura Ruiz, que precisamente en la primavera de 1909, poco antes de la llegada de Ciges, dejó de visitar a los enfermos de la Beneficencia Municipal para dedicarse solo al Hospital de la Lonja, trabajo al que también tuvo que renunciar pocos meses después por su estado de salud.

    Don Federico es “el culto maestro de Villavieja”. Consciente de los males de la sociedad local, está convencido de que no tienen remedio. Sus opiniones son certeras en cuanto a conocimiento de la realidad, pero melancólicas y pesimistas en cuanto al futuro. Don Federico es el acompañante y contertulio de Mosiú en sus paseos alrededor del jardín. Son largas conversaciones en las que el forastero Mosiú se extraña y asombra por lo que contempla en Villavieja. Don Federico le contesta exponiéndole ejemplos y casos concretos de personas que representan distintos aspectos de la mentalidad de la gente bien villavejense.

    Le cuenta la historia de Joseíto el Sastre, que tenía un oficio que abandonó al casarse. Su mujer, su suegra y cuñadas “le exigieron que renunciase a su deprimente oficio si quería casarse...”. Vive la familia con gran penuria, pero sin olvidar que vienen de don Esteban Almendralejo, “buen médico y muy estimado en los alrededores, que las educó como ricas señoritas, es decir, para gastar mucho y no saber nada”. Cuando don Esteban murió se llevó al otro mundo “la llave de la despensa” y dejó a la familia en la miseria, pero sin perder su orgullo. Joseíto vive más pobre que cuando trabajaba (“su esperanza se cifra ya en que le hagan escribiente del municipio con cinco o seis reales diarios para tomar café y pagar algunas copas”), pero las pocas veces que intentó retomar su trabajo se encontró con la intransigente oposición de la familia de su mujer.

    También le refiere el caso de Julito, uno de sus alumnos más despiertos y prometedores, al que su familia no le permite estudiar por la “falta de dinero con que adquirir libros, pagar matrículas y costear viajes”. Don Federico aconsejó a la madre (capítulo VIII):

    ...sáquelo usted de aquí, señora, donde nada de provecho puede hacer. Láncelo al mundo, señora, para que aprenda a ser un buen tipógrafo o un hábil mecánico. Métalo en un comercio, envíelo a América o al infierno, que Julito no tiene un pelo de tonto, y se abrirá camino...»

—¿Y qué le respondió ella? (preguntó Mosiú)

—¡Me moriría de pena, don Federico, me moriría de pena teniendo a mi niño lejos y sabiendo que necesitaba trabajar para ganarse la vida!

    El abuelo de Julito fue coronel de la remonta, y el padre capitán de infantería. Con la “mísera pensión de la viuda tiene usted viviendo a los nueve hijos y a ella, y más ufanos que infantes reales (…) Todo trabajo es servil para los descendientes de un coronel”.

    Abundando en el caso de esta familia, don Federico le refiere a Mosiú que no había conocido nada tan ridículo como cuando ellas se sintieron insultadas porque un zapatero había pedido la mano de la hermana menor:

    No diré que Pepe el Cojo sea un mozo bien plantado; pero sus padres tienen buenos ahorrillos, él no deja de trabajar y ya quisiéramos que los señoritos de Villavieja poseyesen su hombría de bien. Decir que es abstemio donde todos se embriagan y laborioso donde nadie trabaja, debiera ser la mejor recomendación para una gente que no tiene donde caerse muerta.

    Cuando don Luis manifiesta su intención de crear un colegio de segunda enseñanza, don Federico es muy escéptico con la idea porque conoce el escaso interés de sus paisanos por la instrucción:

    Vean ustedes lo que me ocurre a mí. Estamos a diez y ocho de diciembre y hace quince días que declaré a la fuerza las vacaciones de Navidad por falta de alumnos. Los pobres retiraron a sus hijos hace un mes, cuando empezó la recogida de la aceituna, y al ver las clases desiertas, los otros fueron dejando de asistir. Entre nosotros todo son pretextos para no acudir a la escuela.

    Por aquellos años de 1908 y 1909 había dos maestros en Quesada, don Eduardo Baón Canalejo y don Manuel Bautista de la Fuente. Don Eduardo era el mayor y más veterano de los dos. Fue miembro de la logia masónica local “la Luz” con el nombre de Moyano. Don Manuel Bautista, casado con la maestra Marcela Corral, se convirtió, con posterioridad a estos años, en una institución local. Murió en mayo de 1923 tras veinte años de servicio, siendo recompensado con la Cruz de Alfonso XII al mérito en la instrucción pública. Fue maestro de Zabaleta y de Juan de Mata Carriazo, que lo recordaba así: “hombre de voz tonante, que resonaba en el gran salón alto del antiguo edificio del convento (…) con su bombín, su gruesa cadena de oro, su encrespado bigote y su catarro crónico” (Don Juan de Mata examinado. Op.cit.). Como en el caso del médico, don Federico pudiera estar inspirado en cualquiera de los dos o en una mezcla de ambos. Pero lo realmente importante es la función del maestro en la novela. Sus conversaciones con Mosiú permiten a Ciges, además de animar el relato con anécdotas e historias más o menos reales, introducir reflexiones críticas sobre aquella sociedad rural y sobre la degradación política del régimen restauracionista.

