miércoles, 2 de noviembre de 2022

VILLAVIEJA (I). Introducción y contexto.

 

La Explanada a principios del siglo XX. Tarjeta postal.

    NOTA. Este es el primero de tres artículos sobre Villavieja que se irán publicando sucesivamente. El segundo trata de los personajes y paisajes de Villavieja. El tercero sobre don Luis Obregón y la figura que lo inspira, Ángel Alcalá Menezo.


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    Quien estas líneas escribe conoce bastante bien algunas Villaviejas españolas y sus casinos correspondientes. Y certifica que Ciges, gran observador, maestro del detalle, no ha recargado las tintas ni ensombrecido sus descripciones.

   Enrique Fajardo Fernández (Fabián Vidal) en su crítica a Villavieja.

    La Correspondencia de España, 24 de abril de 1914.



     1.- Introducción a Villavieja.

    El 2 de marzo de 1914 se publicó en la contraportada del diario El Socialista, en la sección El Folletón de EL SOCIALISTA, la primera entrega de VILLAVIEJA, cuyo autor era Manuel Ciges Aparicio. Diariamente se fueron publicando fragmentos de la novela hasta que el domingo 9 de agosto, n.º 1903, se puedo leer la palabra FIN. La publicación de novelas en pequeñas entregas era costumbre muy habitual en la prensa de la época. Normalmente se colocaban al final de cada número, en la contraportada, después de la publicidad y los anuncios por palabras. No solo se imprimían obras inéditas de los autores del momento, sino también traducciones de autores extranjeros más o menos consagrados. En el caso de Villavieja tras su finalización fue sustituida por La risa roja, de Leónidas Andreiev, inspirada en la guerra ruso japonesa de 1902, y en la que los soldados sufren y mueren como autómatas bajo la risa sangrienta de los dioses y demonios de la guerra. Como folletín por entregas también se publicó Pedro Hidalgo o el Castillo de Tíscar, de Ángel Alcalá Menezo (El Pabellón nacional, desde 18 de abril al 14 de noviembre).

    A las pocas semanas de salir como folletín, Villavieja apareció en formato libro, impreso por Jaime Ratés y con portada ilustrada por el conocido dibujante y pintor Rafael de Penagos. No tuvo mucha fortuna en este formato. Según Cecilio Alonso (nota preliminar de su edición de 1986), el propio Ciges comentaba años después que la quiebra del editor hizo que se vendieran “al peso” casi todos los ejemplares y que su difusión fuese escasa y muy limitada.

    Como es conocido, Villavieja está construida por el autor con los recuerdos de sus estancias en Quesada. Puede decirse que Villavieja es Quesada con otro nombre, y quesadeños son sus personajes, paisajes y sucesos. Cabría preguntarse si al elegir este título Ciges intentó seguir a Clarín, que en La Regenta denomina (ciudad) Vetusta a Oviedo. En cualquier caso el paralelismo es evidente. He dudado mucho antes de publicar este artículo porque Villavieja merece algo más importante, empezando por una nueva edición que la hiciera accesible al lector actual. Sería poco costoso porque ya se han liberado los derechos de autor. Pero no confío en que se haga, quizás por la abulia, que en Villavieja se diagnostica como enfermedad crónica quesadeña, quizás porque se reavivarían absurdamente los escozores que en su tiempo provocó en determinados sectores de la sociedad quesadeña y no están los tiempos, ni creo que lo estén en el futuro, para asuntos “delicados”.

    Esos escozores existieron y se mantuvieron rencorosamente durante bastante tiempo. Junto a Villavieja, forman parte de lo que Cecilio Alonso denomina ciclo quesadeño del autor otras dos novelas: La Venganza (1909) y La Romería (1910). La primera, aunque escrita en la época de las estancias de Ciges en Quesada, no es propiamente de tema quesadeño pues transcurre en la parte de Guadix y Hernán Valle y solo tiene una relación tangencial con este pueblo. La segunda sí. La Romería es la fiesta de Tíscar de primeros de septiembre escrita con estilo naturalista (expresionista, dice Cecilio Alonso) y reflejos esperpénticos al modo de lo que poco después Valle Inclán llevaría al cénit en Luces de Bohemia. Además de una amplia y cuidada referencia al paisaje, en La Romería Ciges hace una cruda estampa costumbrista de los personajes. No es irreverente, pero sí profana y alejada por tanto del a menudo empalagoso tono que se usa para tratar literariamente asuntos de la Virgen. Por eso La Romería se tomó como una afrenta inaceptable y provocó un rechazo que pervivió mucho tiempo. Tanto que, como es sabido, en la Revista de Ferias de 1953 el cronista oficial de la provincia, el ínclito Luis González López, propuso quemar en “la plaza pública” todos los ejemplares de la novela que se pudieran encontrar “por constituir una grave ofensa a la sencillez de un vecindario católico”.

    Creo que el sentimiento de ofensa, el enconado rechazo a Ciges y a su obra procede más de La Romería que de Villavieja. Primero porque se interpretó como un ataque a la Virgen y a su entorno y luego porque Villavieja se conoció poco. Las pocas personas con acceso a la prensa no leían precisamente El Socialista y los problemas de difusión por la quiebra del editor tampoco favoreció su difusión. Seguramente la mayoría de los ofendidos lo fueron por oídas que no por lectura. Eso sí, en las ociosas veladas del Casino, objeto de las críticas de Ciges, es seguro que se disfrutó mucho, entre burlas y risas, con las referencias a personajes locales del momento (siempre que se refirieran a terceros, claro). Me temo que la cosa ha cambiado poco. Hoy tiene Ciges una calle a su nombre y en la Revista de Ferias se han publicado artículos en su homenaje. Pero, como en algún sitio he comentado, los lectores de sus novelas quesadeñas se hubieran podido sentar todos a la mesa de un bar sin superar los límites establecidos por las medidas anti COVID.

Villavieja, 1914




    2.- Manuel Ciges Aparicio.

    Manuel Ciges Aparicio nació en Enguera (Valencia) en el seno de una familia de comerciantes de paños el 14 de enero de 1874, apenas a un mes de la abdicación de Amadeo I y de la proclamación de la I República. Cuando no tenía dos años murió su padre y al poco su madre se casó de nuevo con su paisano Clodomiro Palop, también comerciante de paños establecido en Azuaga (Badajoz). Allí se trasladó la familia. No se trata aquí de hacer una biografía de Ciges sino de mencionar sus principales hitos que contextualicen su obra quesadeña. Su vida y obra han sido estudiadas por autores conocedores del tema y a los que me remito. Entre ellos Jesús Arribas (Ciges Aparicio: La narrativa de testimonio y denuncia. Editorial Novecientos 1984) y sobre todo Cecilio Alonso (Novelas de M. Ciges Aparicio. Edición, introducción y notas a cargo de Cecilio Alonso. Generalitat Valenciana 1986, 3 tomos. También en A contracorriente: Manuel Ciges Aparicio 1898-1998. Catálogo de la exposición homenaje organizada por el Ayuntamiento de Enguera en 1998. En la Revista de Ferias de 1988 publicó un artículo titulado Manuel Ciges Aparicio en Quesada).

    Según Alonso, hacia el año 1890 Ciges rompe con su padrastro y abandona Azuaga para regresar a Enguera con la familia de su padre. En 1893 se incorpora al ejército y a finales de año participa en la defensa de Melilla durante la llamada Guerra de Margallo. Es ascendido a sargento y trasladado a Manresa. Allí escribe sus primeros artículos, que desde el primer momento son de denuncia y combativos (con seudónimo, claro). En 1896 es trasladado a Cuba, donde durante varios meses participa en los combates contra los independentistas. Desde allí envía a una revista francesa un artículo en el que denuncia la política de “reconcentraciones” (antecedente de los campos de concentración) practicada por el general Valeriano Weyler y su ferocidad represiva. Esta vez comete el error de firmarlo y el artículo llega a manos de Weyler. Es procesado y encarcelado en la fortaleza de La Cabaña, en la Habana.

    Tras la pérdida de Cuba lo repatrían a finales de 1898 y continúa su prisión en Barcelona. A las pocas semanas es indultado y sale de la cárcel. Se traslada a Valencia, donde trabaja en el periódico blasquista republicano El Pueblo. Se inicia aquí su larga carrera periodística. En 1900 se traslada a Madrid y trabaja en el diario republicano El País. Durante 1903 y 1904 dirige el diario zaragozano El Progreso. En 1906 y 1907 viaja a Santander, Bilbao y Asturias, donde escribe artículos sobre las huelgas mineras. En 1908 hizo lo propio en Almadén y a principios de 1909, poco antes de desplazarse a Quesada, en Riotinto. Son todas ellas crónicas beligerantes en las que denuncia las infernales condiciones de trabajo de los mineros. Sobre los artículos de Riotinto el conocido periodista Enrique Fajardo Fernández, que firmaba como Fabián Vidal, hizo los siguientes comentarios (El Motín 22 de julio de 1909):

    Ciges Aparicio, mi buen amigo, uno de los escritores de más enjundia e intensidad con que contamos, piensa publicar en breve un libro sobre Riotinto, uno más de la serie de la España de la explotación y la esclavitud blanca con que periódicamente abofetea las mejillas de sus connacionales. De dicho libro son esos artículos nerviosos y vibrantes, publicados en El Mundo y reproducidos por EL Motín.

    Los he leído con rabia y con pena, y después de leerlos todos, uno tras otro, una noche, en la soledad de mi despacho atestado de libros, he cerrado los ojos y he pensado muchas cosas.

    Durante estos años de principios de siglo inicia su carrera como escritor, que compagina con el periodismo. En 1903 aparece su primera novela (El libro de la vida trágica: del cautiverio), que está compuesta con los recuerdos de su paso por el siniestro presidio habanero de La Cabaña. Desde entonces publica con regularidad. Su última novela, Los caimanes, es de 1931. Con posterioridad publica dos ensayos sobre Joaquín Costa, con cuyo regeneracionismo y rechazo al caciquismo de la Restauración tanto se identificó.

    Ciges tenía familia en Quesada. Según Cecilio Alonso, es probable que desde su adolescencia conociera el pueblo, pero sus dos estancias documentadas tienen lugar en los veranos de 1908 y 1909. Por estas fechas se estaba acercando a las posiciones del PSOE de Pablo Iglesias (del que luego se distanciaría), razón por la que Villavieja se publicó en El Socialista. Del verano de 1908 son dos artículos publicados en Los lunes del Imparcial el 7 y el 28 de septiembre: La Virgen de Viaje (sobre la despedida del 29 de agosto) y Entre los riscos (que habla de la Fiesta de Tíscar). Ambos tienen un tono distinto al empleado posteriormente en La Romería. Son muy correctos, aunque no acaramelados, tanto que serían perfectamente publicables en cualquier boletín de la Cofradía. A estos artículos se podría añadir La Venganza, novela anteriormente mencionada y que se publicó en marzo del año siguiente.

    1909 fue un año bastante movido para Ciges. A mediados de junio, poco después de su estancia en Riotinto, llega a Quesada, donde permanecerá todo el verano para convalecer de una enfermedad estomacal. Lo hace en tren hasta la estación y desde allí en caballería hasta el pueblo. Deja constancia del viaje en un artículo, El Desamor a la Tierra, publicado en la revista Nuevo Mundo el 5 de agosto. Poco después, el 4 de septiembre, aparece en El Imparcial otro artículo, Vivir muriendo, en el que avanza la escena de los aceituneros que posteriormente reproducirá en Villavieja. Pero el verano de 1909 es también para Ciges el desastre del Barranco del Lobo, en el Gurugú, próximo a Melilla, y sus consecuencias: la Semana Trágica de Barcelona, la suspensión de garantías constitucionales y el procesamiento y ejecución de Francisco Ferrer Guardia. Esta sucesión vertiginosa de acontecimientos le cogió a Ciges en Quesada, pueblo aislado donde llegaba poca prensa y con retraso. Sin duda debió sufrir su alma de periodista.

    A mediados de septiembre abandona Quesada, adonde ya nunca volverá, regresando a Enguera y a Valencia. El consejo de guerra contra Ferrer Guardia, acusado de inductor de la rebelión de Barcelona, desencadena una enorme campaña de protesta dentro y fuera de España. Ciges se suma inmediatamente a ella y remite al presidente de la Asociación de la Prensa madrileña una carta adhiriéndose a las protestas contra el proceso. El 13 de octubre Ferrer Guardia es fusilado en Barcelona. El 16 del mismo mes El Pueblo de Valencia anuncia que desde ese día colaborará en el periódico Ciges Aparicio, “cuya relevante personalidad entre la juventud intelectual española está bien definida”, y lo acompaña de un primer artículo, firmado en Enguera, en el que compara la inicua muerte de Ferrer con el caso Dreyfus. Algunas semanas después, 8 de noviembre, aparece un segundo artículo, Hay que tocar a lo intangible, en el que defiende la revisión del juicio a Ferrer y explica las pocas protestas que, en su opinión, se habían levantado por el temor de la prensa y la intelectualidad de “llegar al Ejército”, demasiado mimado y que se había llegado a creer que “era la rueda catalina de la nación”, llegándose al caso insólito de que en España se pueda renegar de Dios y combatir a las instituciones, “pero nadie pueda tocar al elemento armado”.

    A pesar de que en el artículo no hay ningún tipo de injurias o insultos al Ejército, este se empeñó en dar la razón a Ciges. El día 27 de noviembre El Pueblo publica esta escueta nota:

    Nuestro queridísimo amigo el ilustre colaborador de El Pueblo D. Manuel Ciges Aparicio ha sido procesado por el fuero militar a consecuencia de un artículo inserto en estas columnas en el que se combatía la sentencia contra Ferrer.

    El Juzgado militar decretó orden de detención contra el notabilísimo cronista, quien conocedor de este procesamiento se ha puesto en salvo.

    El Sr. Ciges Aparicio se ha refugiado en París, desde donde dirigirá sus crónicas a EL PUEBLO de Valencia.

   No fue demasiado largo este primer exilio de Ciges. A principios de 1910 el nuevo gobierno de Canalejas lo indulta y regresa a Valencia para volver a trabajar en El Pueblo. En el verano de 1910 se desplaza a Melilla por cuenta de este periódico para escribir una serie de artículos sobre la situación en África. Marruecos seguía siendo oficialmente independiente (el Protectorado se instauró 1912) pero las potencias coloniales, España y sobre todo Francia, ya no se recataban en intervenir, incluso militarmente, en el sultanato. Ciges se posiciona claramente contra la política militarista y colonial del Gobierno denunciando amargamente la corrupción en el Ejército. En septiembre, a su regreso a Valencia, ya se han publicado sus primeras crónicas. La reacción de los militares es furibunda: lo persiguen y amenazan hasta el punto de que Ciges se ve obligado a escapar nuevamente a Francia; es el segundo de sus exilios.

    En Francia Ciges completa la serie de artículos sobre Marruecos que más tarde recopilará en un volumen, Entre la paz y la guerra. Marruecos, publicado en 1912 estando él en París. Antes, en diciembre de 1910, recién llegado el autor a Francia, había salido La Romería, la otra gran novela quesadeña de Ciges. En París encuentra trabajo en la editorial Louis Michaud; se hace cargo de su sección española y prepara la expansión de la empresa a Latinoamérica. Su situación personal se va tranquilizando y, como dice Cecilio Alonso, su condición pasa de exiliado a transterrado que con su trabajo en la editorial se gana cómodamente la vida. Este cambio le permite regresar periódicamente a España por vacaciones. Según Cecilio Alonso, su familia lo recordaba en el verano de 1913 en Enguera escribiendo Villavieja y leyéndoles fragmentos de la obra conforme iba avanzando. Finalmente la publica en 1914, pocos meses antes del estallido de la Gran Guerra, cuyos primeros años él vive en París.

    En 1917 regresa definitivamente a España y se incorpora a la redacción de El Imparcial. En 1918 se casa con una hermana de Azorín, Consuelo Martínez Ruiz. En 1921 nace su hijo Luis, posteriormente uno de los actores imprescindibles del cine español. Cuando se proclama la República lleva ya tiempo distanciado del PSOE y próximo al partido de Azaña (de quien era amigo personal), Acción Republicana. En 1933 es nombrado gobernador civil de Baleares, donde coincide con Franco, gobernador militar. Ambas familias tienen cierto trato. Tras el triunfo del Frente Popular se le encarga el Gobierno Civil de Santander y fugazmente el de Lugo. A primeros de julio es nombrado gobernador de la provincia de Ávila. Allí esperaba su prevista designación como embajador en Cuba, pero no dio tiempo. Tras el golpe de estado del 18 de julio es detenido y sometido a un arresto domiciliario. La madrugada del 5 de agosto de 1936 apareció su cadáver en el camino del cementerio de Ávila.

Retrato de Manuel Ciges Aparicio publicado en
Vida Socialista el 26 de marzo de 1911.



    3.- Ciges en Quesada.

    Dice Cecilio Alonso en su artículo publicado en la Revista de Ferias 1998:

    El escritor valenciano, Manuel Ciges Aparicio debió frecuentar Quesada desde su adolescencia, aunque sus estancias más documentadas en esta villa se produjeron en 1908 y 1909. Sin duda fue entonces cuando recogió los materiales para escribir las novelas que componen su ciclo quesadeño: La venganza (1909), La romería (1910) y Villavieja (1914).

    La razón de estas visitas al pueblo era familiar. En Quesada vivía Manuel Aparicio Sanchiz, hermano de su madre. Alonso lo cita como Jaime, pero lo cierto es que no he encontrado ninguna referencia a Jaime en ningún documento, mientras que Manuel sí fue un personaje muy conocido en el pueblo durante los años del cambio de siglo. En Quesada hubo una importante colonia de enguerinos establecida desde mediados del siglo XIX. Enguera durante ese siglo poseía una importante industria textil. Como consecuencia, numerosos vecinos se dedicaron a comerciar con paños y tejidos, estableciéndose en numerosas localidades de la Península. Es un caso muy similar al de Ortigosa de Cameros, Rioja, donde se desarrolló una potente industria de fabricación de paños con la consiguiente actividad comercial. También de Ortigosa hubo una importante colonia de comerciantes en Quesada.

    Como bien se retrata en Villavieja, Quesada estaba dividida en dos clases sociales. Una, mayoritaria, compuesta por los que trabajaban el campo, jornaleros y pegujaleros, hundidos en la pobreza cuando no en la miseria. La otra era la de los propietarios y asimilados, para los que el concepto de trabajo resultaba ofensivo y que entretenían su ociosidad en el Casino. Había entre ambas una pequeña capa de artesanos, menestrales y labradores. Por eso las actividades industriales y comerciales solían estar en manos de forasteros. Es bastante indicativo que la gran mayoría de los rematantes de esparto de la Dehesa, quizás el negocio más importante del pueblo por entonces, no fueran naturales de Quesada. A finales del siglo XIX y principios del XX la calle Nueva, el centro del comercio local, estaba controlado por gente nacida fuera o por sus descendientes directos. Dicho de otro modo, la mayoría de los dueños de negocios de esta calle remanecían de Enguera o de Ortigosa. Bien es verdad que, gente despierta y con cierta formación, enseguida comprendían la filosofía local y buscaban matrimonio con alguna heredera, de manera que las segundas y terceras generaciones se diluían en la buena sociedad local adoptando sus costumbres y mentalidad.

    Los tres apellidos enguerinos identificables en Quesada son Palop, Aparicio y Sanchiz (la madre de Ciges se llamaba Purificación Aparicio Sanchiz). En Quesada hubo matrimonios entre ellos, de manera que las familias se mezclaron y a veces es difícil seguirles el rastro. El enguerino más antiguo del que tengo noticia fue Jaime Palop Gómez, que vivía en la calle Nueva, donde tenía abierto establecimiento. Debió llegar hacia los primeros años de la década de los setenta del siglo XIX. Para 1878 ya figuraba en la lista de electores para el Senado por el grupo de mayores contribuyentes. Su cuota de contribución industrial (comercio) era de 109 ptas. mientras que por rústica pagaba 52 ptas., lo que indica que dos tercios de sus ingresos no venían del campo sino de su negocio. Jaime Palop Gómez fue alcalde en el bienio 1896-1897, lo que señala su buena integración en el pueblo. Estaba casado con Josefa Sanchiz Aparicio, también de Enguera y a juzgar por los apellidos pariente de la madre de Ciges.

    Pero la relación familiar con Ciges más directa era la de Manuel Aparicio Sanchiz, hermano de su madre. Estaba casado con una Palop de la que no tengo otra referencia. Vivía en la calle San Juan (lateral derecho de la actual plaza de la Coronación), se dedicaba al comercio y había llegado al pueblo hacia los años ochenta del siglo XIX, cuando Ciges vivía en Azuaga con su madre y su padrastro. Fue en numerosas ocasiones concejal y lo era también en febrero de 1911, cuando dimitió y pidió la baja de vecindad para desplazarse a Buenos Aires con su familia. No debió irle demasiado bien y regresó en junio de 1912. Una hija de Manuel, María de la Paz Aparicio Palop, vivía en 1931 en la calle Nueva 21.

    De los hijos de Jaime Palop Gómez y Josefa Sanchiz Aparicio destaca Jaime Palop Sanchiz, comerciante de comestibles y quincallería, fabricante de licores y aguardientes y propietario agrícola. Para los años en que Ciges estuvo en Quesada la mayor parte de su cuota de contribución ya procedía de la rústica, muy por encima de la industrial, lo que ilustra lo antes comentado sobre la adaptación de las segundas generaciones a la vida local. Estaba casado con Josefa Marín y vivía en el actual número 22 de la calle Nueva, casa en cuyos tres balcones del primer piso se conservan sus iniciales JPS. Fue el padre de los hermanos Palop Marín (Manuel, farmacéutico asesinado en 1936; Juan Bautista, médico y alcalde en la dictadura de Primo de Rivera y luego en 1939; Jaime, propietario del “Hotel Victoria” frente a la casa que fue de su padre y alcalde franquista en la posguerra). Otro de los hijos de Jaime Palop Gómez fue Manuel Palop Sanchiz, comerciante también en la calle Nueva y que tuvo una sonada suspensión de pagos en 1901. Desde 1918 fue secretario del Ayuntamiento, puesto del que fue cesado en 1932 por determinados asuntos turbios. También era hijo del matrimonio Antonio, que abrió en los bajos de la casa de sus padres el luego tan famoso bar El Relámpago. Según dice García Carriazo en sus memorias inéditas, “soltero, pusiera el bar El Relámpago, donde ganara buen dinero, que tiraba en juergas, terminando por irse del pueblo”.

    Por último, y sin relación directa con los anteriores pues el parentesco venía por la parte paterna, está la prima hermana del escritor Elvira Palop Ciges. Había nacido en Tomelloso el 30 de marzo de 1870, hija de Cristóbal Palop y Josefa Ciges, hermana del padre de Ciges. Su relación con Quesada le viene por el matrimonio de su hija Fidencia con el industrial Carlos Sánchez Pérez. Murió en la bodega de Carlos Sánchez en 1959. Su familia conserva dos cartas, de contenido afectivo y familiar, que su primo le escribió desde el Gobierno Civil de Baleares en 1933.

    Anteriormente se ha comentado que, según Cecilio Alonso, Ciges debió frecuentar Quesada ya desde su adolescencia, en viajes y estancias más o menos largas para visitar a su familia materna, a Manuel Aparicio. Parece bastante razonable que lo hiciera, pero sin embargo solo dos de esas visitas, la del verano de 1908 y la de 1909, se pueden documentar porque durante las mismas escribió los artículos de tema quesadeño antes mencionados. El conocimiento que en ellos acredita del pueblo, de sus paisajes, costumbres y personajes, es muy amplio y parece proceder de una relación sostenida en el tiempo que le permitió incluso establecer amistades y relaciones estrechas. Algunas de estas relaciones están documentadas por la poca correspondencia del autor que se conserva en Quesada.

    Entre finales de 1912 y mediados de 1914 Ciges se carteó desde París con Manuel Segura y con su hija Teresa.[1] Por aquellos años Ciges era un señor más bien mayor, que había vivido intensamente la juventud con sus peripecias militares, carcelarias y periodísticas, pero con muy poca atención a la cosa amorosa. Alcanzada una edad, con un buen trabajo en París, le había llegado la hora de asentar la cabeza y contraer matrimonio. Por esta correspondencia se deduce que “pretendió” a Teresa Segura Alcalá y que al menos durante algún tiempo, aunque la relación acabó en nada, sus intenciones fueron formales. Teresa era hija de Manuel Segura Fernández y de su esposa Ambrosia Alcalá Menezo, hermana de Ángel Alcalá Menezo. Manuel Segura era un importante propietario, abogado “de secano” (no ejerciente), que tuvo gran relevancia en la vida local durante las últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX. Fue profesor de historia y filosofía en el colegio de segunda enseñanza que fundó su cuñado Ángel y también perteneció a la masonería, usando en la logia quesadeña La Luz el nombre simbólico de Arístides.

    El tono de las cartas intercambiadas entre Ciges y Teresa es muy formal y protocolario, el propio de la época para estas circunstancias de cortejo. Son cartas abiertas, para que las puedan leer también los padres y así convencerse de la seriedad de sus sentimientos y pretensiones. En ellas Ciges le cuenta a Teresa su vida en París, las costumbres de la gente del lugar y la anima a que visite la ciudad, previo matrimonio:

    ¿Se divierte mucho? Me parece que en Quesada, y en pleno invierno, no habrá de qué. En cambio, aquí siempre hay ocasiones (…) Yo creo que debe usted animarse y venir a París. Todo se reduce a estudiarlo con sus papás, y avisármelo. Este verano puedo yo ir a Quesada, y previa una bendición del cura y unas firmas ante el juez -casamiento se llama esa figura- encargarme de traerla… ¿Qué dice usted? ¿Qué piensan sus papás? ¿Quieren?…

   Teresa se pensaba mucho la respuesta, redactaba un primer borrador, lo corregía y redactaba otro, hasta que finalmente días o semanas después enviaba la carta definitiva. El contenido de estas cartas es, como digo, muy convencional y no tendrían más importancia y valor que la simple anécdota si no fuese porque dan una pista clara de cómo surgió el personaje principal de Villavieja, don Luis Obregón. Algunas de las cartas están dirigidas directamente al padre de Teresa, Manuel Segura, y por ellas se comprueba que la relación de Ciges con la familia fue intensa y fluida, previa a sus pretensiones con Teresa y no su consecuencia. Hay en ellas referencias a los líos y disgustos matrimoniales del cuñado de Manuel Segura, Manuel Antonio Alcalá Menezo, por quien pregunta y se interesa, y a las habladurías y chismes que estos problemas levantaron en el pueblo. En 1914 murió Pepe, hermano de Teresa, de una larga enfermedad por la que Ciges se había interesado en alguna carta anterior. Ciges escribió directamente a Manuel Segura para darle el pésame, manifestándole la especial amistad que le profesaba: “Aunque tengo el hábito de no mostrar mucho mis preferencias y afectos, diversas veces pudo usted notar mi flaqueza por el pobre Pepe”. Le confiesa al padre que incluso llegó a pensar en su hijo para abrir en Latinoamérica alguna sucursal de la editorial Michaud, lo que acabó descartando, seguramente por conocer el carácter emprendedor y activo de la gente bien quesadeña.

    La relación y amistad de Ciges con esta familia fue intensa y por eso serían muchas las tardes de Casino con los varones así como las visitas a la casa familiar en Santa Catalina para ver a Teresa. Hacía poco más de diez años que había muerto Ángel Alcalá Menezo, el gran personaje de la familia (y también del pueblo en aquel momento). En todas esas ocasiones sería tema recurrente las historias y aventuras de don Ángel, sus andanzas por Filipinas, su pasión política, sus aficiones literarias, su carácter audaz y novelesco. Nada de extraño tiene que Ciges se inspirara en él para su don Luis y que las hazañas de su personaje literario constituyan casi una biografía de Alcalá Menezo y reproduzcan numerosos detalles con gran exactitud.

    Fueron cinco los artículos que sobre tema quesadeño escribió Manuel Ciges Aparicio. Los dos primeros, de 1908, los público en el suplemento literario Los lunes de «El Imparcial» y tienen como asunto las fiestas de la Virgen de Tíscar al final del verano. Ambos fueron rescatados por Jesús Arribas, que los reprodujo en su estudio sobre el autor que se citó anteriormente. El primero tiene por título Fiestas populares. La Virgen de viaje y se publicó el 7 de septiembre de 1908 (Anexo 1). Para Quesada fue recuperado en la Revista de Ferias de 1984 por Manuel Vallejo junto a un pequeño artículo sobre el autor, Manuel Ciges Aparicio en Quesada. Breve reseña biográfica. En La Virgen de viaje cuenta Ciges cómo era la procesión y despedida de la madrugada del 29 de agosto hace más de cien años. Por eso algunas cosas son distintas, como por ejemplo la verbena del jardín, a la que no alude porque entonces no se celebraba.

    El segundo, Fiestas populares. Entre los riscos, es de 28 de septiembre de 1908 (Anexo 2). También lo publicó Manuel Vallejo, el año 1985, en la Revista de Ferias. Trata de la fiesta de Tíscar, que describe con un sobrio tono de reportaje periodístico alejado de la ácida sátira de La romería, pero sin dejar de destacar lo que a él llamó más la atención, la mezcla de fiesta y devoción, “de zambra y promesas” como escribe Ciges. Es algo que no sorprende hoy, al menos en el sur, pero quizás sí lo hacía entonces a gente habituada a otras costumbres.

    En 1909 fueron dos los artículos que escribió en Quesada y sobre temas quesadeños. El primero en publicarse fue El desamor a la tierra, en la revista Nuevo Mundo el 5 de agosto (Anexo 3). No fue reproducido en la Revista de Ferias y creo que es casi completamente desconocido para el lector quesadeño. Trata de la llegada del autor a la estación de Quesada, del viaje en caballería hasta el pueblo y del cruce en barca del Guadiana Menor. Pero mientras se desplaza, Ciges reflexiona sobre los problemas de la tierra que contempla, asombrándose del poco cariño del dueño a sus campos. Se lamenta de las aguas cargadas de humus, que se deslizan perezosas hasta el mar donde se pierden sin fertilizar “los vastos y sedientos terrenos circundantes (…) por la incuria de los hombres”. Pero además, buena parte de las cosechas se pierden en el juego, “esa terrible epidemia de una dilatada región”, de manera que el dueño acaba recurriendo al usurero, que “no pide en garantía carne de sus víctimas, que sólo le serviría para alimentar a sus perros, si la sordidez le permitiese tenerlos, sino la tierra misma, que así aferrada, rara vez vuelve integra a su dueño primitivo”. Como consecuencia el propietario cae en la abulia y la imprevisión, ya solo aspira a mejorar su suerte con la herencia, la lotería o la política. En este artículo, escrito durante el mes de julio, Ciges traza una especie de guión con los temas que le preocupan y que más tarde desarrollará en Villavieja.

    Poco después, el 4 de septiembre, publicó en El Liberal un segundo artículo que titula Vivir muriendo (Anexo 4). Al igual que el anterior tampoco se ha reproducido y es casi desconocido en Quesada. Está escrito en el mes de agosto, tiempos de trilla, y si en el anterior reflexionaba sobre los propietarios en este lo hace sobre las gentes que ve afanarse en las eras, hombres “guiando las mulas sobre los trillos ligeros o aventando amorosamente las parvas” y que al caer de día reposan sobre esas mismas parvas “inmóviles, como yacentes” tras trabajar y penar “sometidos al incendio violento del sol”:

    Trabajan con extremada rudeza desde que la clara punta del alba asoma por la sierra, y cuando el fresco les orea y las sombras gratas los envuelven, paréceles más dulce y blando rendirse al sueño que aumentar sus cuidados con las tristezas que llegan de otras tierras...

    Rendidos por el trabajo viven ajenos al mundo y a las noticias, algo que llama la atención del periodista Ciges. Porque es el trepidante agosto de 1909 y “los que hacen ociosa vida ciudadana” a una comentan “los combates africanos y las audaces turbulencias de la sedición” (Barranco del Lobo y Semana Trágica), pero para “estos míseros seres” tan grandes noticias solo han llegado “como rumores confusos de un mar invisible y remoto”. Viven pegados a la tierra, pendientes solo de su propia supervivencia, de su mal comer. “Viven muriendo”, con un poco de pan y arenque, con su jornal de sesenta céntimos cuando lo hay. Ciges apunta en este artículo la que será escena de los aceituneros en Villavieja. Tanto este artículo como el anterior son una especie apuntes, tomados en el momento y lugar, con los que más tarde, ya expatriado en París, escribirá Villavieja. Cuando escribía este artículo Ciges estaba viviendo los graves acontecimientos de aquel verano en el ambiente hostil del Casino quesadeño, favorable al militarismo colonial y opuesto a la revuelta de Barcelona. Quizás por eso le asoma un punto rebelde, que es más deseo que razonada premonición, y exclama:

    ¡Ay, cielo, si tú no provees, y al (mal) invierno que se espera sucede una primavera mala, Melilla y Cataluña van a ser poca cosa...