    Así, al iniciarse la campaña electoral ambos se lamentan en uno de sus paseos de la ferocidad de la misma y el maestro hace algunos comentarios que, a ojos actuales, podrían sonar a eso tan antipolítico del “todos son iguales”. Pero Ciges se está refiriendo a un sistema, el de la Restauración, expresamente diseñado para que nada cambiase y que todo permaneciese igual. Los partidos turnantes, Conservador y Liberal, eran efectivamente casi lo mismo y estaban de acuerdo en la fundamental: evitar cualquier reforma democrática y social (capítulo XIV). Que exista o no algún parecido con tiempos recientes queda a opinión y criterio de cada cual:

    —La única impresión que la gente recibe ya —manifestó el profesor—, es que su escepticismo aumenta; pues sabe que a los partidos solamente los diferencia el rótulo.


 




    Don Bonifacio Gutiérrez es el párroco de Villavieja. En contra de lo que quizás cabía esperar, Ciges no carga especialmente las tintas anticlericales, quizás porque el cupo con este gremio ya lo había cubierto en La Romería. Don Bonifacio es un personaje más, sin especial bondad o maldad. Cuando utiliza el poder de la Iglesia, lo hace para defender los intereses de su familia y vengar sus agravios. Es uno más entre los villavejanos importantes en los juegos políticos y de poder local. Su madre es doña Mercedes, la Tambora, que vivía “en el camino de la carretera, tocando al campo”, y su hermano Juanito el Seminarista. Por pasadas afrentas a doña Mercedes de don Leandro Obregón, cuando fue alcalde, la relación de don Bonifacio con los Obregón es mala. De ahí su airada reacción contra don Luis en el asunto de las momias. Cuando don Luis arreglaba una vieja casa junto a la parroquia, que había heredado de su abuelo, en la que quería instalar un colegio de segunda enseñanza que pensaba crear, encuentra dos momias en un subterráneo del sótano. Don Bonifacio exige que se las entregue, a lo que don Luis se niega. El cura reacciona de forma airada y, sabiendo donde podía hacer más daño, la emprende contra el colegio (capítulo X):

    …exagerando desde el púlpito los ya graves pecados de irreverencia y sarcasmo que había cometido con las momias. Don Luis Obregón era un hereje, un masón y un vendido a Satanás. ¿Osarían entregar a tal figura del demonio la educación de sus hijos los honrados villavejenses? ¿Habría madres cristianas, y lo eran todas en Villavieja, que tolerasen tan corruptor escándalo? El colegio estaba deshonrado antes que nacido.

    Pero, poco después, la cruel broma de los cerdos que los Uldecoa hacen sufrir a su hermano Juanito mueve a don Bonifacio a pactar con don Luis para perjudicar los intereses electorales de los dos calaveras, “para derrotar a los Uldecoas y a su candidato”. En estos tratos don Luis le ofrece el puesto de secretario municipal para su hermano Juanito:

    —¿Se conforma el señor cura? —preguntó don Luis a su embajador.

—Conforme está.

    Finalmente don Bonifacio vuelve a cambiar de bando cuando el cacique se implica en las elecciones. El cura, buen conocedor de Villavieja, calcula que serán mayores las ventajas para él y su familia a la sombra de don Dámaso. Estos chaqueteos interesados son algo habitual en Villavieja, nada fuera de lo normal. Don Bonifacio se comporta como lo hacen otros muchos personajes.

    Desde que en 1887 sustituyó al histórico Luis Vear, fue párroco de Quesada Leandro Giménez Pérez, que murió en abril de 1906. Durante las estancias de Ciges en los veranos de 1908 y 1909 ya era párroco Juan Antonio Sánchez Viana. Sánchez Viana había sido párroco de San Nicolás, en Guadalajara, y por diferencias con el obispado fue apartado a Quesada. Estas diferencias con el arzobispado las menciona Juan de Mata Carriazo en sus recuerdos quesadeños de juventud (Don Juan de Mata examinado. Op.cit.). También su primo Juan de Mata García Carriazo hace referencia a ellas en sus Memorias inéditas a este “destierro” de quien fue brillante sacerdote en la sede toledana: “diciéndose fue enviado a mi pueblo, castigado por el Arzobispo de Toledo”. Sánchez Viana no tenía ninguna relación familiar en el pueblo y vivía apartado sin apenas salir de la Lonja. Es difícil que inspirase a don Bonifacio. Por otra parte, si el apellido de Juanito era realmente Caravaca, tampoco parece que coincida con el anterior cura Leandro Giménez. Creo que estamos ante otro caso de personaje puzle, confeccionado con retazos de varios curas, incluso con alguno de fuera del pueblo que Ciges hubiera conocido con anterioridad.

    Don Francisco Manso es el alcalde corrupto impuesto y designado para el cargo por don Dámaso. Manso se encontraba en la ruina, malviviendo con “los últimos residuos de su hacienda” hipotecados por un usurero que finalmente se hizo con ellos a cambio de dos mil quinientas pesetas con las que Manso pudo sostenerse medio año más. Es entonces cuando don Dámaso (capítulo VIII):

...viéndole a las puertas de la indigencia, y recordando que su padre le fue adicto y aun le prestó dinero para elecciones en los comienzos de su vida política, tuvo lástima de él, y aprovechando el descrédito del alcalde, demasiado ostensible en sus relaciones complicidas con la Resinera, le destituyó del mando y concedió la alcaldía a don Francisco Manso.

    Desde que tuvo en su mano la vara se recupera completamente y aun prospera, comprando olivares, cortijos y una casa “donde ahora vivía, llamada por Villavieja «La Casa del Pueblo» —ella sabría por qué”. Cuando don Dámaso sufre la cencerrada que tanto le humilla, el alcalde no pone demasiada diligencia en evitarla, por lo que sufre la ira del cacique, que lo desposee del cargo del que tanto se había beneficiado. Manso es también el personaje en cuya boca pone Ciges los argumentos de la clase propietaria recelosa del creciente malestar obrero. La escena de los aceituneros (capítulo IV) se desarrolla en un olivar del alcalde donde este está presente para vigilar a los jornaleros. Allí confronta con Mosiú la situación de los obreros del campo:

    —No diré que esta gente gane mucho; pero les juro que trabaja por menos de lo que gana, y si no tuviesen siempre encima el ojo del amo, se pasarían el tiempo charlando.

    Es en este diálogo con Manso cuando Mosiú le exhorta, refiriéndose a toda la clase propietaria de Villavieja, a cambiar de vida y actitud:

    —Retírense del Casino y acérquense a la tierra, ¿Son ustedes viejos y el hábito les hace intransformables? Pues obliguen a sus hijos a trabajar o, cuando menos, interésenles en la inspección y cuidado de la hacienda. Yo los veo ir del Casino a los cafés, y de estos a las tabernas soeces. Su única ocupación es embriagarse, pasear y enamorar criadas.

    Sobre Manso dice Cecilio Alonso en la nota 14 de su edición de 1986:

    Don Francisco Manso parece encubrir la figura real de don Francisco Malo, comerciante de ultramarinos, dueño de un estanco y rico propietario de Quesada, según me comunica Cesáreo Rodríguez-Aguilera.

    Se está refiriendo a Francisco Malo García, uno de los hijos de Ildefonso Malo Antolínez, maestro de Torreperogil que se casó en Quesada con Patrocinio García Monterreal a principios de la segunda mitad del siglo XIX. Francisco se casó a su vez con una prima hermana, también García Monterreal, Josefa Alférez García, con la que vivía en una casa de la calle San Juan (actual Coronación). Estudió farmacia en Granada y Madrid y fue profesor en el colegio de segunda enseñanza que fundó Alcalá Menezo. Fuera de la subasta de un olivar en Majuela por impago de la contribución rústica en 1900, no he encontrado noticia alguna de que hubiera dado en la ruina, lo que tampoco la excluye. Desde 1894 fue en numerosas ocasiones concejal, y alcalde en varios mandatos. Lo fue por ejemplo en 1908 y 1909, hasta el mes de mayo, poco antes de la llegada de Ciges al pueblo. Hay alguna noticia de que fue procesado cuando ocupaba cargos públicos, como en 1903 por malversación. Pero esto significa realmente poco, pues cesar alcaldes y concejales acusándolos de irregularidades fue práctica habitual en la Restauración y entraba dentro del juego electoral de los partidos turnantes. De hecho, Francisco siguió participando activamente en la política local y en 1923 era concejal de la corporación disuelta cuando se produjo el golpe de estado de Primo de Rivera.

    A pesar de no existir importantes diferencias ideológicas entre liberales y conservadores, la pugna entre ellos era a menudo feroz. Un enfrentamiento enconado en el que fácilmente se llegaba a la enemistad de sus integrantes. En el capítulo XI, cuando los socios del Casino discuten como celebrar el premio de la lotería y algunos proponen organizar una juerga y comilona, don Ambrosio

    …agregó sentenciosamente que en el Casino había jugadores de los dos bandos políticos, y que si el calor de la fiesta alteraba las cabezas, como era de temer, lo que empezaba por alegría y broma pudiera rematar en tristes veras.

    Lógicamente las murmuraciones y acusaciones, casi siempre con una base real, de unos contra otros serían moneda corriente en las ociosas veladas del Casino, y Ciges tuvo que escuchar muchas habladurías. Los Alcalá Menezo y Segura Fernández eran liberales; Francisco Malo, conservador. Es fácil imaginar que los comentarios, con mayor o menor fundamento, oídos a sus amigos liberales inspirasen a Ciges un personaje que necesitaba para su novela como representante de la corrupción política existente, que no era algo inventado.



6.3.- Los humildes.

    Por debajo de este universo de poderosos y señoritos, la gran mayoría de las gentes de Villavieja sobrevivían como podían. Los menos con algún oficio que les permitía vivir con cierto decoro, como ya se ha visto en el caso del zapatero Pepe el Cojo. La gran mayoría malviviendo del campo, donde los que solo disponían de sus brazos pasaban su vida en la miseria, bordeando a menudo las situaciones de hambre. Dentro de esta masa de los humildes los había que se arrimaban a los poderosos, buscando un pan algo más abundante y fácil que el obtenido a jornal. Estos componen la clase subalterna de sirvientes y propios, siempre a las órdenes de sus amos, sometidos a sus deseos e intereses y dependientes de ellos para el sustento. En Villavieja están representados por Adrián Pérez, cuyos servicios llegaron a ser recompensados con la alcaldía por el viejo cacique.

    En el capítulo VII irrumpe el personaje de Adrián para enfrentarse él solo a la multitud alentada por los Uldecoa que le está preparando una cencerrada a don Dámaso:

    …el antiguo matón y agente electoral de don Dámaso Espino, el temido ex jefe de la guardia municipal de Villavieja y ahora aburguesado tendero de mercería gracias a la protección del cacique. (…) En la diestra blandía el quebrantahuesos, su antiguo bastón policíaco de redondo y acerado pomo capaz de aplastar una cabeza.