    El último de sus artículos quesadeños se publicó cuando hacía ya más de diez años de la publicación de Villavieja y más de quince de su última estancia en Quesada. Fue el 6 de mayo de 1927, en La Libertad, y se titula Aire y sol. La alimentación del andaluz (Anexo 5). Se reprodujo en la Revista de Ferias de 1988. En este último artículo Ciges retoma la escena de los aceituneros y el posterior encuentro con Pedro Luján, el Revolucionario. Ante el penoso y mísero almuerzo de la cuadrilla de aceituneros, uno de los acompañantes de Ciges exclama en tono irónico:

    —Pero los andaluces somos muy sobrios. El aire y el sol nos alimentan.

    Y es que opinar que en el campo andaluz no existía el hambre y la miseria, sino que su parca alimentación era más bien una cuestión cultural, una forma de ser, no era algo inhabitual y para acreditarlo Ciges encabeza el artículo con una cita que atribuye a Ortega y Gasset:

  En cuanto a la alimentación, la sensiblería socialista nos ha hecho notar innumerables veces que el gañán del campo andaluz no come apenas y está atenido a una simple dieta de gazpacho. El hecho es cierto y, sin embargo, la observación es falsa porque es incompleta. Un jornalero de Azpeitia come más y mejor que un ricacho de Córdoba o Jaén. Hasta en esto imita el andaluz al vegetal; se alimenta sin comer, vive de la pura inmersión en tierra y cielo. Lo mismo el chino. José Ortega y Gasset.

    Como ya destacó Cecilio Alonso, en este artículo Ciges descubre que aquellas escenas que narraba en Villavieja existieron y fueron reales y que el personaje Mosiú no era un ingeniero suizo sino que en realidad lo representaba a él durante su veraneo quesadeño:

    Lo que hace algunos años referí en forma novelesca lo transcribo al presente como recuerdo personal. El extranjero de entonces —el «Mosiú»— sólo es ahora un forastero. Cuatro amigos vamos por la sierra donde nace el Guadalquivir. Uno tropieza, cae y se lastima el brazo derecho...

Croquis con el primitivo trazado del ferrocarril.
El Defensor de Granada 25 de mayo de 1882




  4.- Quesada como paradigma de los problemas de España en la Restauración.

    Ciges construyó Villavieja con los recuerdos y las cosas aprendidas durante sus estancias en Quesada, repartidas a lo largo de la primera mitad de su vida. Pero en su memoria sin duda quedaron especialmente grabados, por ser más recientes y por encontrase ya en su madurez personal y periodística, los veranos de 1908 y 1909. Especialmente este último, tras el cual ya nunca regresó a Quesada. En Quesada encontró el paradigma de las injusticias y problemas de la España de la Restauración que él combatía: atraso económico, la propiedad de la tierra que impedía cualquier progreso y a la vez condenaba a la miseria a grandes sectores del campesinado, analfabetismo y desprecio por la instrucción pública, subdesarrollo de las comunicaciones…, una sociedad muy tradicional, alejada del resto de Europa que, perdidas su últimas colonias de América y Filipinas, iniciaba una nueva aventura de consolación en Marruecos.

    Todo al amparo de la Constitución de 1876 promulgada tras la vuelta de los Borbones. Era un sistema político diseñado para evitar cualquier reforma que pudiera menoscabar la preponderancia de los poderes tradicionales, de la Corte. Bajo una apariencia parlamentaria la Restauración controlaba el país con dos herramientas: la alternancia de los dos partidos dinásticos, el turno, y el caciquismo. Los partidos Conservador y Liberal Fusionista defendían, aunque con algunos matices, el orden establecido. Los afiliados a ambos partidos no tenían grandes diferencias ideológicas y sus enfrentamientos eran más de grupo, de “hooligans” futbolísticos, que fruto de pensamientos y proyectos distintos.

    La otra pata del sistema era el caciquismo. El cacique dominaba su distrito electoral mediante una red clientelar formada por la derrama de cargos políticos municipales y empleos mediante los que el partidario conseguía una paga (policías municipales, guardas rurales, empleados de los ayuntamientos, etc.). Habitualmente era el cacique quien resultaba elegido diputado al Congreso por el distrito pero si, por cualquier circunstancia, no podía serlo designaba al candidato mediante negociaciones y componendas con políticos del otro partido y con las autoridades gubernamentales. Los gobiernos no surgían de unas elecciones, era al revés. En la Corte se encargaba el gobierno a uno de los dos partidos. Una vez formado se procedía a la disolución del Congreso y se convocaban elecciones que el nuevo gobierno mediante caciques, gobernadores civiles, etc. siempre ganaba. Existían los republicanos y el naciente partido de Pablo Iglesias que ganaban en algún distrito, normalmente urbano, pero el vuelco electoral era imposible porque el sistema estaba diseñado para evitarlo. Todo esto lo conocía bien Ciges y bien lo describió en su biografía de Joaquín Costa. Y todo esto se lo encontró en Quesada y lo llevó a Villavieja.

    Quesada celebró el cambio de siglo con una Traída extraordinaria de la Virgen de Tíscar el día 30 de diciembre de 1900. Ese mismo día el Ayuntamiento acordó erigir una cruz en la salida de la carretera de Tíscar, lugar que pasaría a conocerse como Humilladero y donde se recibiría y despediría a la Virgen en sus traslados anuales desde el Santuario. Por esas fechas el pueblo tenía 7.599 habitantes y el crecimiento de la población era importante. En 1910 se alcanzaron los 8.281 censados. Los vecinos eran en su mayoría analfabetos, el 85,96% (83,32% de hombres y 88,63% de mujeres). No se vivía esto como un problema y por tanto se hacía poco para remediarlo. En 1930 el analfabetismo apenas se había reducido al 78,42%. Dos escuelas de niños y dos de niñas en el pueblo más una y una en Belerda (no siempre, pues a veces se fusionaban en una mixta) era toda la dotación pedagógica existente en Quesada. La pequeña minoría que se apañaba (más o menos) con las letras se componía de propietarios y de sus familias, de los pocos funcionarios y profesionales y de algún que otro artesano. Poca prensa llegaba al pueblo y lo hacía con retraso. La inmensa mayoría de la población no sabía del mundo (entendiendo por mundo todo lo que rebasara los estrictos límites municipales o comarcales) más que lo que habían visto (los hombres) durante el servicio militar.

    Era Quesada un poblachón remoto y aislado, perdido en un lejano y olvidado rincón al que era complicado llegar y del que no era fácil salir. En marzo de 1899 se inauguró el viaducto del Arroyo del Salado con el que se completaba la línea férrea Linares-Almería. El tren no solo permitió la comunicación con Linares-Baeza, también abrió el camino hacia el sur, con Almería, que hasta ese momento era tremendamente complicado. El fácil acceso a esta ciudad fue el motivo de que se pusiese de moda y que, hasta los años sesenta del siglo XX, fuera habitual que la gente bien de Quesada pasase los inviernos allí, junto al mar y en un clima seco y templado alejado de los hielos del pueblo. La pega que desde su inauguración presentó este moderno transporte era la dificultad de acceso a la estación, porque quedaba lejos y no había caminos aceptables.

    El proyecto de ferrocarril despertó muchas esperanzas en Quesada. En enero de 1882 se ofreció por el Ayuntamiento y mayores contribuyentes 15.000 ptas., 3.000 jornales y 3.500 pinos para ayudar al inicio de las obras. Por entonces el trazado proyectado partía de Linares y pasaba por Peal, cercanías de Quesada, Huesa, Pozo Alcón y Zújar para llegar a Baza. Llegó a licitarse su construcción en el mes de septiembre, pero el concurso quedó desierto por el desinterés de los grandes inversores ferroviarios, como la familia malagueña Loring. Además no se resolvía la comunicación de la muy aislada provincia de Almería. El proyecto quedó aparcado, lo que provocó la protesta de numerosos municipios a los que se unió Quesada en noviembre de 1884. A principios de la siguiente década se retomó la idea, pero con un trazado modificado para enlazar directamente Linares con las minas de Alquife y Almería, permitiendo además un ramal hasta Granada. Fue la línea que finalmente se construyó y que hoy está casi abandonada.

    El resultado fue que las estaciones, también la de Quesada, quedaron lejos de los pueblos que les daban nombre y que sus beneficios en la comarca fueran limitados. El cambio fue vivido en la comarca con gran descontento y nuevamente resurgieron las quejas. En el verano de 1890 se convocó una reunión de ayuntamientos para protestar por el trazado de la vía al otro lado del Guadiana Menor. La preocupación por el aislamiento ferroviario duró tiempo y se buscaron alternativas. Así en 1904, junto a otros ayuntamientos, el de Quesada solicitó sin éxito la construcción de una línea secundaria que, pasando por Quesada y Huéscar, alcanzase Murcia (El Defensor de Granada, 22 de septiembre).

    Cuando Ciges llegó a Quesada la herida seguía abierta y así lo reflejó en varios pasajes de Villavieja. Siempre se sospechó, y lo repite Ciges, que el tan perjudicial cambio de trazado era fruto de las presiones políticas de los grandes terratenientes, interesados en comunicar sus latifundios, en contubernio con los caciques locales.

    La estación o apeadero de Quesada está a más de veinte kilómetros del pueblo. El viajero inglés Paul Gwynne, cuando inicia el relato de su viaje a lo largo del Guadalquivir, muestra su absoluta estupefacción cuando al bajarse del tren comprueba que no hay atisbo del pueblo. Y todavía más, que le aguardaba un desplazamiento en caballería largo y penoso para llegar a su destino (vortizg.com Paul Gwynne en Quesada). Ciges Aparicio sufrió la misma experiencia y lo reflejó en su ya citado artículo El desamor a la tierra:

    El viaje en caballería tenía que ser largo al través de un terreno quebrado y en ocasiones peligroso (…) Ahora he de vadear en barca un ancho río que arrastra abundante humus…

    Porque a la distancia de su emplazamiento se añadía la falta de una carretera o camino digno que uniese la estación con el pueblo. El trayecto discurría por malos caminos y debía salvar el tumultuoso Guadiana Menor mediante una pequeña barca de cable que existía en la Venta del Barco o del Yeso. La propia compañía que construía la línea, Ferrocarriles del Sur de España, posteriormente absorbida por Ferrocarriles Andaluces, comprendió que este problema podía restar clientes a su negocio. Por eso encargó en 1896 a uno de sus ingenieros que reconociera el terreno y propusiera un trazado para un nuevo camino carretero. Cuando Gwynne y Ciges llegaron a Quesada las obras para el camino vecinal de Quesada a su estación estaban ya comenzadas, pero se ejecutaban a un ritmo tan lento que parecían eternas. La historia de la construcción del llamado camino vecinal de Quesada a su estación es demasiado larga y cansina para reproducirla aquí. Ciges no llegó a conocerlo terminado porque, además, las obras para salvar el gran obstáculo, que era el paso por el Guadiana Menor, ni habían empezado.

    Por entonces, entre que llovía más y que no existía la presa del Negratín para regular el caudal, era un río bravo y traicionero. Juan de Mata Carriazo refiere cómo, en sus viajes a Jaén para los exámenes de bachillerato, el río seguía vadeándose o cruzándose en barca (Don Juan de Mata Examinado, en Juan de Mata Carriazo Arroquia. Perfiles de un Centenario 1899-1999. Universidad de Sevilla 2001). Su primo García Carriazo también cuenta algún accidentado vadeo por aquellos años. Pocas semanas después de la partida de Ciges se aprobó el proyecto definitivo del puente de la Sierra de las Cabras con un presupuesto de 55.075 ptas. Las obras no empezaron hasta 1912 y tardaron varios años en concluirse. El peligroso cruce del Guadiana se vivía con intensidad. Casi a la vez que Ciges lo cruzaba en junio de 1909, el Ayuntamiento solicitó a Obras Públicas que se instalase en la Venta del Yeso la barca, más sofisticada y cómoda, que había dado servicio en el Guadalquivir durante las obras de reparación del puente de Mazueco. Obras Públicas no atendió la petición alegando poco más o menos que era mucho arroz para un pollo.

El camino vecinal de Quesada a su estación dibujado en 1903 sobre 
la minuta que en 1878 hizo el Instituto Geográfico



    Si era difícil llegar y salir en tren, los viajes por carretera, entendida como camino por el que pudiera transitar una carreta, no lo eran menos. En 1908 y 1909 la única que existía era la de Peal. Todo lo demás eran sendas, caminos de herradura y, en el mejor de los casos, viejos caminos empedrados que al menos evitaban los barrizales en tiempos de lluvia. La carretera de Tíscar estaba en construcción y hasta la segunda década del siglo no llegó al santuario. Hasta 1934, con la inauguración del viaducto del Turrilla, no se resolvió el enlace con Pozo Alcón. El trayecto completo hasta Zújar no se concluyó hasta la construcción de un primer puente en el Guadiana Menor en 1938, en plena Guerra Civil. No había otras carreteras; las de Huesa y Cazorla se construyeron durante la República. De todas formas las carreteras estaban pensadas para carros, tartanas y diligencias, pues los automóviles no habían llegado aún al pueblo en tiempos de Ciges. De lo que sí fue testigo nuestro autor fue de la inauguración de la línea telegráfica, que coincidió con su última estancia en Quesada. Se puso en servicio en agosto y se celebró con una fiesta y refresco que ofreció el Ayuntamiento. La primera oficina estuvo en los bajos de la casa de José María Godoy, actual n.º 11 de la plaza. De este servicio se hubiera podido disponer mucho antes, en 1883, pero en noviembre el Ayuntamiento renunció a su instalación para evitar gastos, pues corría por su cuenta facilitar un local y dotarlo del correspondiente mobiliario.

    El teléfono no llegó al pueblo hasta los años treinta, con la República, y la radio solo empezó a escucharse por los mismos años. Quesada era un lugar incomunicado que vivía bastante ajeno al mundo y donde solo llegaban con regularidad las gacetas y boletines oficiales. En este ambiente cerrado no se podía esperar otra cosa que una sociedad y una economía rancias y desfasadas en las que la pobreza, la desigualdad y la política caciquil fueran la norma.

    Con el cambio de siglo llegó la electricidad. La pequeña central eléctrica de Béjar, alimentada por las aguas de este río y por las del arroyo de la "Cerrá" de Villena, suministraba fluido para unas cuantas bombillas (bujías se llamaban entonces) del alumbrado público y para algunas casas de las familias más acomodadas. Aunque con los años se crearía la FEDA S.A., que llegó a ser una importante empresa comarcal, por estos años la electricidad no dejaba de ser un negocio de mucho futuro pero de presente casi anecdótico. El comercio, como ya se ha comentado, estaba en manos de forasteros; la minería, en pleno auge por entonces y con el próspero referente de Linares, no llegó a dar resultado a pesar de las muchas concesiones de explotación de supuestos yacimientos de hierro que se concedieron, especialmente en la Dehesa. Algunos espumeros de sal, como el del Romeroso, producían cantidades aceptables de este producto; menestrales y artesanos, que trabajaban para el mercado estrictamente local, completaban el apartado industrial de la economía quesadeña.

    El pueblo vivía del campo, de la agricultura. La ganadería, por razones que luego se verán, no estaba pasando por su mejor momento. La superficie cultivable se repartía entre las abundantes huertas y la tierra calma dedicada fundamentalmente al cereal. El producto de las huertas estaba dedicado al autoconsumo y al mercado local. Barbechos y siembras dominaban completamente el paisaje fuera de los márgenes de ríos, arroyos y caces de riego. Los sistemas de cultivo eran los ancestrales, en poco habían cambiado durante los últimos siglos. El único abono que se utilizaba era el insuficiente estiércol producido por el ganado. En su artículo El desamor a la tierra, Ciges reflexiona sobre el atraso de la producción agrícola y lo achaca a la falta de interés e iniciativa de los dueños para mejorarla (el título del artículo hace referencia al problema). Este será también un tema recurrente de Villavieja.