    Durante toda la narración Adrián ejerce como defensor de su amo, ya sea mediante defensa física como en la cencerrada o actuando como propio del cacique cuando acude a comunicar a Fernando Uldecoa que el cacique ha comprado la hipoteca que grava su cortijo. Los esfuerzos de Adrián son recompensados con su designación como alcalde, lo que desata todos los impulsos clasistas de la buena sociedad villavejense, que se siente ultrajada por el nombramiento de un pobre advenedizo:

    Hasta entonces la primera autoridad la ejerció persona de abolengo, de lo más conocido por los antecedentes familiares. Aunque abocado a la miseria, nadie consideró lícito oponer reparos al nombramiento de don Francisco Manso, pues sus padres y abuelos fueron conocidos de todos por sus riquezas y hombría de bien. Tampoco motejarían de advenedizo a un don Pedro León, a pesar de los vicios que le habían degradado. Pero era un escarnio para Villavieja que la gobernase un antiguo policía, un matón profesional, el mismo que, para recompensarle en otro tiempo de sus oficios electorales, nombró don Dámaso jefe de la guardia municipal con nueve reales diarios.

    Hermana de Adrián es Antonia Pérez, la joven sirvienta con la que se casa el anciano cacique. El personaje de Antonia, más allá de que tuviera o no existencia real, en la narración tiene una función meramente literaria, como elemento necesario en la intriga de las relaciones entre don Dámaso, su hija Lola y su yerno Delmás.

    El equivalente a Pérez respecto a los Obregón es el sargento Peláez, fiel acompañante de los hermanos, especialmente de don Leandro. Peláez, que no es un sirviente sino más bien un acompañante y auxiliar, admira a los Obregón, cuenta con entusiasmo las aventuras de don Luis y sus opiniones son siempre tributarias de las de ellos: “Acostumbrado a repetir lo que oía a los Obregones, faltábale ahora materia de réplica”. No se recata en halagar a don Leandro recordando su etapa de alcalde: “Cierto —exclamó el sargento—; como usted lo hizo, así se gobierna”. Antiguo veterano de Filipinas, su patriotismo ingenuo y primario le enfrenta de continuo a Mosiú cuando este sermonea sobre las virtudes europeas y los vicios españoles (capítulo II):

    El sargento, cuyo patriotismo vejaba de continuo el extranjero, replicó terminante:

—Hartos nos tiene usted con sus cantatas de Europa. Esos juegos y ejercicios serán buenos para ustedes, los señores europeos, que a nosotros de nada nos sirven.

(…)

El sargento le miró colérico, y su resistencia a dejarse convencer le pareció absurda. ¡Extranjero había de ser!

    Es Peláez hombre tranquilo y de buenos instintos. No duda, por ejemplo, en acudir en socorro del pobre Revolucionario cuando lo encuentran tirado en la cuneta del camino sin poder levantarse tras ser arrollado por los Uldecoa. El último servicio que presta a los Obregón le cuesta un brazo tras recibir un tiro de los Uldecoa mientras acompañaba a don Leandro el día de las elecciones (capítulo XXI). Caídos los dos al suelo tras el accidente, don Leandro le pregunta por su estado:

    —¿Es grave?

El sargento sonrió para no aumentar su alarma, y le repuso:

—Peores que esta las vi en Cuba.

(…)

—¡No se inquiete! —le dijo el sargento—. ¡Si solo ha sido en el brazo!

    Dice Cecilio Alonso (nota 1):

    Don Salvador Rodríguez-Aguilera, en unas Notas inéditas sobre Villavieja, que tuvo la amabilidad de facilitarme, identifica al Sargento Peláez como Agapito Pérez, sargento veterano de la Guerra de Filipinas que, retirado en Quesada, narraba constantemente fantásticas aventuras bélicas que escalofriaban a los niños ante la incredulidad de los adultos.

    Agapito Pérez Mendieta era un antiguo sargento de la Guardia Civil que vivía retirado en Quesada desde finales del siglo XIX. Aunque recibía una pensión de 100 ptas. mensuales, regentaba un pequeño comercio de ferretería y quincalla. Todavía vivía en 1920, cuando fue nombrado jurado en el juzgado municipal. El trato que Ciges da al personaje de Peláez es benévolo e incluso afectuoso. Además de que su relación con Agapito fuera buena, hay que recordar que Ciges también fue militar y que llegó a Cuba en 1896, también como sargento, y que de esa coincidencia nacería cierta empatía.

    La situación de la clase jornalera quesadeña era deplorable. Ya la recogió Paul Gwynne al narrar su entrada en Quesada al inicio de su viaje por el Guadalquivir:

    Llegamos a Quesada cuando el sol se ponía, después de adelantar a un grupo de campesinos que volvían cantando del campo. (…) Imagino que al llegar a casa les esperaba una cena a base de gazpacho, una especie de sopa de agua y vinagre con trozos de pan, pepino y cebolla. Con suerte, a la hora del almuerzo habrían tomado un par de trocitos de queso manchego rancio y quizá incluso unas cuantas buenas aceitunas gruesas seguidas de algo de fruta y agua.

    Ciges publicó en El Liberal de 4 de septiembre de 1909 el artículo Vivir muriendo. Como ya se ha visto, en él reflexiona sobre la raquítica y pobre alimentación de los trabajadores del campo y las funestas consecuencias de esta para una “raza” que “va a secarse de puro hambrienta”. Advierte de lo insostenible de la situación y ve inevitable que “la irritación, acumulada por el hambre lenta, se desborde en un año funesto” y que, cuando aparezcan los horrores de la violencia, “cuando las hordas ululantes y famélicas caigan sobre los pueblos o asolen los campos, será el hablar con indignado acento de sus excesos y el apercibir fusiles y arrastrar cañones para sojuzgar al monstruo”. Mientras, parece que no pasara nada y en las noches de verano duermen en las eras “los hombres que, durante el día, trabajaron y penaron, y a la hora del descanso apenas pudieron comer...”