    Por estos años de Villavieja se estaba expandiendo un cultivo que cambiaría radicalmente el paisaje: el olivar. Tradicionalmente el olivo se cultivaba para el autoconsumo, en las lindes de hazas y huertas o entremezclado con viñas. Tanto era así que cualquier mala cosecha obligaba a importar aceite para el consumo local, como ocurrió en 1854 cuando se tuvo que comprar en los pueblos de La Loma. En 1877 con ocasión de la Exposición Provincial, entre los productos destacables que exhibió Quesada estaba el vino mientras que el aceite era un mero acompañante. La filoxera acabó con la viña a finales del XIX pero el olivo, favorecido por la coyuntura del mercado internacional, ocupó su espacio, especialmente en las zonas cercanas al núcleo urbano. El olivar siguió creciendo hasta llegar a lo que es hoy, pero entonces no era sí, no existía el actual “mar de olivos”. El paisaje de Villavieja estaba dominado casi completamente por la tierra calma en la que alternaban parcelas sembradas y en barbecho, de cuando en cuando salpicadas por huertas en los lugares donde había acceso al agua. Había también otra diferencia paisajística importante con la actualidad. Las masas forestales eran menos densas que hoy, no se habían hecho todavía las repoblaciones de pino carrasco y algunas zonas cercanas al pueblo (Magdalena, Vítar, Caballo) estaban casi peladas. Esto tiene causas históricas.

    La mayor parte del término municipal, antes y ahora, está ocupado por eriales, pastos y monte. Tradicionalmente, desde tiempos medievales, aunque estos terrenos fuesen de titularidad real, los vecinos tenían derecho a numerosos aprovechamientos libres y comunales (leñas, plantas aromáticas, espartos, etc.). Igualmente el ganado local pastaba sin trabas, sometido solo a las normas y ordenanzas municipales. Con el fin del Antiguo Régimen en el siglo XIX todo empezó a cambiar. Los montes reales pasaron a ser montes del Estado y los gobiernos, que sufrían siempre problemas de presupuesto, vieron en el cambio una fuente de ingresos. Al efecto fueron limitando los derechos vecinales y procediendo al arriendo de los distintos aprovechamientos. La explotación de los montes requería fuertes capitales para acudir a las subastas y también contactos políticos, en Madrid o en la provincia, para negociar las condiciones. Los vecinos, que no reunían normalmente estas condiciones, vieron cómo sus antiguos derechos iban poco a poco desapareciendo y quedaban excluidos de la explotación de los montes. El proceso fue gradual y lento, y no estuvo exento de protestas e incidentes. Este será uno de los temas centrales de Villavieja, especialmente hacia el final de la novela.

    En Quesada durante casi todo el siglo XIX y comienzos del XX se mantuvo el tira y afloja entre las autoridades gubernamentales y el Ayuntamiento en representación de los vecinos. Además de los intentos gubernamentales de vender y desamortizar los montes, que en Quesada no tuvieron mucho efecto, los primeros enfrentamientos vinieron por el deslinde entre montes del Estado y montes municipales del caudal de propios. Vítar, Caballo y Atalaya-puerto de Tíscar fueron incluidos en los montes públicos estatales. Pero la propiedad tenía interés, más que por sus ingresos directos, por el aprovechamiento que de sus recursos pudieran hacer los vecinos y al que históricamente tenían derecho. Por eso el Estado, para conseguir el control completo de los montes, fue poco a poco eliminando esos derechos tradicionales de uso en toda la sierra (que en su parte de Quesada se denominaba monte Poyo de Santo Domingo). Es interesante comprobar cómo el Ayuntamiento no dudó en recurrir a privilegios medievales para defender su posición. En el pleno municipal de 15 de marzo de 1885, habiendo el gobernador solicitado que se le remitieran los documentos en los que se basaba el derecho de los vecinos “relativo al aprovechamiento gratuito de pastos y leñas muertas del Cerro del Caballo y Barranco del Tizón”, se acordó remitirle copia literal de un documento de origen medieval:

    que siendo uno de los títulos que se conservan en el archivo de este Municipio y que se refiere a los privilegios y concesiones hechas a esta Villa, entre otras cosas, de los pastos, leñas muertas y demás frutos de los Montes, la Real cédula dada por el Rey Don Alfonso (XI) en Sevilla a 22 de enero de 1369.

    Hay que tener en cuenta para valorar estas disputas que se trataba de un asunto importante no solo para la ganadería sino que afectaba gravemente al común de los vecinos: las leñas muertas o rodantes (caídas al suelo) eran casi el único combustible disponible para las necesidades domésticas como guisar y calentarse; los espartos y plantas aromáticas suponían ingresos extras que ayudaban a comer y los pastos permitían alimentar a las caballerías, cabras y cerdos (bellotas). Al final solo se pudo mantener como municipal y de libre acceso el Cerro de la Magdalena (por eso no está hoy día dentro de los límites del parque natural), que sufrió tal presión que a principios del siglo XX estaba absolutamente pelado ya que todo lo que crecía se lo comía una cabra o se cortaba para la lumbre.

    Cuando Ciges llegó a Quesada estaba en su apogeo uno de los últimos intentos serios del Ayuntamiento en defensa de los intereses comunales. El 7 de febrero se habían remitido a Montes determinadas peticiones municipales para que fueran incluidas en el plan anual de aprovechamientos forestales. Entre otras, que el Cerro de la Magdalena se excluyese de cualquier tasa y arbitrio “teniendo en cuenta que, por su insignificancia y aproximación a la población, está destinado de siempre a que los ganados que huelgan los domingos y días festivos disfruten los pocos pastos que tiene.”

    En el pleno de 15 de junio el concejal síndico expuso la mala situación de la ganadería local frente a su tradicional riqueza, desde que el Estado…

    …sin tener en cuenta los privilegios y derechos que desde el Rey Don Alfonso de Castilla le fueron concedidos para que disfrutaran los pastos, leñas y otros aprovechamientos del suelo de la sierra que hoy tiene el nombre de Poyo de Santo Domingo, las ha enajenado, privando a los ganaderos entren en aquel monte, que han arrendado sociedades y hoy no pueden sufragar el enorme herbaje que imponen a cada cabeza de ganado, viéndose obligados los dueños a tener que enajenar las cabezas que poseen y que tanto beneficio reporta a los terrenos destinados a labor.

    Se acordó en el mismo pleno dirigir instancia a la Dirección General de Agricultura “para que se respeten los derechos adquiridos y reclamados” anteriormente al Ministerio de Fomento, pues en caso contrario se tendrían que vender los ganados. Además se consideraba que la cantidad que al Estado pudiera reportar “el arriendo que a determinada Sociedad tenga hecho de aquellos pastos” sería menor que la contribución pecuaria que se perdiera.

    A lo largo de aquel verano se reiteraron protestas y peticiones, llegándose incluso a paralizar como medida de presión la confección de los presupuestos del siguiente año hasta tanto no se recibiese respuesta satisfactoria. El asunto era la comidilla del pueblo y los comentarios estarían presentes en muchas de las conversaciones en las que participase Ciges. Lo cierto es que en Villavieja acabó dedicándole bastantes páginas al tema y acabó constituyendo a esa “determinada Sociedad”, que él llamó la Resinera, en uno de los “malos” de la novela.

    Si rancia y atrasada era la economía de Quesada, no lo eran menos su vida y estructura social. La propiedad de la tierra estaba muy desigualmente repartida. Un reducido número de propietarios, unas cuantas decenas, eran dueños de buena parte de las tierras. No las cultivaban directamente, sino a través de aparceros y arrendatarios. Apenas le dedicaban algo de tiempo y atención al olivar, cultivo sufrido que solo exigía algo de dedicación durante la recogida de la aceituna. Junto a estos propietarios o señoritos había un reducido número de labradores que trabajaba directamente sus fincas, que a veces eran tan grandes como las de los propietarios. Los labradores solían vivir en el campo, cerca de su faena y tenían poca relevancia en la vida social del pueblo. Luego estaban los pequeños propietarios y arrendatarios, conocidos como pegujaleros, que poseían alguna huerta o pequeñas hazas de cereal. La gran diferencia en la extensión de las propiedades de señoritos y pegujaleros se manifestaba en la cuota de contribución rústica, de varios cientos de pesetas los primeros y de una a cinco pesetas los segundos. Muy a menudo estos pegujaleros no poseían la suficiente tierra para alimentar a su familia y tenían que completar sus escasos ingresos echando jornales en las fincas de otros propietarios y labradores.

    En la parte más baja de la escala social estaban los jornaleros, cuyo único ingreso era el obtenido con su trabajo en tierras ajenas. Dos épocas del año proporcionaban la mayoría de los jornales: la siega a principios del verano y la aceituna en invierno; el resto del año el trabajo era muy irregular y escaso. El jornal se cobraba solo el día trabajado; si la cosecha era corta o los temporales impedían salir al campo no se trabajaba y no se cobraba, lo que provocaba frecuentes y periódicas crisis de mera subsistencia y hambre. Esta estructura social y de la propiedad era la tradicional, la de toda la vida, y poco había cambiado en los últimos siglos. En el caso de Quesada la desamortización de bienes eclesiásticos se hizo troceando las fincas (el cortijo de la Virgen, por ejemplo) y subastando las parcelas. Habitualmente solo los propietarios disponían de capacidad para adquirirlas, de manera que el proceso incluso aumentó la concentración de la propiedad.

    En el catastro de Ensenada, mediados del siglo XVIII, esta estructura tradicional aparece ya claramente definida. Según los datos que facilitó el cabildo quesadeño, un 4,69% de los vecinos eran propietarios y labradores ricos. Un 25,97% pegujaleros y un 41,42% jornaleros. Completan el total los comerciantes, artesanos y profesionales, un 8,12%, los eclesiásticos, un 1,83%, y un 16,02% de pobres de solemnidad. El resto, 1,95%, no es posible de clasificar. Este esquema se mantuvo hasta que la emigración de mediados del siglo XX facilitó que “desaparecieran” buena parte de los jornaleros. Pero a mediados de los años treinta el modelo permanecía intacto. El 5 de diciembre de 1931 el Comité arbitral aceitunero contestó al requerimiento del gobernador que el exceso de mano de obra (jornaleros) en el pueblo era de 300 familias, pues la lista de familias jornaleras hecha por la alcaldía era de algo más de 1.000 y en el término solo había trabajo para 700. Calculando 4 o 5 personas por familia y teniendo en cuenta que el censo apenas llegaba a los 10.000 habitantes, se obtiene un porcentaje de población dependiente del trabajo temporal similar al obtenido en el catastro de Ensenada.

    Respecto al grupo de pobres de solemnidad reflejados en el catastro se puede asimilar, para los siglos XIX a XX, a los que integraban la Beneficencia Municipal. La lista de beneficiarios estaba integrada por viudas, viejos, familias jornaleras (extraordinariamente) numerosas, enfermos e impedidos y por todos aquellos que carecieran casi completamente de medios de subsistencia. Tenían derecho a la asistencia médica y al pago de medicinas y su número oscilaba entre las 200 y 300 familias. Pero este número dependía, más que de las necesidades reales, de la capacidad del presupuesto municipal, lo que hace difícil establecer una comparación.

    Este era el panorama social que conoció Ciges en Quesada. Buena parte de la población vivía mirando al cielo, temiendo sequías y temporales o plagas de langosta que redujeran el trabajo disponible, porque a menudo su falta significaba pasar hambre. La tensión social era permanente, siempre se temían revueltas y motines. En una de estas crisis de trabajo (El Liberal de 10 de abril de 1888) los concejales amenazaron a las autoridades provinciales con dimitir en bloque “si no se ayuda a los braceros, que mueren de hambre.” En febrero de 1895 "debido al mes y medio que llevamos de continuo temporal" la situación de los braceros era insostenible. Se manifestaron 300 de ellos ante el Ayuntamiento exigiendo socorro. En las actas de los plenos municipales son muy frecuentes las alusiones al peligro de un estallido social.

    Si en un principio las protestas fueron más bien espontáneas y fruto de la desesperación, hay noticias de que ya desde principios del siglo XX los campesinos se organizaron, con más o menos eficacia, en sociedades obreras y sindicatos, aunque las fuentes son escasas y poco clarificadoras. En 1911 ya existía una sociedad obrera, El Trabajo, que fue perseguida judicialmente y en cuya causa el Ayuntamiento se personó como acusación. Poco antes se le había denegado a esta misma sociedad un solar (en los terrenos municipales de los Postigos) para edificar su sede sindical. En 1913 se fundó el sindicato anarco sindicalista La Fraternidad (Andadura hacia la libertad. Documentos para la Historia de la UGT de Jaén. Santiago de Córdoba. Jaén 2007). Hubo manifestaciones contra el arbitrio de Consumos (un impuesto indirecto, lejano precedente del IVA) en 1914 y sobre todo en 1920. Las de este último año fueron alentadas por la sociedad obrera La Razón y en junio alcanzaron gran importancia, con desórdenes e intento de asalto a los comercios. El frecuente cambio de nombre de las sociedades obreras es indicio de la represión que sufrieron. Ciges alude a esta persecución en una de las escenas de Villavieja, dando entrada al personaje de Pedro Luján, el Revolucionario, y reflejando los primeros y difíciles pasos del movimiento obrero en Quesada.

    El grupo social sobre el que Ciges centra sus críticas es el formado por los propietarios, los señoritos, gente que concebía el trabajo al modo de los antiguos hidalgos, como una deshonra. Esta clase social, felizmente hoy casi completamente desaparecida de Quesada y sustituida por labradores más o menos acaudalados, era incapaz de producir riqueza y se limitaba a heredarla (y ocasionalmente a completarla con pellizcos a la cosa pública). Malgastaba su tiempo haciendo vida de Casino, ya por entonces instalado en el edificio que años después se convirtió en bar Marisol. Frecuentemente dilapidaba su capital en el juego, cayendo en manos de prestamistas usureros. En Quesada no existían los bancos y la única posibilidad de obtener un préstamo estaba en esos usureros y en el Pósito Municipal. Este solo prestaba pequeñas cantidades, primero en especie, más tarde en metálico, para financiar sementeras y cubrir años malos. La incapacidad de mejorar fincas y producciones, junto al juego, la usura y la fragmentación de herencias entre los hijos, provocaba que a menudo familias importantes cayeran en la pobreza, lo que tampoco inducía a sus miembros al trabajo sino a soportar en privado la escasez para en público mantener las apariencias.

    Juan de Mata García Carriazo (primo hermano del insigne profesor, no confundir con él) al describir en sus memorias inéditas el pueblo durante su infancia en la segunda década del siglo XX, habla de estos propietarios o señoritos. Es un pasaje muy significativo porque conoció de primera mano ese ambiente y en sus palabras no se podría encontrar animadversión alguna, ni política ni social, pues fue una persona de un conservadurismo extremo y que se identificaba plenamente como integrante de esa casta:

    …(pasaban) su vida ocupados en la política local o en animadas charlas en el Casino, cuando no jugando, por lo que se arruinaron más de uno, según oía a mis padres y familiares, siendo pocos los que se preocupaban en visitar y menos mejorar sus fincas.

    El retrato que de estos propietarios se hace en Villavieja es mejor y más detallado que el que aquí se pueda hacer. Solo cabría añadir que su existencia y hábitos generaron una estructura social y económica perversa que impedía todo progreso. Buena parte del capital disponible, de la tierra, estaba en manos de personas incapaces de acumular y reinvertir rentas mejorando la producción. Para el resto de la gente, acumular el capital necesario para efectuar mejoras era prácticamente imposible y como resultado pasaban los años sin conocer avance alguno. Por otro lado los ingresos de los propietarios, ya que no podían aumentar por el crecimiento de las cosechas, solo podían hacerlo reduciendo gastos, es decir, presionando a la baja los jornales. La abundancia de mano de obra, que estaba totalmente a merced de los propietarios, sometía a buena parte de la población a un régimen de miseria, lo que a su vez impedía cualquier clase de ahorro y perjudicaba el consumo. Si el consumo local era muy reducido y la falta de comunicaciones dificultaban la exportación, quedaba cerrado el círculo vicioso que acababa dando la razón a los propietarios más indolentes: las cosas eran como eran, como siempre habían sido y como seguirían siendo hasta el final de los tiempos. Cualquier esfuerzo por cambiarlas era inútil y baldío.

    En este entorno tan rancio y atrasado el aprecio por la enseñanza y la formación era muy escaso. El periodista Luis Bello, que a finales de los años veinte del siglo pasado recorrió todo el país para conocer la situación de la instrucción pública. En 1926 y 1929 recopiló en su obra Viaje por las escuelas de España los artículos que sobre cada etapa publicó en el diario El Sol. Había visto mucho y estaba curado de espanto, pero quedó horrorizado con el estado de las escuelas en Quesada, Cazorla, Peal, la sierra de Segura… El éxito de pueblos como Enguera y Ortigosa de Cameros, que “colonizaron” comercialmente Quesada, estuvo en su industria de paños y en sus vecinos que viajaron por toda España para darle salida a la producción. Pero también fue clave el nivel de instrucción. El caso de Ortigosa es muy significativo. Perdido en Cameros, la zona montañosa y pobre de la entonces provincia de Logroño, tenía en 1877 poco más de 1.000 habitantes según el Censo de aquel año, pocos más de los que por entonces tenían Belerda y Don Pedro juntos. De esos mil habitantes solo el 32% eran analfabetos (el 29,5% en los varones). Compárese con el 85% de Quesada treinta años después. Saber leer, escribir y hacer cuentas facilitó a los naturales de estos pueblos industriosos que pudieran hacer fortuna.