    Este artículo en el que describe el triste menú de los campesinos y su prematura vejez es el claro antecedente de la escena que cuatro años después llevaría a Villavieja (capítulo IV) cuando al final de la accidentada excursión de don Luis Obregón y sus acompañantes se encuentran con una cuadrilla de aceituneros:

    Hombres y mujeres, viejos y niños, astrosos todos, se habían sentado en grupos bajo los olivos para devorar su pitanza. El inventario de los comestibles hacíase en una rápida inspección ocular. La sardina y la granada eran los únicos manjares, y solo el trozo de pan moreno diferenciaba al hombre de la mujer y el chiquillo. El que a las doce consumía una sardina, cambiaba de plato por la noche aceptando una granada, y entre esta y aquella tenía que optar al siguiente día. El gazpacho estaba reservado al verano.

    Mosiú entabla conversación con una vieja que replica los comentarios de las mozas, a las que parecía bastante aquella comida pues estaban más pendientes de bailes, diversiones y encontrar un buen mozo:

    —Vivimos muriendo, señorito. No haga usted caso a esas embusteras. ¿Se figura usted que trabajar de sol a sol, y no llevarse a la boca más que un arenque es para estar gordos y lucidos?

Y señalando al viejo que junto a ella daba vueltas entre sus encías desguarnecidas a una corteza de pan, interrogó a Mosiú:

—¿Cuántos años se figura usted que tiene mi hombre, caballero?

El suizo creyó no equivocarse de mucho.

—Quizás sesenta y cinco.

La mujer movió la cabeza.

—Pues no ha cumplido cuarenta y ocho, señorito; y aquí me tiene usted a mí con cuarenta, que soy una vieja llena de arrugas y para nada. A los cuarenta años somos unos viejos los pobres, y a los cincuenta ya nos llama la tierra. Y el que pasa de esa edad, peor para él, porque la gente tiene el corazón tan duro, que ni pidiéndole limosna hace gracia.

    Por toda la novela hay referencias al problema del campo y sus trabajadores. Cuando las lluvias persistentes interrumpen la aceituna (capítulo IX), y mientras los señoritos se juegan en el Casino la cosecha aún por recoger, los que dependen del jornal sufren:

    El temporal, interrumpiendo la recolección de aceitunas, abrió un angustioso paréntesis en la humilde vida jornalera. Los que durante un mes habían ahorrado algunos reales, tuvieron que gastarlos en comer estos días de obligado paro. Los que esperaban una quincena más de trabajo en reunir lo necesario para renovar los andrajos, difirieron sus compras hasta que llegasen días mejores y la faena volviese a acopiar los céntimos de ahorro.

    Y no son estos jornaleros los últimos en el reparto de suerte. Siempre los hay que están peor. Son los emigrantes de otras comarcas y provincias más pobres que acuden para ganar un jornal en la aceituna. Al final del capítulo V, Mosiú y los Obregón veían avanzar camino de Villavieja a un “grupo astroso, que parecía tribu en marcha”:

    Todos avanzaban descalzos o calzados con desgarradas esparteñas; todos silenciosos, desgreñados y rendidos por la fatiga y el hambre”:

—Más de trescientos —dijo don Luis Obregón— hay ya acampados en torno de Villavieja.

    No es, como vemos, una novedad actual la llegada al pueblo de pobres aún más pobres que los pobres locales. Estos forasteros son los peor parados cuando el temporal interrumpe la aceituna y sus jornales:

    los que habiendo llegado de lejanas comarcas aún no tuvieron tiempo de trabajar y escatimar, recorrían Villavieja en grupos lamentables implorando una limosna bajo el furioso aguacero y cubriéndose con pedazos de mantas viejas o con las rotas albardas de los pollinos.

    En una de las frecuentes tertulias en las que participan los Obregón y Mosiú, don Luis explica su punto de vista sobre la cuestión campesina:

    ...el hambre es el enemigo capital de este pueblo, el remedio consiste en darle de comer; pero pensar en que nosotros le ofrezcamos graciosamente la comida sería una quimera. Es él mismo quien ha de procurársela. El socialismo debe de realizar una gran obra nacional, reuniendo a las muchedumbres famélicas, educándolas, enseñándolas a demandar más.

    No es que don Luis sea partidario de la Revolución. Con la franqueza un poco cínica de su carácter, reconoce que “como buen político de la hora actual, yo soy un intrigante y solo me ocupo de mí”. Pero está convencido que solo el “obrerismo”, la reivindicación organizada, puede cambiar el estado de cosas:

    Los gobiernos no escuchan más que al que grita, y hay que gritar mucho para ser oídos. En cuanto a nuestras clases medias y adineradas, son demasiado egoístas y retardatarias para ejercer una función tutelar sobre el pueblo. Si este no se salva, nadie lo salvará. Él solo puede salvarse y salvarnos.

    Su hermano don Leandro apoya esta teoría, para lo que pone como ejemplo un pueblo de Extremadura donde conserva algunas tierras, en el que la explotación de unas minas redujo la mano de obra campesina disponible. Los obreros del campo aprovecharon la circunstancia organizándose y exigiendo mejores jornales, lo que obligó a los propietarios a preocuparse de sus tierras para seguir obteniendo una renta de su capital. Don Leandro regresó a esta localidad cuando este círculo virtuoso ya había hecho notar sus efectos, y encontró sorprendido que el pueblo era otro, limpio y aseado, que la prensa circulaba más (“cuatrocientos o quinientos periódicos de diversos matices apenas satisfacían a los lectores”) y hasta “las tabernas eran menos repugnantes”. Este pueblo extremeño es Azuaga, donde como se ha visto pasó Ciges la juventud más temprana a la sombra de su padrastro. No hay que olvidar tampoco que por estos años Ciges estaba próximo al PSOE y que Villavieja llegó a la calle como folletín de El Socialista antes que como novela impresa. De ahí esas referencias al obrerismo en la línea de lo que defendía el partido de Pablo Iglesias.


Plano de los derrumbes y daños en viviendas en las Chocillas durante la construcción de la carretera de Tíscar (curva de Fuentenueva) 1891. Foto IECA.



    Pedro Luján, el Revolucionario, de joven conocido como el Gallardo, es el personaje que representa la protesta social en Villavieja. Cuando tras la escena de los aceituneros los excursionistas vuelven a Villavieja, encuentran caído en la cuneta del camino a “un anciano extenuado, más bajo que alto, con barba cana de veinte días”. Es el Revolucionario, al que su debilidad no le permite incorporarse y que para hacerlo necesita ser ayudado por Peláez. Inician entonces una conversación durante la que el Revolucionario se va calentando poco a poco a medida que habla (capítulo V):

    —¿Pero no ve usted que ambos nos morimos de hambre? Ni mi compañero (el burro) ni yo tenemos fuerzas para estar de pie, ¿de dónde las vamos a sacar para levantarnos?... ¡Vive Dios, hombre, que esto ya no se puede resistir!... Toda mi vida pasando miserias, y sin acabar nunca de reventar. Yo no sé qué espera la gente en hacer la revolución —¡y perdonen ustedes! — pero si de mí dependiese, mañana mismo empezábamos.

    Pedro Luján sirve de ejemplo negativo a don Luis sobre cómo no debe actuar el pueblo para redimirse, moviéndose “por bruscos impulsos reflejos” y terribles estallidos de cólera fugaz que serán completamente ineficaces, pues “no es hinchándose y desbordándose el río en breves horas como se abonará nuestra áspera tierra”. Ciges culmina Villavieja con la revuelta contra la Resinera (capítulos XIX y XX), que es buen ejemplo de estas rebeliones espontáneas y desorganizadas. En ella los agravios e injusticias se acumulan año tras año, hasta que algún suceso menor provoca un estallido social nacido de la pura desesperación. Nada consiguen cambiar los amotinados; la Resinera y el dominio caciquil del distrito en nada se resintieron. Una feroz represión fue su única herencia.

    Durante la cencerrada organizada tras la boda del cacique con su joven sirvienta, Pedro Luján fue el héroe de la fiesta. Corría el vino costeado por los Uldecoa para animar la burla a don Dámaso. El Revolucionario fue el más atrevido protagonista de las burlas. Acabó completamente borracho y, tras haber pasado la noche al raso bajo el temporal de lluvia y frío, su cadáver fue encontrado en el campo a la mañana siguiente.

    Hubo en Villavieja algunos intentos de organizar y extender la protesta social. Don Pedro Manso se lo explica a Mosiú al final de la escena de los aceituneros:

    La prensa subversiva, que no conoce amo ni Dios, empezó a entrar en Villavieja. Se fundó una Sociedad de socorros mutuos, primer principio de otros daños, y los trabajadores se empeñaron en que habían de construir a peonadas una casa del pueblo. Luego comenzaron a venir socialistas y anarquistas hablándoles de asociarse, de pedir mayores jornales o declarar la huelga y hacer la revolución social. En fin, para que nos dejasen vivir en paz, mi antecesor tuvo que permitirles el merodeo por campos y huertas, y a mí no me ha costado poco trabajo el disolver sus sociedades.

    Ya se ha hablado anteriormente de los orígenes del movimiento obrero en Quesada. Poco después de que Ciges abandonara Quesada, el 31 de enero de 1911, el Ayuntamiento resolvió dos peticiones de la junta directiva de la sociedad de obreros “El Trabajo”. En la primera solicitaba un terreno “a la espalda de los molinos de D. Ángel de la Riva y herederos de D. Manuel Bedoya” (detrás del muro de la carretera, por la parte de Fuentenueva). En la segunda, que se les cediese la casa de propiedad municipal conocida como de Doña Santiaga (En Santa Catalina, donde estuvo la escuela de la maestra Santiaga Romero hasta fines del siglo XIX) “para destinarla a escuela de los obreros”. Ambas fueron denegadas, la primera por alegar que según Obras Públicas era una “vía pública de la población” y la segunda “por tenerla ofrecida este Cuerpo al Ministerio de Instrucción Pública para construir escuelas oficiales en esta localidad”. En noviembre de ese mismo año la sociedad “El Trabajo” estaba sometida a proceso según el Juzgado de Instrucción, y seguramente fue disuelta porque no se vuelve a tener noticia de ella.

    Es posible que Ciges tuviera noticia epistolar de estos acontecimientos, pero es también muy posible que la “construcción a peonadas de una casa del pueblo”, de la que se habla en Villavieja, se refiera a otro intento anterior. Lo que sí se vuelve a comprobar es que Ciges, aunque adorne literariamente personajes y sucesos, siempre tiene un pie en la realidad.