    En los años centrales de Ciges en Quesada, 1908 y 1909, había en el pueblo cuatro escuelas, dos de niños y dos de niñas. Las de niños estaban en la primera planta del antiguo claustro del convento, encima de la plaza de abastos. Eran sus maestros don Manuel Bautista de la Fuente y don Eduardo Baón Canalejo. El local ya entonces estaba en muy malas condiciones y necesitó continuas reparaciones mientras estuvo en uso, hasta finales de los años cuarenta del pasado siglo. Eran maestras de niñas doña Marcela Corral Basurto, mujer de don Manuel Bautista y doña M.ª Estrella López, que cesó a principios de 1909 por traslado a La Iruela y que fue sustituida por doña M.ª Aranda. Acorde con su importancia subalterna, las escuelas de niñas no tuvieron local fijo. La de doña Marcela estaba en Santa Catalina, la otra durante un tiempo en la calle del Hospital.

    En Belerda había otra escuela de niños y otra de niñas, ambas en condiciones imaginables, tanto de local como de dotación de maestras en la de niñas. Ya estaba jubilado su histórico maestro, Pedro Puerta Martínez (Cazorla 1835 - Belerda 27 de agosto de 1913). Don Pedro fue destinado a la escuela de Belerda en septiembre de 1869, días antes de la Gloriosa. Don Pedro tuvo aficiones literarias y poéticas, presentó un trabajo a la Exposición Provincial de 1878 y publicó a su costa a finales del XIX un opúsculo titulado Flores de Fantasía, con versos dedicados a la Virgen de Tíscar. Por estos años habían tomado posesión de estas escuelas de Belerda el matrimonio formado por Pedro Serón y Aurora Vargas. Y esto era todo para un pueblo que se acercaba a los 10.000 habitantes y cuya proporción de población infantil era muy superior a la actual; no había más.

    Todos los temas anteriores fueron llevados por Ciges a Villavieja. Pero si contra algo batalló como periodista y escritor fue contra el caciquismo que adulteraba las elecciones y la política, impidiendo cualquier cambio real en la España de la Restauración. El caciquismo en la Restauración no era una degeneración del sistema, sino algo consustancial a él, su manera natural de conducirse políticamente. Y de nuevo encontró Ciges en Quesada inspiración para llevar el caso a su novela. El sistema electoral durante la Restauración era mayoritario, eligiéndose al candidato que obtenía más votos en el conjunto del distrito electoral. Quesada pertenecía al distrito de Cazorla, que comprendía además del partido judicial a Larva, Cabra, Bélmez de la Moraleda y Huelma. Ya venía aprendido Ciges respecto del caciquismo, no en balde era lector y seguidor de Joaquín Costa, pero en Quesada encontró buenos ejemplos de su perverso funcionamiento.

    La historia electoral moderna de Quesada se puede comenzar el 25 de septiembre de 1836 cuando se eligió el Ayuntamiento en concejo abierto (asamblea de vecinos), de acuerdo a la normativa surgida de la Constitución de Cádiz. Pero este sistema fue cambiado rápidamente por el voto censitario, que lo limitaba a quien pagara una determinada cantidad de contribución. Se mantuvieron las limitaciones al derecho de sufragio hasta 1890, cuando Sagasta incluyó el sufragio universal (masculino) en la Ley Electoral. Hubo sin embargo un antecedente importante y que se suele obviar. Tras la Gloriosa se estableció el sufragio universal, que se mantuvo durante el Gobierno Provisional de 1869, reinado de Amadeo I y Primera República hasta que la Restauración de los Borbones resucitó el voto censitario. En Quesada el primer Ayuntamiento electo por sufragio universal masculino tomó posesión el 1 de enero de 1869 con Hilario Serrano Águila como alcalde.

    Las diferencias entre ambos tipos de sufragio afectaban principalmente al número de votantes, lo que tenía evidentes repercusiones en la ideología y condición de los elegidos. En 1877 el Boletín Oficial de la Provincia (26 de diciembre) fijaba el censo de la sección de Quesada en apenas 300 electores. Siendo tan pocos y tan “iguales” los electores censitarios no era demasiado necesario recurrir al fraude, pero se hacía porque manejar los resultados estaba en “la masa de la sangre” del Poder. De hecho uno de los primeros políticos del distrito que podríamos definir como cacique fue nada menos que el general Serrano Bedoya, que por haber sido director general de la Guardia Civil controlaba, o tenía la complicidad, de los forestales armados de carabinas y tercerolas. En las elecciones de 1858, presentándose Serrano como candidato gubernamental del general O´Donnell, fue acusado por el candidato moderado (conservador) de que sus partidarios eran “desanimados” a votar por las fuerzas vivas de la comarca. Según denunciaba el diario conservador La España (31 de octubre), el alcalde de Cazorla, Pedro Alcántara, transmitía a los electores “con piadosa intención” que era inútil votar contra el candidato gubernamental porque “en las elecciones no ha habido nunca libertad, y en estas mucho menos porque acabo de recibir la orden del gobernador (…) mandando sacar diputado al general Serrano, y conseguirlo a toda costa.” Según La España estas presiones dieron resultado y “solo en Quesada, de cuyo pueblo es natural el general Serrano, aceptaron el consejo (y no votaron) cincuenta y dos electores moderados”. Ya podemos imaginar que Serrano ganó el escaño por amplia y cómoda mayoría: de un censo total del distrito de 517 electores votaron 339, 309 a Serrano y 30 a un tal González, candidato moderado (congreso.es).

    Años después en 1877, siendo diputado provincial Ángel Alcalá Menezo, denunció en la Diputación las irregularidades y atropellos que se habían producido en la Iruela durante las elecciones provinciales:

    …que se había apaleado a todas las personas que apadrinaban la candidatura de oposición; que hubo palos y tiros, y que un bastón de autoridad se había roto en la cabeza de la misma persona que le llevaba; que una elección hecha de esta manera no representaba la voluntad del distrito, y por lo tanto no debía aprobarse.

    No era lo sucedido algo particular de la Iruela, sino más bien general. Ángel Alcalá se centró en este caso quizás porque los malhechores eran sus contrarios políticos. Y es que aunque, como ya se ha dicho, las diferencias ideológicas de los partidos dinásticos del turno no eran demasiadas, el espíritu de grupo (y las prebendas y sinecuras que obtenían los ganadores) provocaba durante las campañas electorales un apasionamiento que a veces se les iba de las manos. A primeros de agosto de 1881, durante una de esas campañas, el propio Alcalá Menezo protagonizó un buen altercado. El periódico granadino La Tribuna (19 de noviembre de 1882) recordaba lo sucedido de esta forma:

    El Sr. Alcalá Menezo, diputado provincial y jefe de uno de los partidos de aquel distrito, tuvo sobre cuestiones electorales un altercado en el Casino de Quesada (Jaén) con D. Andrés Conde del Águila, que acaudillaba a los contrarios de la candidatura que protegía el Sr. Alcalá, excediéndose hasta el punto de ofender a este de hecho, no llegando la cosa a mayores, por la mediación de amigos de una y otra parte.

    Por la noche se encontraron los señores Alcalá y Conde del Águila en el paseo y se reprodujo el altercado, haciéndose disparos y resultando herido de uno de ellos el señor Conde.

    Ocurrieron los disparos en un jardín de Quesada flamante, cuyos árboles se habían plantado apenas tres inviernos antes. La cosa acabó en la Audiencia de Granada con una fuerte condena para el agresor aunque al final, protegido por sus jefes políticos madrileños, acabó en casi nada y don Ángel pudo continuar sin mayor contratiempo su carrera política.

    El fraude y la manipulación electoral era consustancial a la Restauración. Se daba por algo natural que no era preciso disimular, ni siquiera en documentos tan solemnes como el Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados. En las elecciones de 1896 el liberal fusionista Gómez Sigura fue derrotado por el conservador Crooke Loring. En la Comisión de revisión de actas del Congreso Gómez Sigura reclamó la elección…

    …impugnándola en forma brillante y con numerosos datos, el ex diputado fusionista D. Manuel Gómez Sigura, candidato que aparece derrotado por el mencionado distrito.

    Enumera el orador las coacciones y abusos cometidos, para arrebatarle el acta, por los amigos de su contrincante el señor Crooke y Loring: cita, entre otros, los ayuntamientos de Pozo Alcón y de Hinojares, donde se cometió todo género de ilegalidades.

    Le contestó el Sr. Crooke y Loring, defendiendo su elección con mesura, entre otras cosas dice que en el pueblo de Quesada, a pesar de lo afirmado por su contrincante, tuvo él más votos, pero que aunque tal cosa hubiera sucedido su triunfo era indudable, pues había tenido la precaución de traer en su acta una mayoría de dos mil y pico de votos. (El público ríe la ocurrencia del orador.)

    El subrayado es mío. Realmente Gómez Sigura fue cacique electoral del distrito, pero en aquella ocasión su contrincante tenía grandes apoyos en Madrid pues pertenecía a la poderosa familia malagueña Loring, financieros y grandes inversores en la construcción de líneas ferroviarias y por aquel entonces con intereses forestales en la sierra, por aquello de las traviesas de las vías.

    Gómez Sigura fue diputado del distrito en nueve ocasiones entre 1886 y 1905, en la mayoría de los casos como único candidato y mayorías a la búlgara. En las de 1905 por ejemplo obtuvo 10.373 votos de los 10.386 electores que participaron. En las de 1899 venció al candidato conservador Mariano Estremera. Sobre esta elección un artículo sin firma, publicado el 3 de mayo en el periódico La Reforma tras conocerse el escrutinio, acusaba a los liberales de toda clase de irregularidades “en el muy desdichado (distrito) de Cazorla” sometido a lo que define como “caciquismo sagastino”. Enumera toda clase de maniobras y como prueba definitiva de la manipulación y “la falta de pudor” cita el caso de Cazorla, donde Estremera “aparece sin un solo sufragio en su favor”, a pesar de que allí “reside y tiene el núcleo de su familia y amigos y la mayor parte de su hacienda”. Según La Reforma, los liberales se jactaban además de “emplear idénticos procedimientos para obtener el triunfo en las próximas elecciones municipales” y ya tenían previsto llevar “a las corporaciones (entre ellas Quesada) a conocidos camaleones políticos (…) desprovistos de todo asomo de dignidad y decoro”. En Quesada la cosa fue menos descarada que en Cazorla y Gómez Sigura obtuvo 879 votos, pero Estremera sí consiguió votos, concretamente 17 (B.O.P.J. de 20 de abril).

    En estas elecciones de 1899 Gómez Sigura tuvo el apoyo, o al menos la no beligerancia, de Laureano Delgado. Pero no fue así en las siguientes de 1903. En ellas compitieron ambos como candidatos a pesar de pertenecer al mismo partido, el Liberal Fusionista. Ganó Gómez Sigura en el conjunto del distrito, pero en Quesada Delgado dejó constancia de su poder e influencia: de un total de 1494 votos Delgado consiguió 906 y Gómez Sigura 588 (B.O.P.J. de 5 de mayo). Como se ha venido diciendo, estos políticos caciquiles de los partidos dinásticos no tenían especiales convicciones ideológicas (fuera de compartir todos la defensa de la Monarquía borbónica) sino conveniencias personales y de facción. Al final se entendían y mediante acuerdos y componendas salvaguardaban los intereses de todos. Si en 1903 discutieron Delgado y Gómez, en 1905 alcanzaron un arreglo que contentó a todos. Laureano Delgado consiguió uno de los tres escaños del distrito de Jaén y dejó el campo libre a Gómez Sigura, que esta vez, como candidato único, arroyó en Quesada.

    Pero el mejor ejemplo de hasta qué punto primaba el interés personal sobre cualquier escrúpulo político está en las elecciones inmediatamente siguientes, las de 1907, ya muy próximas a las estancias de Ciges en Quesada. Gómez Sigura se retiró dejando como heredero y candidato liberal fusionista a su sobrino Pedro Villar Gómez. Pero todo quedaba en casa y el candidato conservador resultó ser Mariano Foronda, yerno de Gómez Sigura. El jefe provincial del partido Conservador, Prado Palacio, hizo una evaluación previa de los distintos distritos para remitirla al ministro de la Gobernación. Era una práctica corriente (ya lo vimos antes en el caso de Serrano) que se hacía para que el ministro comunicase al gobernador cuáles eran los candidatos que el Gobierno “vería con gusto” que triunfasen. De esta manera el gobernador sabía a favor de quien debía emplear todo el hierro gubernamental sin perder el tiempo con los pocos que de antemano se dejaban a la oposición. En estas notas de Prado Palacio se dice (el subrayado es mío):

    Cazorla: es hoy un distrito en que puede asegurarse el triunfo de un ministerial por la importancia que ha tomado las fuerzas conservadoras, por el odio general que tiene el actual diputado Sr. Gómez Sigura y por la enemiga de su paisano y convecino D. Laureano Delgado que me ha ofrecido votar con todos sus vecinos la candidatura conservadora frente a Gómez Sigura.[2]

    Poco después el candidato conservador Mariano Foronda informaba al jefe de su partido, Maura, por entonces presidente del Gobierno, que los ayuntamientos actuales eran de su padre político Don Manuel Gómez Sigura. No hacía falta por tanto meterles mano, cosa de la que el juez del distrito no se había enterado procediendo contra ellos por inercia, de manera que había amenazado a varios de ellos con procesamientos e incluso al de Huesa había mandado a la Guardia Civil, que había detenido a varios concejales.[3]

    Es decir, un histórico liberal, Delgado, negocia con el jefe del partido contrario favorecer la elección de su candidato y Gómez Sigura, con una pata en los suyos y otra en los ajenos, coloca a su sobrino pero realmente apoya a su yerno, del partido contrario. Sobra cualquier comentario. Desde entonces un distrito tradicionalmente liberal con el suegro pasó a ser conservador con el yerno y así se mantuvo en todas las elecciones siguientes. Pero al poco Pedro Villar se casó con la hija de Laureano Delgado y este volvió a la obediencia liberal. Con el apoyo de su suegro, Villar ganó las elecciones de mayo de 1910 frente a Foronda. Sin embargo, los conservadores consiguieron que se anulara el resultado alegando “irregularidades”. Repetidas en septiembre, Pedro Villar, que era electoralmente gafe, las perdió.[4]

    Manuel Ciges prestó especial atención en Villavieja a esta enfermedad congénita de la Restauración, que falseaba la voluntad democrática popular impidiendo cualquier avance político y social. Don Luis Obregón se presentará candidato a diputado del distrito con un programa propositivo y reformista con el que multiplica sus partidarios. Pero el poder caciquil, en contubernio con gobernadores, jueces y Guardia Civil, despliega contra él toda su fuerza sin reparar en irregularidades, componendas y “autoridad”. Don Luis no solamente es derrotado sino que acaba detenido y encarcelado.

    Para cerrar este apartado, una mención a cómo se reflejaron en Quesada los graves acontecimientos del verano de 1909. A finales de julio una columna del Ejército español, actuando como ya era costumbre fuera de los límites de Melilla, cayó en una emboscada en el monte Gurugú, en el Barranco del Lobo. Fue un desastre completo, con un elevadísimo número de bajas, incluyendo al general Pintos que mandaba la tropa. Solo eran soldados (y víctimas) los pobres, pues quien podía pagar una determinada cantidad quedaba libre de servicio como “redimido en metálico”. Con este trasfondo y como consecuencia de la movilización decretada, en Barcelona estallaron gravísimos desórdenes conocidos como la Semana Trágica. El malestar se extendió hasta tal punto que el 29 de julio se decretó la suspensión de garantías constitucionales.

    En Quesada, para calmar los ánimos y prevenir cualquier incidente, el1 de agosto el Ayuntamiento acordó en pleno obsequiar con 2 ptas. a “los reservistas que se están llamando a filas para la guerra contra los moros del Rif.” Poco después, el 5 de septiembre, se abrió una suscripción popular por el Ayuntamiento, adhiriéndose a la “Junta de Señoras presidida por S.M. la Reina (q.D.g.) para socorrer a los heridos y a las familias de los muertos en la campaña del Rif”. El periodista Ciges Aparicio vivió este torbellino de graves sucesos aislado en Quesada, apenas informado por las noticias atrasadas de la poca prensa que llegaba y seguramente sufriendo las tertulias del Casino y las “autorizadas” opiniones de sus miembros proponiendo soluciones drásticas a la par que sencillas.

Tíscar a principios del siglo XX, cuando no estaba construida
ni la carretera ni el túnel.



    5.- Argumento de Villavieja.

   Si Villavieja fuese fácilmente accesible para el lector, no procedería hacer un resumen de su argumento o a lo sumo hacer solo alguna consideración general sobre el mismo. Pero sabemos que no es así y por eso, para que la mayoría de los que lean este texto sepan de lo que estamos hablando, se incluye este capítulo. Lógicamente quien tenga posibilidad de leer la novela, o ya lo haya hecho, puede saltárselo con toda tranquilidad.

    Alrededor de 1900, por aquellos años que cerraron un siglo y abrieron otro, en una villa antigua y rancia, en un poblachón grande que no había conocido tiempos mejores, perdido en las profundidades rurales de la España de la Restauración, es donde y cuando sucede la historia que Ciges cuenta en Villavieja.

    Mosiú, monsieur Lairet, es un ingeniero suizo francófono encargado de las obras de construcción de una carretera próxima a Villavieja. Pasa sus descansos en el pueblo, compartiendo con su gente tardes tediosas en el Casino y largas conversaciones durante los paseos alrededor del jardín. El suizo ve a Villavieja desde fuera, como un extranjero ajeno al estado de cosas que sus naturales han vivido como normales desde la infancia. Por eso le asombran las costumbres que va descubriendo, la vida de los vecinos, sus razonamientos y mentalidad tan alejada de las de su país y del resto de Europa. Continuamente contrapone lo que aquí ve con lo que se acostumbra en las avanzadas sociedades europeas. Los villaviejanos escuchan las peroratas de Mosiú entre divertidos y molestos. Le intentan convencer de que su modo de vida no es peor, sino distinto al europeo y en algunos aspectos incluso mejor, más sano y natural. Para los lugareños los grandes defectos de Villavieja, que no desconocen y que admiten, son culpa de la historia, del carácter y pensamiento que heredan cuando nacen, del Gobierno y hasta del clima, pero nunca de sus habitantes. Ellos han heredado un estado de cosas difícil cuando no imposible de cambiar, por más esfuerzo que pudieran empeñar en conseguirlo.

    Mosiú contempla como los ociosos propietarios dejan pasar las horas en el Casino. Las tediosas veladas solo se rompen cuando, entre risas y asombro admirativo, alguno recuerda las hazañas y anécdotas, siempre excesivas y a menudo empapadas en alcohol que protagonizan algunos personajes locales. Destacan entre ellas las barbaridades los Uldecoa, dos hermanos crápulas que dilapidan el capital heredado de su padre en juergas y en el juego, ajenos a cualquier dedicación de provecho. Sus chanzas y borracherías son caprichosas y crueles, propias de quien se siente de forma natural por encima de normas y principios, de quien desde su fuerza se siente en el derecho de reírse de los débiles precisamente por serlo.

    En el Casino se pierde el tiempo, se bebe y se juega mucho, demasiado. En tiempos de cosecha, oliendo el dinero fresco, acuden a Villavieja jugadores profesionales que rematan la faena. Muchos socios, como un tal García, prefieren arrastrar a sus familias por estrecheces económicas con tal de seguir apostando. A menudo caen en la asfixia financiera y se ven obligados a recurrir a los usureros que hipotecan sus mal atendidas tierras y los llevan a la ruina total. El primero de ellos es don Dámaso, el viejo cacique que vive retirado en su cortijo. Tiene importantes amarres políticos en Madrid, donde lo protegen sus conmilitones, y gobierna el distrito electoral a su antojo, quitando y poniendo alcaldes y jueces, arreglando elecciones. Su estado de ánimo y sus líos e intereses familiares determinan el momento político del distrito.

    Junto a estos personajes siniestros y decadentes habitan Villavieja otros vecinos más concertados. Mosiú conoce a don Federico el maestro, don Ambrosio el médico, al prudente don Leandro o al sargento Peláez, veterano de Filipinas que vive su retiro en Villavieja. Todos ellos gente sensata, que conocen los vicios locales y creen necesario corregirlos pero que, inmersos en el ambiente social, lo viven con fatalismo y sin la menor esperanza de mejora alguna. Una tarde, Mosiú y el maestro paseaban por el jardín charlando de los problemas de Villavieja. Según Mosiú, “un médico de pueblos quizás reconocería en Villavieja alguna enfermedad fundamental”, a lo que replica don Federico: “La enfermedad de Villavieja se llama abulia”.

    Entre todos los villaviejanos que frecuenta Mosiú sobresale don Luis Obregón, acaudalado propietario de carácter impulsivo y audaz. Gasta como todos más de lo que tiene, pero ha llevado una vida viajada y mundana que lo distingue con claridad de los demás. Mosiú escucha cómo los amigos comunes le cuentan con admiración sus aventuras periodísticas en Jaén, su exitosa etapa en la política madrileña y su sonada estancia en Filipinas como gobernador civil de varias provincias. Don Luis es apasionado y activo, siempre está ideando, pero sus enemigos lo consideran un charlatán que esconde con palabrería lo que no son más que intereses personales. Obregón quiere presentarse a las próximas elecciones a diputado del distrito y será el protagonista indiscutible de Villavieja.

    Una mañana de invierno se presenta don Luis conduciendo un tílburi con dos yeguas e invita a Mosiú a dar un paseo. Les acompañan don Leandro, hermano de don Luis, y el sargento Peláez. El día es espléndido y el paisaje majestuoso. Mosiú se extraña de que la juventud no aproveche estos días para ir a la montaña o hacer cualquier ejercicio. Fue en tiempos un alpinista intrépido y estas montañas le recuerdan a los Alpes. En los seis años que lleva en Villavieja ha fracasado en todos sus intentos de crear grupos de excursionistas que apartasen a la juventud del ocio y del Casino. Un poco harto de sus peroratas, don Luis anuncia al suizo que va a conocer un tipo de alpinismo desconocido en Europa. Al efecto emprende con el carruaje una imprudente y peligrosa ascensión campo a través hasta llegar a una alta meseta. Allí descansan un rato extasiados con el grandioso panorama que contemplan. La bajada es aún más veloz y enloquecida hasta que se destrozan las ruedas del vehículo y sus ocupantes saltan por los aires dando con violencia contra las piedras del terreno.

    En su ayuda acuden los hombres de una cuadrilla que recoge aceituna en un olivar cercano. Mientras esperan que de Villavieja acudan en su auxilio, contemplan cómo almuerzan los aceituneros. Mosiú se asombra de lo mísero de su alimento. Va preguntando de grupo en grupo y los más jóvenes le dicen que tan poca y mala comida era suficiente y les bastaba para vivir. Las muchachas añaden que incluso la cambiarían “por un baile en el ejido o un rato de palique al través de la reja con el hombre de sus amores”. No opinan así los mayores y “una vieja apergaminada replicó”:

    —Vivimos muriendo, señorito. No haga usted caso a esas embusteras. ¿Se figura usted que trabajar de sol a sol, y no llevarse a la boca más que un arenque es para estar gordos y lucidos?

    Y señalando al viejo que junto a ella daba vueltas entre sus encías desguarnecidas a una corteza de pan, interrogó a Mosiú:

    —¿Cuántos años se figura usted que tiene mi hombre, caballero?

    El suizo creyó no equivocarse de mucho.

    —Quizás sesenta y cinco.

    La mujer movió la cabeza.

    —Pues no ha cumplido cuarenta y ocho, señorito; y aquí me tiene usted a mí con cuarenta, que soy una vieja llena de arrugas y para nada. A los cuarenta años somos unos viejos los pobres, y a los cincuenta ya nos llama la tierra.

    Pero indiferente a los problemas sociales, la vida continúa en Villavieja. Don Luis tiene un serio enfrentamiento con el párroco, don Bonifacio, por cuenta de dos momias que encuentra en una casa de su propiedad junto a la iglesia. La relación de los Obregón con el cura y sobre todo con su madre, doña Mercedes la Tambora, ya era mala, pero ahora va a peor. Doña Mercedes emprende una campaña contra don Luis que, para no ver perjudicada su próxima candidatura, pone tierra de por medio y marcha a Madrid. Los Uldecoa por su parte continúan aterrando al vecindario con bárbaras juergas de las que no se libran ni sus acompañantes. En una de ellas arrojan a Juanito el Seminarista, completamente borracho, a una pocilga donde no es devorado de milagro por los cerdos. En otra espantan con brutalidad al señorito cordobés que llegaba dispuesto a ejecutar la hipoteca que cargaba el cortijo de Fernando Uldecoa.

    Don Dámaso Espino, el cacique, es viejo y viudo. Contra toda convención decide casarse con una sirvienta, Antonia Pérez, casi cincuenta años más joven que él. La reacción de su hija Lola es furibunda. A su vez don Dámaso rechaza a Lorenzo Delmás, pretendiente de su hija. Terminan casándose y el matrimonio es expulsado del cortijo, por lo que marchan a Madrid, donde malviven pasando penurias económicas. Sin embargo Lorenzo Delmás, ambicioso y calculador, en un viaje a Villavieja se hace el encontradizo con la mujer de su suegro, la seduce y pone de su parte urdiendo un plan con el que la joven consigue que don Dámaso se ablande a la vista de su recién nacida nieta. Se alcanza la armonía familiar y don Dámaso acoge a Delmás como pupilo y protegido, proyectando para él una brillante carrera política.

    Mientras tanto en Madrid don Luis recupera y refuerza sus viejos contactos políticos. Regresa con un gran proyecto que, según él, cuenta con los apoyos oficiales suficientes y resucitará la economía de todo el distrito: la canalización del río Gualdavia que lo atraviesa de sur a norte y la puesta en riego de grandes superficies. Don Luis está decidido a que este sea el eje de su campaña electoral y lo difunde por toda la comarca. Además, tiene la intención de crear un colegio de segunda enseñanza que permita a los jóvenes de Villavieja formarse y poder aprovechar las grandes oportunidades que aparecerán fruto de sus proyectos. Los paisanos de don Luis reciben estas novedades con el tradicional escepticismo local, pero al poco se presenta en Villavieja un gran empresario francés, monsieur René Leblanc, primo hermano de la mujer de don Leandro Obregón, que es francesa y a la que conoció en san Juan de Luz. Está de viaje por España porque la adora por las lecturas de Merimée y Gautier. Los Obregón muestran a Leblanc el Salto del Gigante, catarata de 80 metros de altura. Muy cerca está la Dehesa cubierta de espartales. Conocedor del elevado precio del papel en España, el francés de inmediato imagina el negocio: fabricar pasta de papel con el esparto como materia prima y la electricidad que produciría el salto de agua.

    La presencia del millonario francés despeja reticencias y la esperanza se ve confirmada cuando, al poco de la marcha de Leblanc, un ingeniero francés visita Villavieja para elaborar el proyecto. Todos estos proyectos y una activa campaña electoral que don Luis realiza pueblo por pueblo presagian que será el próximo diputado del distrito. Malas noticias para don Dámaso, que está promoviendo la candidatura de su yerno Delmás. Malas para los Uldecoa, que, tras graves desencuentros, han pactado con el cacique el apoyo a su yerno a cambio de cargos municipales con los que restaurar su dilapidada fortuna. Peores noticias aún para don Tomás, el presidente de La Resinera, la todopoderosa empresa que consiguió en Madrid la concesión de los aprovechamientos forestales de la sierra. Sus grandes intereses peligrarían si un incontrolado como Obregón, amparado en un mensaje anti caciquil, llegase a controlar el distrito.

    Tradicionalmente los pueblos comarcanos, especialmente sus vecinos más humildes, aprovechaban libremente los recursos de la sierra, especialmente la leña, único combustible disponible en la zona. Cuando el Estado concedió mediante arriendo estos aprovechamientos a una sociedad madrileña, La Resinera, los vecinos se vieron expulsados. Los forestales de la empresa que esquilmaba los montes perseguían con saña a los pobres diablos que se atrevían a desafiarla para conseguir algunos haces de leña. Menudeaban los incidentes. Uno de ellos, en plena campaña electoral, resultó especialmente grave, viéndose implicada la Guardia Civil. Dos de estos leñadores fueron apaleados por los guardias, que los llevaron detenidos a la cárcel del distrito en Argola. Se corrió el rumor de que los leñadores habían muerto y la indignación popular, tanto tiempo contenida, se desbordó en un tumultuoso motín. La casa cuartel de Peñafuerte fue asaltada e incendiada, y la revuelta se extendió de pueblo en pueblo conforme se extendían los ecos de lo sucedido.

    Don Luis, presente en Peñafuerte donde pensaba celebrar un mitin, se vio a su pesar envuelto en los tumultos. Aunque había intentado serenar los ánimos, fue acusado por la prensa reaccionaria, que bebía de las noticias incendiarias y exageradas que las autoridades de Argola transmitían por el telégrafo, de ser el inductor de los sucesos y de excitar la furia de los amotinados. La verdad es que aquella fue una revuelta espontánea nacida del resentimiento que habían ido acumulando las víctimas de La Resinera. La prensa radical (la progresista) vio claramente que no había trasfondo político: “ni los vivas a la República habían sonado”. Pero don Dámaso y La Resinera no dejaron escapar la ocasión de utilizar la revuelta para acabar con las posibilidades electorales de Obregón. La represión fue terrible y hubo decenas de encarcelados. Fruto de una campaña bien orquestada, el juez de Argola ordenó la detención de don Luis. En la cárcel Obregón no permaneció quieto y envió a la prensa madrileña duros artículos denunciando las arbitrariedades y malos tratos que se estaban cometiendo con los presos. La desafiante actitud de don Luis imposibilitó cualquier ayuda de sus amigos políticos madrileños y el candidato vivió desde la cárcel las elecciones.

    Abiertas las urnas, se pudo comprobar el poder del caciquismo, de don Dámaso aliado con La Resinera. Se cometieron toda clase de irregularidades y abusos. Se rompieron urnas y se compraron votos. En Villavieja los Uldecoa se convirtieron en los feroces agentes electorales del yerno del cacique. Don Leandro, representante de su hermano encarcelado, fue golpeado y humillado a la puerta de un colegio electoral por don Pedro León, señorito arruinado y compañero de juergas de los Uldecoa. Cuando por la tarde don Leandro se dirigía con el sargento Peláez a controlar las elecciones en los pueblos cercanos al Gualdavia, fueron asaltados por los Uldecoa, que les tirotearon y acosaron hasta provocar que el carruaje se saliera del camino. Del accidente salió don Leandro gravemente herido y murió a los pocos días. Peláez perdió un brazo a cusa de los disparos.

    Aunque antes del motín la opinión pública era mayoritariamente favorable a don Luis, fue Lorenzo Delmás quien resultó elegido. Jueces, autoridades y Guardia Civil hicieron oídos sordos a los graves incidentes. Don Luis volvió a Villavieja diez días después de la elecciones. Ya nada quería saber de política. Tiempo después decide viajar a París para descansar y evadirse. Allí lo encuentra Mosiú, que había dejado Villavieja cuando acabaron las obras de la carretera:

    Durante las tres semanas que estuvieron juntos, el antiguo gobernador eludía siempre de hablar sobre lo pasado, y cuando el suizo le recordaba alguna escena o episodio antiguos, sonreía enigmáticamente y entornaba los ojos, como si el suceso se refiriese a una época tan lejana, tan lejana, que le costase trabajo recordarlo…

    René Leblanc se olvidó de las inversiones previstas al saber del violento estallido contra los abusos de La Resinera. Durante la campaña electoral la candidatura de Lorenzo Delmás asumió, aumentada y mejorada, la canalización del Gualdavia, pero todas sus promesas se olvidaron en el momento en que se hizo público el escrutinio. Ya lo decían los abúlicos socios del Casino, que por mucho que se intentase nada cambiaría. Y así fue, todo siguió igual en Villavieja.





[1] Miguel Ángel Rodríguez me ha facilitado amablemente copia de esta correspondencia procedente del archivo de su tío Cesáreo Rodríguez Aguilera.

[2] Francisco Acosta Ramírez. Práctica política y electoral en Jaén durante la Restauración (1891-1923) en La Comarca de la Sierra de Cazorla en el siglo XX. Universidad de Jaén 2009. pp. 25-28.