6.4.- Mosiú, monsieur Lairet.

    Ajeno a poderos, propietarios señoritos y humildes campesinos, desde la primera página entra en la narración monsieur Lairet. Como ya se ha visto, Mosiú es un ingeniero suizo francófono que se ocupa de las obras de una carretera cercana a Villavieja. Es el forastero que observa a la sociedad villavejera desde fuera de ella, sin la resignación y autocomplacencia de los vecinos. Por eso se siente libre en sus juicios y contrapone lo que aquí ve con lo que está acostumbrado en su país de origen. Ante cada problema, vicio o defecto que observa en Villavieja, Mosiú opone las costumbres de su país y todo lo que es usual en Europa. Es un Pepito Grillo que a menudo hiere y enoja a sus contertulios, especialmente al sargento Peláez, que se sienten obligados a defender las virtudes patrias y las bondades de la raza. Las críticas de Mosiú abarcan todos los campos: el cultivo del campo y la poca consideración por el trabajo, el ocio y el vicio, el desamor a la naturaleza y al ejercicio, el caciquismo y las farsas electorales…

En realidad Mosiú es el personaje que sirve a Ciges para verter sus propias opiniones. Como ya adelantó Cecilio Alonso en la Introducción de su edición de 1986, es el propio Ciges quien descubre la auténtica identidad de Mosiú en su artículo publicado en El Imparcial el 6 de mayo de 1927. A pesar de sus relaciones familiares, de sus estancias y de su conocimiento del pueblo, Ciges era un forastero en Quesada como lo era Mosiú en Villavieja. No participa de la mentalidad local ni se siente atrapado por su juego de intereses y esquemas mentales. Habla y critica desde fuera. Cuando escribía Villavieja, vivía Ciges en París. De ahí que elija como su “portavoz” a un suizo francófono para que exprese el gran contraste, que él está comprobando personalmente, entre la vida europea y la de la pobre y atrasada España de la Restauración. En la ya citada correspondencia con Teresa Segura, Ciges no disimula su admiración por lo que en Francia está viendo:

    En las casas francesas (en las empresas) -y esto hay que decirlo en abono de los franceses- hay una disciplina y orden desconocidos en España. Empezando por los de arriba, solo se disfruta de 15 días de vacaciones al año, que están comprendidas entre julio y septiembre. Pasado ese último mes, en realidad, se pierde el derecho a ellas. Dueños con centenares de millones los verá que, para dar ejemplo, son los primeros en llegar al despacho a la hora justa. Y así en todo. (Carta de enero de 1913)

    El afrancesamiento de Ciges no fue algo inhabitual en aquellos años. Numerosos españoles que deseaban que el país se liberase de sus añejas ataduras vieron en Francia, en París, un ejemplo de lo que ellos deseaban para España. Le sucedió a Manuel Azaña, estudioso del ejército francés durante la Gran Guerra y cuyo modelo intentó replicar en sus reformas militares, y a don Antonio Machado, catedrático de francés. Por eso cuando se desbordó el entusiasmo popular el 14 de abril de 1931 se vieron gorros frigios entre los manifestantes y fue La Marsellesa lo que se escuchó como himno que amparaba las ideas republicanas y de progreso.


El Cerro de la Magdalena desde el campanario
de la parroquia. Foto de J.M. Carriazo 1925.



7.- El paisaje de Villavieja.

    Lo dicho para los personajes, que se trata de una novela, y que estos están inspirados en quesadeños que realmente existieron, vale exactamente igual para el paisaje y los topónimos. Ya en su edición de las novelas publicada en 1986, en la nota 11, Cecilio Alonso llamó la atención sobre la libertad literaria con la que Ciges trata la toponimia y el paisaje:

    En «Aire y sol» (vid. nota 2) Ciges Aparicio sitúa este pasaje de Villavieja inequívocamente en «la sierra donde nace el Guadalquivir» (Sierra Cebriana en la ficción). Pero resulta aventurado interpretar los restantes topónimos imaginarios que introduce en el relato porque, a nuestro juicio, el autor refunde en ellos diversos parajes serranos del espacio limitado por la Sierra de Toya y el Guadiana Menor (Gualdavia en el relato), por una parte, y la Sierra de Cazorla por otra, con Quesada en medio, sin respeto estricto de las distancias y emplazamientos de cada accidente geográfico evocado.

    La lectura de Villavieja acredita plenamente lo acertado de la opinión de Alonso. La ficción permite al autor de Villavieja no ceñirse con exactitud a la realidad, sino imaginar y crear libremente una propia que dé cuerpo y acompañe a la trama de la obra. Pero aunque a menudo los nombres de los accidentes geográficos no tienen correspondencia exacta con los reales, el paisaje de Villavieja tiene el color, la luz y el aspecto del quesadeño. Así, al principio del capítulo III, cuando en su loca carrera en carruaje monte arriba don Luis y sus acompañantes alcanzan las alturas, los excursionistas se maravillan de las vistas que contemplan:

    …la verde ladera de la sierra estaba salpicada de puntos blancos, que eran otras tantas casas correspondientes a una dilatada sucesión de huertas y cortijos (…) allá muy alto, veíanse oscuras masas de pinos, (al otro lado) se prolongaba la región abrupta, de suelo atormentado, como si remotamente hubiese sufrido las convulsiones de algún cataclismo geológico. Luego seguían grandes llanuras sembradas de cereales, que ahora empezaban a verdeguear (…) El caudaloso Gualdavia servía de límite a esta segunda zona con la que se prolongaba allende, desolada, erizada de yertas rocas calcáreas.

    Y remata la descripción:

    El centro del amplísimo círculo que formaban las montañas, lo ocupaba Villavieja.

    La estampa nos recuerda inmediatamente a Quesada rodeada por la sierra, el Caballo, Vítar y el cerro de la Magdalena. En el capítulo IX introduce otra que resulta también muy familiar: “A la izquierda de Villavieja los montes eran boscosos, a la derecha estaban calvos”. Y es que efectivamente, vista desde el norte, a la izquierda de Quesada está la sierra y sus pinares, mientras que a la derecha se contempla la cuerda que se inicia en la Magdalena y acaba en el puerto de Tíscar. Eran estos montes calvos, porque entonces, como se puede apreciar en las escasas fotografías de inicios del siglo XX, no se habían hecho las repoblaciones de pino carrasco que hoy cubren aquellas laderas.

    Algunos de los topónimos de Villavieja son fácilmente identificables porque responden a lugares existentes. Así, Argola es Cazorla; Camposano, Belerda; Sierra Cebriana, Sierra de Cazorla. Otros por el contrario responden a lugares que, aunque tengan algún componente real, han sido imaginados por el autor a efectos del relato: los pueblos de Berlanza, Las Navas, San Bayo y Peñafuerte, aunque este último, por su castillo y por protagonizar el motín de los leñadores, quizás pudiera corresponderse con La Iruela. En Argola está el juzgado de instrucción, la cárcel del distrito, el capitán de la Guardia Civil y la sede de la Resinera, y es cabeza de partido, lo que no deja duda sobre su correspondencia con Cazorla. Por su parte Belerda aparece en varias ocasiones bajo el nombre de Camposano. En el capítulo XVI se despeja completamente su identidad cuando, con ocasión de la campaña electoral de don Luis Obregón, se describe así:

    Camposano era una aldea sin municipio, adscrita a Villavieja, que la conservaba bajo su dependencia por un prurito de vanidad local. Sin ganar Villavieja gran cosa, molestaba y perjudicaba a los pacientes camposanos, que no podían hacer nada sin ella, y tenían que recorrer diez y ocho kilómetros para pagar la contribución, declarar en el juzgado o gestionar los múltiples y cotidianos asuntos del vecino con su municipio.

    Los accidentes geográficos son todos de discutible identificación: Tetón de la Loba, Pico de las Águilas, Salto del Gigante… El Tetón de la Loba, por ejemplo, podríamos identificarlo con el Rayal, o quizás con el Cerro de Vítar, pero es también muy posible que responda a la pura idea de gran mole calcárea dominando el horizonte que Ciges guardara en su recuerdo, sin necesidad de ser uno u otro o siéndolo todos a la vez. Sí hay una mención clara a la Dehesa de Guadiana, gran finca de propiedad municipal que se extiende al otro lado del Guadiana Menor: “la Dehesa, surcada de este a oeste por el Gualdavia y que es gigantesca. Tiene pocas tierras laborables pero son óptimas”.

    El caso más evidente de lugar “inventado” es el que llama Salto del Gigante:

    …formidable salto de agua (…) 80 metros de altura, el agua caudalosa procedente de la nieve (…) de Villavieja a la estación había veintidós kilómetros, y diez y seis de Villavieja al Salto”.

    Los 22 km que separan Quesada de su estación son reales. Si lo fuesen los 16 entre Quesada y el Salto habría que pensar en algún sitio como El Chorro, donde el agua se precipita desde gran altura. Pero por mucho que por entonces hubiera más precipitaciones, no parece que su caudal fuese espectacular fuera de ocasionales etapas de grandes lluvias, máxime teniendo en cuenta que los recuerdos de Ciges proceden de sus estancias veraniegas. Parece claro que, seguramente sobre la base real de caídas de agua más o menos grandes (Cueva del Agua, el Chorro, etc.), Ciges imaginó este salto porque le era necesario para la narración, porque allí era donde monsieur Leblanc construiría una central eléctrica con la que abastecer su proyectada fábrica de pasta de papel.

    Respecto a los ríos, dos son los que se nombran en la novela, el Rugienza y el Gualdavia. El primero parece ser el río de la Vega, joven e impetuoso, nacido de la unión de los arroyos que bajan de la sierra. El Gualdavia sí es claramente el Guadiana Menor, pues se da la circunstancia de que el autor, por distracción o intencionadamente, dejó testimonio de esta correspondencia en el capítulo XV. En él Lorenzo Delmás es preguntado por su programa para las elecciones a diputado del distrito y responde:

    —¿Mi programa?... ¡Ah, sí!... Es mucho lo que pudiera decir; pero no me gusta prometer antes de tiempo. Desde luego, pueden asegurar que canalizaremos el Guadiana...

El Gualdavia dirá...

—Justo, el Gualdavia,.. Sí, señor; lo canalizaremos.



[1] Hoy día es de propiedad pública y mantiene las antiguas instalaciones que produjeron resina hasta casi finales del siglo XX, cuando el monte fue arrasado por un pavoroso incendio.


[2] Curiosamente una idea similar fue puesta en práctica poco después, con el establecimiento en Benalúa de Guadix de una fábrica de pasta de papel, La Espartera, que aprovechaba el esparto como materia prima (procedente en buena parte de la Dehesa de Guadiana) y la electricidad obtenida en el lejano río Dílar, donde la conducción de agua a la central eléctrica, que sigue en funcionamiento, aún se denomina canal de la Espartera.