[3] Ibid.

[4] En marzo de 1923 consiguió por fin ser diputado por el distrito de Jaén, pero sin votación, por el artículo 29 de la Ley Electoral, que proclamaba automáticamente electos a los candidatos únicos, sin candidatura alternativa. La buena suerte le duró muy poco, pues en septiembre el general Primo de Rivera dio un golpe de estado suspendiendo la Constitución y disolviendo el Congreso de los Diputados.



Entre los Riscos.
Los Lunes de El Imparcial 28 de septiembre de 1908



ANEXOS

 

1.-  La Virgen de viaje.

Los Lunes de El Imparcial. 7 de septiembre de 1908.

La gente vela por la noche para despedir en magna procesión a Nuestra Señora de Tíscar. El que se acuesta no puede dormir, o duerme poco. La alarma de las campanas echadas al vuelo le despiertan al sonar las dos en el reloj de la torre. Aquel general y melancólico repique anuncia al pueblo las misas que han de preceder al matutino viaje de la Virgen serrana que vuelve a su santuario. Antes de que el repique termine, se abren las puertas de las casas; los jóvenes abandonan el Casino o dejan la frescura del jardín, donde han esperado esta hora, y se dirigen en apretados grupos a la iglesia. De tiempo en tiempo, se ven mujeres que caminan afanosamente: unas van descalzas; otras se llagan las carnes avanzando de rodillas por las calles pedregosas para implorar un milagro.

        La fama de esta Virgen, graciosísima y morena, no está tan divulgada como la que en Lourdes se apareció a Bernardette, ni su nombre se asocia a históricas epopeyas, como la que en Zaragoza inspira los cantos populares; pero el amor que le tributan en muchas leguas a la redonda en más ingenuo y profundo. Tíscar es algo connatural y necesario a estos pueblos: nadie la invoca con mengua, jamás el borracho malhablado la mancha con su blasfemia. Tíscar da nombre a las mujeres, y su nombre suena tan dulce como María; su efigie pende de los cuellos redondos y morenos, sirve de aguja en los altos pechos, y hasta el hombre descreído lleva a la Virgen en la cadena del reloj. Si fuese necesario defenderla, lo mismo tomaría parte por ella el devoto que el escéptico. 

Cuando en mayo la traen de su remoto santuario, es fiesta alegre para el pueblo. Ahora la devuelven a sus tajados riscos, y por eso es día de llanto y duelo. 

A las tres termina la misa y comienza el viaje. Tíscar va sin galas: un manto azul como la mañana que se espera, cae de sus hombros. Millares de personas que han acudido de toda la comarca. le sirven de devota escolta. Los pendones y estandartes forman larga fila conducidos con discreto orgullo por los buenos labriegos que más trigo ofrecieron en la puja. Delante va el gran guion, el guion milagroso, un largo palo desnudo que sirvió de báculo a San Isicio, primer obispo de Cazorla. Es fama -y nadie osaría destruirla- que si el guion no marcha delante, la Virgen de Tíscar no se mueve. Quieto el guion, toda la fuerza asociada de los hombres seria escasa para hacerla avanzar un paso. 

Lentamente avanza ahora en medio de la noche apacible, aclarada por los luceros que rutilan en lo alto. Sendas músicas marcan el paso de la procesión, y con ser tan grande su estruendo, aún se oyen los sollozos de las mujeres que, ahinojadas y con la frente sumisa, despiden a la Viajera: 

¡Dichosos los ojos que vuelvan a verte!— exclaman, ahogadas por el llanto, las que, por sus muchos años, presienten un fin cercano. 

—¡Madre mía de Tíscar, salva a mi hijo!— dice la que tiene el suyo enfermo. 

—¡Mejor que cubierta de galas estás con tu manto de viaje, reina de los cielos!... 

Y así se continúan todo el camino los saludos e imploraciones. Una hora hace que la Virgen salió de la iglesia, y aún falta buen trecho para llegar al punto donde la gran muchedumbre ha de darle su último adiós. Las músicas apresuran su aire para que la ola humana avance más deprisa; pero la ola sigue engrosando y avanza con obligada lentitud... 

Tres viejas doctas que siguen de cerca a la Virgen cuentan en frases breves su historia. 

Una dice: 

—¡San Lucas, compañero de Nuestro Señor Jesucristo, fabricó con sus propias manos a esta prenda milagrosa que nos abre las puertas del cielo a todos sus devotos! 

La segunda agrega: 

—El bendito San Isicio nos la trajo a estos lugares. 

Y la tercera, santiguándose: 

—Los moros herejes tomaron el castillo de Tíscar, y arrojaron a Nuestra Madre en la Cueva del Agua. Su cuerpo se hizo muchos pedazos, y cuando los cristianos volvieron, en el fondo se los encontraron todicos. Por eso la camisa de la Virgen es de plata, y dentro de la camisa van los pedazos de su cuerpo bendito. Ni uno siquiera falta... 

Cuando la procesión llega a la salida del pueblo han corrido dos horas. La muchedumbre sigue prolongándose carretera adelante y tomando posiciones en los ribazos vecinos. Por la izquierda azulean las últimas estribaciones de Sierra Segura, y por detrás de los picos más altos se insinúa una clara franja de nácar y azul. La brisa de la mañana acaricia los rostros ajados por el desvelo, y los pájaros vuelan piando de árbol en árbol. 

La Virgen avanza por la carretera y las luces del alba van bajando por la sierra. Cuando la procesión llega a la Cruz de Piedra, que en un recodo del camino abre sus brazos, asoma el sol. La gente se para; los cánticos de despedida suenan más claros en la fresca mañana, y las músicas baten Marcha Real... Sobre la Virgen caen unas cortinas que la ocultan a las miradas devotas; las mujeres rompen en sollozos, y los hombres quieren distraer sus lágrimas prorrumpiendo en roncos vivas... 

Después, diez mil almas vuelven en silencioso duelo al pueblo, y Nuestra Señora de Tíscar prosigue su largo viaje en busca del santuario, rodeada de hermanos, custodiada por la Guardia civil.

 

2.-  Entre los riscos.

Los Lunes de El Imparcial. 28 de septiembre de 1908.

Es uno de los parajes más agrestes y desconocidos de España donde se solapa el Santuario de Tíscar. Los pintores que lo han visitado se han sentido pequeños para trasladarlo al lienzo, no ya en su gigantesca integridad, pero tampoco en sus detalles más espléndidos. Y aunque por un esfuerzo de composición hubiesen realizado el milagro pictórico, aún faltarían al cuadro los mayores elementos de la sublimidad que sobrecoge el ánimo: el viento no rugiría profundamente al pasar por las cerradas, ni lanzaría estos largos gemidos al cortarse en los agudos picos; las aguas no entonarían sus claras canciones al brotar de sus pétreos surgideros, ni entre Tíscar y Sierra Nevada evolucionarían las masas de nubes y nieblas reproduciendo el primitivo caos. 

Es un día, sólo uno al cabo del año, en que se perturba la severa majestad de estos incomparables riscos. Por la mañana, todavía los aviones giran veloces en torno de las montañas escuetas, sin que los alarmen extraños rumores; los negros buitres van y vienen solos o en bandadas en busca de sus presas o a reposar de sus abundantes festines, y desde la cúspide de la gentilísima Pena Negra, que asciende con el atrevimiento de una Giralda natural, las águilas otean con sus ardientes ojos el revuelto paisaje, lánzanse ruando en el azul —¿quién las sigue en su curso de exhalaciones? — y vuelven al poco a su insigne atalaya trayendo prisioneras de sus garras las víctimas que han de devorar. 

Por la tarde empieza a llegar la gente de apartados lugares. Ni la escasez de cómodos caminos, ni las largas jornadas subiendo montes y vadeando ríos, ni el temor de que al sol de un hermoso día sucedan las hinchadas nubes que pronto se condensan en las alturas, disuaden al romero. En pocas horas llegan a millares: por la mano derecha, bajando entre calvos breñales que dan temeroso incremento a la voz lanzada en el espacio, vienen los de la Alta Andalucía, que tienen por confín a los famosos Cerros de Úbeda; por la izquierda suben afanosamente en larga fila los que moran en los pueblos y aldeas que desde las faldas del Tíscar se dilatan hasta la remota Sierra Nevada... Vienen en grupos de amigos o en familia: alegres, los que buscan zambra y fiesta; anhelantes, los que han de cumplir promesa. Aquellos acampan al pie de las fuentes o junto al curso de las aguas, acógense bajo los árboles o al amparo de las rocas. Los otros prosiguen descalzos hasta ingresar en el Santuario, caminando con tino entre las piedras cortantes. Subiendo de un lado o bajando del otro, se ve de cuando en cuando algún penitente pálido y desfallecido por la enfermedad o por el doloroso viaje. Sostenido por los brazos, porque las fuerzas le faltan, y haciendo frecuentes paradas para recobrar alientos, avanza de rodillas entre los riscos, deshechas las ropas y laceradas las carnes. 

La tarde cae, y los romeros siguen llegando en larga procesión por los dos únicos caminos. En la severa altura donde todo el año ha sido quietud y grave asiento de las águilas, reina esta noche la algazara. Las músicas alternan, y no bien una ha dejado de tocar, la otra lanza sus metálicos sones de monte en monte; los cohetes retumban en las oquedades iluminando las rocas con sus efímeras rayas de luz, y dondequiera que hay un rellano, de allí salen recias canciones, y rasgueos de guitarra, y repique de castañuelas, y rumores de baile... Y las caravanas de romeros siguen llegando entre las sombras de la noche; y allá abajo, en el hondo abismo que ahora empieza a aclarar la palidez lunar, nuevas caravanas se presienten. 

La noche avanza y el regocijo va en aumento... No busquemos finura y gentileza donde el bajo pueblo se reúne por millares... El vino ha calentado las cabezas y soltado las lenguas, y los decires obscenos rebotan de pena en pena. El chiste picante, que en otro lugar armaría las manos y suscitaría la efusión de sangre, acógese con alegres carcajadas en esta soberbia plenitud de la Naturaleza, que invita al franco goce. Si la noche y la bastedad agrandan el insulto, el oído sensible también se vuelve sordo: la gente viene a fiestas y trae el ánimo dispuesto para regocijarse con poco y para perdonarlo todo. Perdona, y por eso se cuenta como maravilla de esta fiesta —que algunos atribuyen a virtud milagrosa de Nuestra Señora de Tíscar— que jamás una pendencia la haya deslucido. 

El nuevo día llega sin rendir los cuerpos. A la vera del agua, debajo de los árboles y donde quiera que la gente puede hacer corro, continúan los bailes. Las voces suenan roncas de mucho gritar... De pronto, voltean las campanas del Santuario anunciando la próxima aparición de la Virgen. La fiesta de la alegría y del vino cesa, y la religiosa empieza. Es una hora nada más, en que el sentimiento se transforma y exalta. Delante van los hombres quemando la sonora cohetería y lanzando vivas que millares de bocas repiten; detrás van las mujeres, recogidas y descalzas, murmurando preces; en el centro va la Virgen morena de Tíscar, pequeña como las hembras serranas, refulgiendo al sol su abundante pedrería y rodeada en sus andas de plata por niños enfermos que reclinados a sus pies esperan el descenso del milagro. La procesión sube muy poco a poco por ásperos atajos, y cuando llega a lo inaccesible de la montaña, desciende más lentamente entre el detonar de los cohetes y el griterío de los fieles. Después la Virgen se detiene un momento a la entrada del Santuario para recibir el último adiós. Los vivas de los hombres  en las cerradas con robustez de trompas; se oyen frases que el místico ardor  y súplicas acendradas en demanda del prodigio... La Señora de Tíscar vuelve enseguida a su camarín áureo y blanco, y la congoja bate afuera los pechos, y el desconsuelo estimula en la gran muchedumbre el raudal de las lágrimas. 

Dos horas después, los gigantescos riscos recobran su noble majestad que la Fiesta turbó. Los rápidos aviones acuden en bandadas; los buitres de largas alas vienen a reposar de sus hórridos festines, y desde la escueta cima de Peña Negra las águilas reales inquieren las agrestes lejanías con sus brillantes ojos, ebrios de luz.. 

Tíscar, septiembre.

 

 

3.-  El desamor a la tierra.

Nuevo Mundo. 5 de agosto de 1909 

No diré que al descender del tren sintiese el sagrado furor de Ganivet, que le hizo abrazar a la tierra y comer yerba; pero si que sentí aliviarse mis males, y, nuevo Anteo, renacer mis agotadas fuerzas al ponerme en contacto con la Naturaleza exuberante, llena de savia y vigor en cuanto abarcaba la mirada. 

El viaje en caballería tenía que ser largo al través de un terreno quebrado y en ocasiones peligroso; pero después de varias semanas de forzosa clausura en las angostas habitaciones de Madrid, todo me parecía llano y fácil y todo tenía para mí el prestigio de lo nuevo: los negros nubarrones que corrían empujados por duras rachas en el cielo anchuroso,  el juego de las luces y las sombras cuando el sol aparecía o se ocultaba; los rubios trigales que se agitaban como nervioso mar dorado; la masa de los olivos de argentadas copas; las rocas próximas recién lavadas por las lluvias y los altos y solemnes montes distantes que el gran devoto de la Naturaleza, Ruskin, llamó nervios del mundo... 

Fortificado el espíritu, atenuados los males é hinchado el pecho con la alegría del fuerte y sano espectáculo, asombrábame de que los hombres sintiesen tanto desamor por la tierra. Sólo de largo en largo trecho se divisaba alguna vivienda; sólo de tarde en tarde saludaba algún hombre, flaco, atezado, del color de la tierra misma: descendiente directo de aquel triste anima!, sufrido y resignado, que La Bruyére encontró en los campos, aunque el actual va perdiendo sumisión y acaudalando rencor. 

Dicen que el año es pródigo y bien lo muestran los sembrados; pero ni esto activa el amor del dueño a sus tierras. Ahora he de vadear en barca un ancho río que arrastra abundante humus, y sus densas aguas, que pudieran fertilizar los vastos y sedientos terrenos circunstantes, deslizanse perezosas a lo largo hasta dar en un curso superior y anegar luego en los mares inapreciables riquezas desdeñadas por la incuria de los hombres. 

El año es bueno y medio satisface a la gente; cuando no, todo son denuestos a la tierra que rinde pocos beneficios. Le piden que todo lo dé y nada quieren devolverle. Después de la recolección vienen las fiestas y el juego -esa terrible epidemia de una dilatada región, cuyos estragos aun no se han estudiado cabalmente- pone en delirio a los hombres. La parte mejor de las cosechas pasa al bolsillo de personas trashumantes que lo llevan lejos y con las sobras apenas hay lo necesario para satisfacer las más premiosas necesidades. Los campos, entretanto, demandan ayuda. Lo mismo que los seres vivos que sobre ellos moran, necesitan sustentarse para producir, y si la ración es parca, degeneran y enferman. Pero el dinero escasea y para obtenerlo hay que recurrir al torvo usurero, que desposado íntimamente con él, solo lo entrega reproducido en un doce, en un diez y ocho o en un treinta por ciento, Pero este Shilock no pide en garantía carne de sus víctimas, que sólo le serviría para alimentar a sus perros, si la sordidez le permitiese tenerlos, sino la tierra misma, que así aferrada, rara vez vuelve integra a su dueño primitivo. 

Encerrado así en el círculo de la necesidad, poco seguro de la eficacia redentora del personal esfuerzo, vuelve al juego en busca de remisión esperando que el azar le entregue en una hora propicia lo que sólo conquistaría en muchos años de pena. Y estas ansias del porvenir incierto le secan la raíz del carácter, que ya no vuelve a presidir y regular su conducta. La abulia y la imprevisión irradian en todos sus actos, y lo que ya desconfían de lograr por el recto y perseverante camino, esperando al revolver de cualquier independiente suceso:  la herencia, la lotería o la política... Como en la gran urbe donde se legisla y gobierna, también en las pequeñas poblaciones se industrializa la política: la denominación del partido que parece simbolizar una idea no es más que la visible vestimenta con que se adorna el astuto interés, siempre invisible, pero presente siempre. Así, cuando se oye en los pueblos deplorar la mala administración, es difícil reconocer si es un justo sentimiento de protesta quien clama o la enconada envidia de que sean otros los beneficiados en el desorden de la cosa pública. 

El viejo Anteo se empeña en no reposar sobre la tierra madre, y cuanto más se aleja de ella más fácil resulta su vencimiento al fuerte enemigo que le acecha. 

 

4.-  Vivir muriendo.

El Liberal. 4 de septiembre de 1909 

Al levantarme todas las mañanas me asomo al mirador, que da a unos campos sinuosos y largos, y veo a los hombres guiando las mulas sobre los trillos ligeros o aventando amorosamente las parvas, con amplio gesto, que parece súplica é interrogación a la rubia mies, que sube en alto y desciende luego como una benéfica pluvia de oro. 

Y todas las noches, cuando, pasadas las doces, el espíritu, fatigado de mucho platicar o discutir, demanda el consuelo de la quietud, asientome en el huerto, que rodea la casa, y me entrego durante un breve rato al placer de la meditación. Los campos penumbrosos se dilatan llenos de paz y majestad; el río murmura abajo la perenne canción de sus aguas, y el aire se puebla con la vibrante música de  los seres pequeños, que, sin obedecer a ninguno, secundan todos el grande y singular concierto. El alma también se disuelve en la armonía de la Naturaleza ambiente, y en esta vaga é íntegra absorción de todas las potencias y facultades, la mirada errabunda suele posarse a algunos metros de distancia allende la baja tapia que separa el jardín del campo libre. Tendidos sobre las parvas y envueltos por las dulces sombras de la noche, reposan ahora inmóviles, como yacentes, los hombres que, mientras duró el día, trabajaron y penaron sometidos al incendio violento del sol. 

Como los mudos  signos que el periodista estampa en sus cuartillas cuando quiere callar lo que pregunta, para que sólo hable el personaje interrogado, así veo surgir en mi espíritu los tortuosos signos interrogativos ante estos hombres que, por la hora y la actitud, muertos más que vivos parecen. Y las contestaciones son tan ligeras como el aire ingrávido que pasa; quedas, como si fuesen sugeridas mejor que articuladas. 

A la primera interrogación, me parece que oigo decir: 

—Nada. El fragor de los combates africanos y las audaces turbulencias de la sedición, que a una comentan los que hacen ociosa vida ciudadana, sólo han llegado a estos míseros seres como rumores confusos de un mar invisible y remoto. Trabajan con extremada rudeza desde que la clara punta del alba asoma por la sierra, y cuando el fresco les orea y las sombras gratas los envuelven, peréceles más dulce y blando rendirse al sueño que aumentar sus cuidados con las tristezas que llegan de otras tierras... 

Y a otra interrogación, el mudo soplo sugeridor va dictando: 

—¡Cuidados, preocupaciones!... El bien de la estación presente ha sido tan fugaz, que para muchos ya ha pasado... El año, que se anunció liberal y próspero, ha sido malo. ¿No sabes que algunos han abandonado sin segar los campos, porque la cosecha, lejos de premiar el trabajo puesto, ni siquiera prometía resarcir de la mies sembrada? Y la estación otoñal no será más benigna. Aquellas cabeceantes masas de olivares que, al florecer, eran una promesa de cosecha pingüe, perdieron su flor temprana, y hoy apenas algún cuajado fruto pende de los árboles. El invierno será duro. Como el trabajo escaseará para los de la región, ya no verás llegar para secundarles a aquellas trashumantes caravanas —sucias, astrosas y famélicas— que antaño venían de las provincias próximas y que aquí mitigaban su hambre. Los que entonces trabajen, recibirán en premio sesenta céntimos diarios, y cuarenta céntimos las mujeres y los niños que trabajen como hombres. Con ese jornal tendrán que comer, pagar la casa, reponer las ropas destrozadas, y como en el invierno son muchos los días en que la lluvia suspende la faena, también para esos días tendrán que ahorrar de los sesenta céntimos... 

A la tercer pregunta tácita, el aura sugeridora sigue diciendo: 

—¡Cómo han de vivir! ... Viven muriendo. Varias veces miraste comer a las cuadrillas, al amparo de un ribazo, que las guardaba de las cortantes rachas invernales, y jamás, por excepción, cambiaron de mantenencia. Pan y un arenque almorzaban por la mañana; una granada y pan, o pan y un puñado de fruta seca, yantaban al mediodía, y cuando la noche llegaba, pan y un arenque era su cena, y sí querían mudar, cambiaban el arenque por la fruta seca: Y el año fue ubérrimo... ¿Crees que basta esto para vivir lozanos?... Dicen que la raza es sobria, que el calor del sol y el aire puro de los campos son de grande alimento; pero, aun así, me parece que si no se añade a tan nobles substancias otra más tosca —algún trozo de carne y tal cual pescado de sobra—, creo que esta jugosa raza, que tantas excelsas virtudes asocia a la de su milenaria sobriedad, va a secarse de puro hambrienta, a pesar del aire puro y del calor solar. Decrépito, desdentado y todo surcado de arrugas se ve el hombre a los cincuenta años, y ese trabajador semiciego, tambaleante y rencoroso, que te mostraron por la tarde, ese, que fue el mozo más agigantado del contorno, ya le has visto cómo la escasez y el trabajo han ido atenazándole, hasta el punto de que, sin ser todavía viejo, apenas llega a tu estatura. Y la verdad es que nada tienes de alto... ¡Ay, cielo, si tú no provees, y al invierno que se espera sucede una primavera mala, Melilla y Cataluña van a ser poca cosa... 

—Incuria é imprevisión en todo— oigo responder a la pregunta final. Al otro lado de la sierra que nos circunda brota, fresco y canoro, el Guadalquivir famoso, y, apenas nace, empieza a aceptar obligados tributos, que lo enriquecen y ensanchan. Ávido de darse, sigue su curso, recibiendo sin cesar, y sin que nadie lo tome, y allá, por la provincia de Sevilla, bien le has visto cuán lento y desairado se desliza entre vastos campos pajizos, calcinados por el sol, que, con alguna solicitud, estarían siempre vestidos de verdor perenne. 

Como el rico Guadalquivir se abisma en el mar, así se pierde nuestra vitalidad en el océano de la indiferencia. No basta que la miseria clame; es necesario que la irritación, acumulada por el hambre lenta, se desborde en un año funesto y se manifieste en seguida en los horrores de la violencia, para que se entere quien debe. Luego, cuando las hordas ululantes y famélicas caigan sobre los pueblos o asolen los campos, será el hablar con indignado acento de sus excesos y el apercibir fusiles y arrastrar cañones para sojuzgar al monstruo, peor y más rabioso que los mitológicos Tifeos y Tifones: el anarquismo, que detesta la paz social y sólo anhela la desolación y el duelo. Entre tanto, todo va bien. Tendidos sobre las parvas y envueltos en las dulces sombras de la noche reposan ahora inmóviles, como yacentes, los hombres que, durante el día, trabajaron y penaron, y a la hora del descanso apenas pudieron comer...

 

Aire y sol. En La Libertad
6 de mayo de 1927

 

5.-  Aire y sol. La alimentación del andaluz.

La Libertad. 6 de mayo de 1927

 

    En cuanto a la alimentación, la sensiblería socialista nos ha hecho notar innumerables veces que el gañán del campo andaluz no come apenas y está atenido a una simple dieta de gazpacho. El hecho es cierto y, sin embargo, la observación es falsa porque es incompleta. Un jornalero de Azpeitia come más y mejor que un ricacho de Córdoba o Jaén. Hasta en esto imita el andaluz al vegetal; se alimenta sin comer, vive de la pura inmersión en tierra y cielo. Lo mismo el chino.

José Ortega y Gasset. 

Lo que hace algunos años referí en forma novelesca lo transcribo al presente como recuerdo personal. El extranjero de entonces —el «Mosiú»— sólo es ahora un forastero. 

Cuatro amigos vamos por la sierra donde nace el Guadalquivir. Uno tropieza, cae y se lastima el brazo derecho. Hay que vendárselo con pañuelos. A falta de mejor remedio, unas gotas de vinagre nos vendrían bien para ponerle paños mojados. Al pie de la montaña filatea un olivar, donde la gente recoge la aceituna, y allí creemos encontrar lo que necesitamos. 

Es la hora de comer. Ochenta personas —hombres y mujeres, viejos y niños, astrosos todos— hacen alto y se sientan por grupos bajo los olivos para devorar su pitanza. Entre todos no hay nadie que pueda suministrarnos vinagre. La sardina y la granada son los únicos manjares que salen de las bolsas, y sólo el trozo de pan moreno diferencia por su tamaño al hombre de la mujer o del chiquillo. Él que a las doce consume una sardina, cambia de plato al cenar, sustituyéndola con la granada, y entre una y otra ha de escoger al siguiente día. El gazpacho lo reservan para el verano. 

Y gracias a Dios que el año es pingüe y no han de reducir la manutención. Como la aceituna abunda, los recogedores obtienen jornales de excepción. Los hombres ganan sesenta céntimos trabajando de luz a luz y cuarenta las mujeres y los niños que se afanen como hombres.  Los años menos próvidos perciben cuarenta o cincuenta céntimos los adultos, y veinticinco o treinta las mujeres y los muchachos. 

Yo no me canso de admirar la prodigiosa sobriedad de nuestro pueblo, que con una sardina se sustenta y trabaja desde el alba hasta la puesta, y voy de grupo en grupo interrogando a todos. La gente joven me dice que el arenque les basta, y aun lo dejarían por un baile o por un rato de palique al través de la reja. Pero los más granados manifiestan menos contento. Una vieja apergaminada exclama: 

—No haga Usted caso, señorito. Vivimos muriéndonos de hambre. ¿Se figura usted que trabajar de sol a sol y no llevarse a la boca otra cosa que una granada y un mendrugo es para estar gordos y satisfechos? 

Y señalando al viejo que a su lado daba vueltas entre las encías desguarnecidas a una corteza de pan, me dice: 

—¿Cuántos años piensa usted que tiene mi hombre, caballero? 

Yo creo no equivocarme en mucho. 

—Quizás sesenta y cinco. 

La mujer mueve la cabeza. 

—Pues no ha cumplido cuarenta y ocho, y aquí me tiene usted a mí, con cuarenta, que soy una vieja llena de arrugas y para nada.  A los cuarenta somos unos viejos los pobres del campo, y a los cincuenta nos llama la tierra. 

Uno de mis compañeros observa: 

—Pero los andaluces somos muy sobrios. El aire y el sol nos alimentan. 

Ella no comprende la Ironía, y responde con vivacidad: 

—!Ay, señorito de mi alma! Pues crea usted que estarnos ya hartos de alimentarnos con aire y con sol. Lo que ahora nos hace mucha falta para ver si echamos otro pelo, es un buen trozo de carne y tal cual pescadito de añadidura. 

El dueño del olivar interviene desde lejos: 

—¿Vais a pasaros el día de comida y charla? El sol se pone presto en invierno y no os rendirá el trabajo. 

Alguien murmura: 

—¡Para lo que se cobra! 

El patrón lo ha oído: 

—¡Para lo que se trabaja!... 

Tuvimos que regresar al pueblo. Cuando nos acercábamos al camino pasó frenético un vehículo arrastrado por dos jacas. El conductor golpeaba iracundo a los animales, que lanzándose por un portillo corrieron campo a traviesa y en peligro de volcar. En el interior del coche, cuatro personas gritaban alocadas, agitaban los sombreros, nos enviaban insultos a manera de saludos. 

—Son los Uldecoas —me dijeron—. Les acompaña un señorito cordobés, gran comedor. De él se refieren hartazgos inverosímiles, y en comilonas se gasta la hacienda. 

Avanzábamos por la carretera cuando de pronto exclamó uno: 

—¡El Revolucionario!... 

Había caído en la cuneta, y al lado suyo un asnillo que de lejos mostraba ya su extremada escualidez. Sin mucho esfuerzo conseguimos levantar a los dos. El dueño era un anciano extenuado, más bien bajo que alto, con barba cana de veinte días. Sus ojos, fijos en nosotros, carecían de brillo e iban sumiéndose en la noche tenebrosa de la ceguera. Trasunto del hombre era su asno y compañero. Doblabase bajo el hacecillo de leña que llevaba a cuestas, y también sus ojos veían turbio. La hermandad de la miseria física acabó de mostrarse cuando estuvieron de pie. Ambos vacilaron e hicieron esfuerzos por conservar su equilibrio, y los dos se pusieron en marcha con paso inseguro. 

—¿Cómo ha sido el percance?— le preguntamos. 

Entre plañidero y furioso respondió: 

—Yo iba por el camino al lado de mi compañero. De pronto, los Uldecoas vinieron como un rayo sobre nosotros y para evitar que nos aplastasen tuvimos que acercarnos a la cuneta. Con el susto perdimos el equilibrio... 

—Pero hace un rato que pasó el coche —le digo— ¿por qué no se levantó usted? 

El hombre se acerca para reconocerme, y baja al suelo sus ojos mortecinos. Luego mueve tristemente la cabeza. 

—Cuando yo o mi compañero caemos en tierra es para esperar el día del Juicio final, si algún alma cristiana no viene en nuestra ayuda. 

Y pasando sin transición de la humildad a la cólera, rechina los dientes. 

—¿Pero no ve usted que ambos nos morimos de hambre? Ni mi compañero ni yo tenemos fuerzas para estar en pie ¿de dónde las sacaremos para levantarnos?...¡Vive Dios, hombre, que esto ya no se puede resistir!... Toda la vida pasando miserias y sin acabar nunca de reventar... Yo no sé qué espera la gente para hacer una revolución... 

Vuelve a mirarme.  

—Diga usted, caballero... Usted no es de aquí... ¿No podría procurarme en su tierra alguna cosa para vivir?... 

—La mía está lejos, y ya es tarde para ir usted. ¿Por qué no emigró a América cuando era más joven? 

—Bien que lo siento; pero yo no sé de letras ni me encontré en este pícaro mundo con un poco de dinero para emigrar... En cuanto a mis años, no crea que son muchos, porque bien comido aún podría tirar... 

Acordándome de la mujer que recogía aceitunas, la pregunté: 

—¿Qué edad tiene usted? 

—Cuarenta y nueve años, caballero. Por San Juan cumpliré cincuenta. 

Me pareció Imposible. Yo diría setenta; pero uno de mis compañeros, que había jugado de chiquillo con el Revolucionarlo, corroboró sus palabras. 

El cegato quiso erguirse. 

—¿Y ve usted este cuerpecillo menudo que se lo lleva el aire? Pues fui el mejor mozo que hace treinta años paseó el pueblo... 

Pensé que sólo aludía a una gentileza perdida; más él completó: 

—...Estos señores le dirán si en mi juventud hubo alguien tan alto y recio como yo. 

Ellos me confirmaron que Pedro Lujan, apellidado el Gallardo antaño y el Revolucionario después, se distinguió en la mocedad por su buena presencia y elevada estatura. Yo media con la vista al viejo decrépito, y luego la posaba en mis amigos para que me explicasen aquel extraordinario fenómeno de achicamiento; porque el Revolucionarlo ni siquiera llegaba a lo que se entiende por una talla mediana. El mismo reveló el secreto de su ruina: 

—El hambre me ha hecho descender palmo y medio... 

Su antiguo compañero de juegos asintió. 

—Es verdad lo que dice Pedro Lujan, y nadie ignora en el pueblo que nuestra clase baja está degenerando. El hambre habitual no la mata de pronto; pero la va extenuando, reduciendo, consumiendo. 

El ejemplo de este hombre es el más visible. Sin serlo tanto, pudiéramos presentar muchos tipos atenuados. La mujer del olivar está en lo cierto, y al aire puro y al dulce sol —casi únicos artículos alimenticios del andaluz— quizás convendría añadir algún pescado más eficaz que el arenque y un buen bisté como la mano de grande.

 


3 comentarios:

  1. Magnífico trabajo. ¡Enhorabuena!. Sería magnífico que alguien publicara una nueva edición comentada de "Villavieja" para que la obra de Manuel Ciges Aparicio tuviese la difusión que merece.

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  2. Un trabajo literario de gran valor, sustentado en el estudio, la documentación y en unos conocimientos históricos solo al alcance de quien dedica gran parte de su vida a la investigación, más profunda si cabe cuando de Quesada se trata. 'Villavieja' lo leí hace algún tiempo, me resultó muy interesante, pero so sé si me gusta más el libro de Ciges o el contexto social, histórico y literario en el Vicente sitúa al autor y a su obra. Es como cuando lees 'Los ensayos' de Montaigne, que están muy bien, pero no entras en ellos si antes no acudes a las consideraciones de Stefan Zweig. Vicente, además, acude a términos muy sugerentes: pegujaleros, menestrales, enguerismos...

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  3. Un trabajo de investigación extraordinario. Metódico y concienzudo y de incontables horas. Me ha gustado mucho. Me veo muy animado a leer Villavieja. Enhorabuena.

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